El rapto de la Bella Durmiente (31 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

BOOK: El rapto de la Bella Durmiente
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»«No, príncipe, no quiero algo tan sencillo, deseo una verdadera danza para la corte — dijo—, ¡vuestro trasero enrojecido y castigado debe hacer alguna otra cosa aparte de recibir inmóvil mis golpes!"Entonces colocó sus manos en mis caderas y lentamente las movió, no sólo de un lado a lado, sino hacia abajo, formando círculos, y hacia arriba, lo que me obligó a doblar las rodillas. Hacía girar mis caderas. Ahora, cuando lo explico, puede parecer una nimiedad. Pero para mí era humillante basta lo indecible. Tenía que menear las caderas y hacerlas girar, utilizar toda mi fuerza y ánimo en esta exhibición aparentemente vulgar de mi trasero. Pero su intención era que yo lo hiciera, lo había ordenado y no me quedaba otro remedio que obedecer. Me saltaban las lágrimas y se me atragantaban los sollozos, mientras hacía girar el trasero como ella había mandado. "Doblad más las rodillas, quiero ver una auténtica danza—dijo con un golpe sonoro del látigo—. Doblad las rodillas y moved más esas caderas a los lados, más a la izquierda —alzó la voz furiosa—. ¡Os resistís a obedecerme, príncipe Alexi, no divertís a nadie! —dijo y sobre mí llovieron sus sonoros golpes mientras me afanaba por obedecer—. ¡Moveos!", gritó. Ella estaba triunfando. Yo había perdido toda mi compostura. Ella lo sabía.

»"Así que os atrevéis a mostraros reticente en presencia de la reina y la corte", me vapuleó, y luego, con ambas manos, tiró de mis caderas a uno y otro lado, formando un gran giro. Ya no aguantaba más. Sólo había una manera de vencerla: retorcerme en esta deshonrosa posición más frenéticamente incluso de lo que ella me indicaba. Así que, sacudiéndome con sollozos atragantados, la obedecí. Inmediatamente se oyeron aplausos mientras yo ejecutaba esta danza y mis nalgas se torcían de un lado a otro, arriba y abajo, con las rodillas completamente dobladas, la espalda arqueada, la barbilla apoyada dolorosamente sobre la banqueta para que todos pudieran ver las lágrimas que corrían por mi cara y la obvia destrucción de mi espíritu.

»"Sí, princesa", me esforcé en articular con voz suplicante. Y obedecí con todas mis fuerzas realizando una actuación tan buena que los aplausos continuaron sonando.

»"Eso está bien, príncipe Alexi, muy bien —dijo—. ¡Separad más las piernas, más separadas, y moved las caderas todavía más!" Obedecí de inmediato. En ese instante meneaba ya las caderas agitadamente. Me sentí vencido por la mayor vergüenza que había conocido desde mi captura y traslado al castillo. Ni siquiera la primera vez que los soldados me desnudaron en el campo, ni cuando me arrojaron sobre la silla del capitán, ni la violación en la cocina podían compararse con la degradación que vivía en ese momento, porque todo esto lo ejecutaba sin ninguna gracia y servilmente.

»Finalmente, la princesa Lynette dio por concluida mi pequeña exhibición. Los nobles y las damas charlaban entre ellos, comentaban todo tipo de detalles, como siempre, pero en el murmullo se detectaba cierta agitación, lo que significaba que el espectáculo había provocado pasión. No me hizo falta levantar la mirada para comprender que todos ellos observaban el círculo central aunque hubieran fingido aburrimiento. La princesa Lynette me ordenó en ese instante que me volviera lentamente, sin levantar la barbilla del centro de la banqueta, pero moviendo las piernas siguiendo un círculo, meneando en todo momento mi trasero, para que de este modo toda la corte pudiera contemplar por igual esta muestra de obediencia.

»Mis propios sollozos me traicionaban. Me esforzaba por obedecer sin perder el equilibrio. Si flaqueaba lo más mínimo en aquella amplia rotación de mi trasero, la princesa tendría de nuevo la oportunidad de reprenderme.

»Finalmente, alzó la voz y anunció a la corre que allí había un príncipe capaz de realizar diversiones incluso más imaginativas en el futuro. La reina aplaudía. La congregación ya podía levantarse y dispersarse, pero lo hicieron con tal lentitud que la princesa Lynette quiso continuar con la actuación en consideración a los últimos espectadores. Entonces me ordenó rápidamente que cogiera el trapecio que estaba encima de mi cabeza y, mientras me zurraba sin descanso, me mandó que levantara la barbilla y marchara en el sitio sobre las puntas de los pies.

»El dolor me producía punzadas en las pantorrillas y los muslos pero, como siempre, lo peor era la quemazón e hinchazón de mis nalgas. No obstante, yo marchaba con la barbilla erguida mientras la sala se vaciaba. La reina había sido la primera en salir. Finalmente todos los nobles y damas se fueron.

»La princesa Lynette entregó la pala y la correa a lord Gregory.

»Yo continuaba agarrado al trapecio, con el pecho palpitante y los miembros estremecidos por el hormigueo. Tuve el placer de ver cómo la princesa Lynette era despojada de sus botas y su collar. Y cómo un paje se la arrojaba sobre el hombro y se la llevaba. Pero no pude ver su cara, y no supe lo que sentía. Su trasero se elevó en el aire por encima del hombro del paje, mostrando unos labios púbicos largos y delgados y el vello rojizo de esta zona.

»Me había quedado solo, completamente empapado de sudor y agotado. Vi a Lord Gregory allí de pie. Se acercó, me levantó la barbilla y me dijo: "Sois indomable, ¿no? —Yo me quedé atónito—. ¡Miserable, orgulloso, rebelde, príncipe Alexi!", exclamó furioso. Intenté mostrar mi consternación. "Decidme en qué he faltado", le rogué, pues había oído al príncipe Gerald decir eso en numerosas ocasiones en la alcoba de la reina.

»"Sabéis que os deleitáis en todo esto. No hay nada que sea demasiado indecoroso para vos, demasiado ignominioso y difícil. ¡Jugáis con todos nosotros!", fue su respuesta. De nuevo, me quedé completamente asombrado.

»Pues bien, ahora vais a calibrar mi sexo para mí" dijo, y ordenó al último paje que nos dejara. Yo seguía agarrado al trapecio como me habían ordenado. La estancia estaba a oscuras a excepción del luminoso cielo nocturno que se veía a través de las ventanas. Oí que se desabrochaba y sentí el leve empujón de su pene. Luego lo introdujo en mi trasero.

—"Maldito principito», dijo mientras me penetraba.

»Cuando hubo acabado, Félix me echó sobre su espalda tan poco ceremoniosamente como el otro paje había trasportado a la princesa Lynette.

Mi pene hinchado chocaba contra él, pero intenté controlarlo.

»Cuando me bajó, ya en la alcoba de la reina, su majestad estaba sentada ante el tocador limándose las uñas. "Os he echado de menos", dijo. Yo me apresuré a correr a su lado moviéndome a cuatro patas y le besé las pantuflas. Cogió un pañuelo blanco de seda y me enjugó el rostro.

»"Sabéis complacerme muy bien", dijo. Yo estaba perplejo. ¿Qué veía lord Gregory en mí que ella no detectara?

»Sin embargo me sentí demasiado aliviado para entrar en consideraciones de ese tipo. Si me hubiera recibido con enfado o me hubiera ordenado nuevos castigos y diversiones, habría llorado de desesperación. Sea como fuere, la reina era toda belleza y ternura. Me ordenó que la desvistiera y que descubriera la cama. Obedecí lo mejor que pude, pero no quiso la bata de seda que yo le acerqué.

»Por primera vez, se quedó desnuda ante mí.

»No me había dicho que pudiera levantar la vista, así que yo permanecía encogido a sus pies. Luego me dijo que podía mirar. Como podéis imaginaros, su encanto era indecible. Tenía un cuerpo firme, en cierta forma poderoso, con unos hombros quizás un poquito demasiado fuertes para una mujer, piernas largas, pero sus pechos eran magníficos y su sexo era un nido reluciente de vello negro. Me encontré a mí mismo sin aliento.

»"Mi reina», susurré y, después de besarle los pies, le besé los tobillos. No protestó. Le besé las rodillas. No protestó. Le besé los muslos y luego, impulsivamente, hundí mi cara en ese nido de vello perfumado, y lo encontré caliente, muy caliente. Me levantó hasta que me quedé de pie. Alzó mis brazos, yo la abracé y, por primera vez, sentí su redonda forma femenina y también descubrí que pese a lo fuerte y poderosa que parecía, era pequeña, así a mi lado, y tierna. Me moví para besar sus pechos y ella permitió silenciosamente que lo hiciera. Los besé hasta que no pudo contener los suspiros. Tenían un sabor tan dulce y eran tan blandos, pero al mismo tiempo rollizos y resistentes bajo mis dedos respetuosos.

»La reina se hundió en la cama y yo, de rodillas, volví a enterrar mi cara entre sus piernas. Pero dijo que lo que en ese instante quería era mi pene y que no debería eyacular hasta que ella me lo permitiera.

Gemí para comunicarle lo difícil que esto resultaría a causa del amor que me inspiraba, pero ella se recostó en sus cojines, separó las piernas y por primera vez vi los labios sonrosados.

»Tiró de mí hacia abajo. No podía creerlo del todo cuando sentí la envoltura de su caliente vagina. Hacía tanto tiempo que no había sentido una satisfacción así con una mujer; desde que los soldados me hicieron prisionero. Me esforcé por no consumar mi pasión en aquel mismo instante y, cuando empezó a mover sus caderas, pensé que ciertamente iba a perder la batalla. Estaba tan húmeda, caliente y excitada, y mi pene tan dolorido por los castigos. Me dolía todo el cuerpo, pero el dolor me parecía delicioso. Sus manos acariciaban mis nalgas. Me pellizcaba las ronchas. Me separó las nalgas y, mientras este caliente envoltorio apretaba mi pene y la aspereza de su vello púbico me rozaba y me atormentaba, metió los dedos en mi ano.

»"Mi príncipe, mi príncipe, superasteis todas las pruebas por mí—susurró. Sus movimientos se hicieron más rápidos, más salvajes. Vi su rostro y sus pechos bañados de escarlata—. Ahora», ordenó, y bombeé mi pasión dentro de ella.

»Me sacudí con movimientos ascendentes y descendentes, mis caderas se movieron tan frenéticamente como lo habían hecho en la pequeña actuación circense. Cuando me quedé vacío y quieto, permanecí echado cubriendo su rostro y sus pechos con besos lánguidos y soñolientos.

»Se incorporó para sentarse en la cama y recorrió todo mi cuerpo con sus manos. Me dijo que yo era su posesión más adorable. «Pero aún os están reservadas muchas crueldades", dijo. Sentí una nueva erección. Añadió que tendría que someterme a una disciplina aún peor a cualquiera de las concebidas por ella anteriormente.

»"Os amo, mi reina", susurré yo. No tenía otro pensamiento que el de servirla. Aun así, por supuesto, estaba asustado, aunque me sentía poderoso por todo lo que había soportado y realizado.

»"Mañana—dijo—, voy a pasar revista a mis ejércitos. He de pasar ante ellos en una carroza descubierta, para que puedan ver a su reina igual que yo les veré a ellos, y después debo recorrer los pueblos más próximos al castillo.

»"Toda la corte me acompañará, de acuerdo con su rango. Y todos los esclavos, desnudos y con collares de cuero, marcharán a pie con nosotros. Vos deberéis marchar al lado de mi carroza para que os observen todas las miradas. Reservaré para vos el collar más vistoso, y vuestro ano estará abierto con un falo de cuero. Llevaréis una embocadura y yo sujetaré las bridas. Sostendréis alta la cabeza ante los soldados, oficiales y el pueblo común. Para complacer a la gente, os exhibiré en la plaza principal de los pueblos suficiente rato para que todo el mundo pueda admiraros antes de continuar la procesión."

»"Sí, mi reina", contesté silenciosamente. Sabía que sería una experiencia terrible, pero aun así estaba pensando en ello con curiosidad y me preguntaba cuándo y cómo mi sentimiento de impotencia y de rendición me invadiría. ¿Llegaría cuando me encontrara ante los lugareños, o ante los soldados, o cuando trotara por el camino con la cabeza alzada y el ano torturado por el falo? Cada detalle descrito por ella me excitaba.

»Dormí bien y profundamente. Cuando Félix me despertó, me preparó con esmero como lo había hecho con ocasión del pequeño espectáculo circense.

»En el exterior del castillo la conmoción era enorme. Era la primera vez que veía las puertas de entrada al patio, el puente levadizo y el foso. Todos los soldados estaban allí reunidos. La carroza descubierta de la reina se encontraba en el patio y la soberana ya se había sentado, rodeada de lacayos y pajes que avanzaban a los lados y de cocheros que lucían elegantes sombreros, plumas y lanzas relucientes. Una gran fuerza montada de soldados estaba ya dispuesta.

»Antes de que me hicieran salir, León me ajustó la embocadura y también dio la última cepillada a mi cabello. Me encajó la embocadura de cuero muy dentro de la boca, me enjugó los labios y luego me dijo que lo más dificultoso sería mantener el mentón levantado. Bajo ninguna circunstancia debía dejarlo caer a una posición normal. Las bridas, que la reina sostendría vanamente en su regazo, me obligarían a tener la cabeza levantada, pero nunca debería bajarla. Si lo hacía, ella lo notaría, y se enfurecería terriblemente.

»A continuación me mostró el falo de cuero. No tenía ninguna correa ni cinturón para sujetarlo. Era grande como el miembro erecto de un hombre y me asusté. ¿Cómo conseguiría mantenerlo dentro? Me dijo que separara las piernas. Me lo introdujo a la fuerza en el ano y me explicó que debía conservarlo en su sitio yo solito, ya que a la reina le molestaría cubrirme con cualquier cosa para sujetarlo. Tenía unas finas correas de cuero que colgaban hacia abajo y me rozaban los muslos. Cuando trotara por el camino, las correas se balancearían como la cola de un caballo, pero eran corras, no tapaban nada.

»Después volvió a aplicarme aceite en el vello púbico, en el pene y en los testículos. Me frotó el vientre con un poco más de aceite. Yo ya tenía las manos enlazadas detrás de la espalda pero me dio un pequeño hueso forrado de cuero para que lo sujetara y me dijo que así me resultaría más fácil mantenerlas unidas. Mis tareas serían éstas: mantener la barbilla alzada, el falo en su sitio y mi propio pene erecto y presentable ante la reina.

»Seguidamente me llevaron al patio, conducido por la pequeña brida. El brillante sol de mediodía centelleaba sobre las lanzas de los caballeros y los soldados. Los cascos de los caballos producían un ruidoso estruendo sobre las piedras.

La reina, que estaba enfrascada en una animada conversación con el gran duque, sentado a su lado, apenas reparó en mí. Me dirigió una sonrisa. Le entregaron las bridas, me acerqué hasta situarme a la altura de la puerta de la carroza y mantuve la cabeza completamente erguida.

»"Mantened la vista baja en todo momento, respetuosamente", me dijo Félix.

»La carroza no tardó en salir por las puertas y a continuación avanzaba sobre el puente levadizo. »Bien, podéis imaginaros cómo fue el día. A vos os trajeron desnuda a través de los pueblos de vuestro propio reino. Ya sabéis lo que supone que todo el mundo os contemple fijamente: soldados, caballeros, pebleyos.

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