El corazón de Bella palpitaba dolorosamente en su pecho cada vez que se la llevaban para prepararla. Si al menos pudiera ver a Alexi, reflexionaba, pero en cieno modo él había perdido parte de su encanto para ella, aunque no estaba segura del motivo. Sin embargo, aquella tarde, mientras permanecía tumbada en su cama, estaba pensando en el príncipe y también en lady Juliana. «Mis amos y señores», susurraba para sus adentros, y se preguntaba cuál era el motivo de que León no le hubiera dado nada para dormir, ya que no estaba cansada en absoluto aunque sí torturada por el pequeño pálpito de pasión que notaba entre sus piernas, como era habitual.
Sólo llevaba una hora descansando cuando lady Juliana vino a buscarla.
—No es que yo lo apruebe del todo —dijo lady Juliana, mientras obligaba a Bella a salir al jardín— pero su majestad tiene que mostraros a esos pobres esclavos que son enviados al pueblo.
Una vez más, el pueblo. Bella intentó esconder su curiosidad. Lady Juliana la azotaba distraída con el cinturón de cuero, con golpes ligeros pero que escocían, mientras bajaban juntas por el camino.
Finalmente llegaron al jardín cercado lleno de árboles florecientes de cortas ramas. En un banco de piedra, Bella vio al príncipe y, junto a él, a un guapo y joven lord que conversaba animadamente con su alteza.
—Es lord Stefan, el primo favorito del príncipe —le confió lady Juliana en voz baja—, a quien debéis mostrar el máximo respeto. Además, hoy se siente bastante desgraciado a causa de su precioso y desobediente príncipe Tristán.
«Ojalá pudiese ver al príncipe Tristán», pensó Bella. No había olvidado la vez que Alexi le dijo que era un esclavo incomparable que sabía el significado de la rendición. Así que había causado problemas... Bella tomó nota de la prestancia de lord Stefan, el pelo dorado y los ojos grises, aunque su joven rostro mostraba tristeza y pesar.
Éste posó su mirada en Bella durante un único segundo, cuando ella se acercó y, aunque pareció reconocer sus encantos, volvió a dirigir su atención al príncipe, que le sermoneaba con severidad.
—Sentís demasiado amor por él, al igual que me sucede a mí con la princesa que veis ante vos. Debéis reprimir vuestro amor como yo debo dominar el mío. Creedme, os entiendo, pese a que os condeno. —Oh, pero el pueblo... —murmuró el joven lord.
—Debe ir, ¡y será lo mejor para él!
—Oh, príncipe inhumano —susurró lady Juliana. Instó a Bella para que se adelantara y besara las botas de lord Stefan mientras ella se hacía sitio entre ambos—. El pobre Tristán pasará todo el verano en el pueblo.
El príncipe levantó la barbilla de Bella y se inclinó para recibir un beso de sus labios que llenó a Bella de un tormento enternecedor. Sin embargo, ella sentía demasiada curiosidad por todo lo que se decía y no se atrevía a hacer el más leve movimiento para atraer la atención de su príncipe.
—Debo preguntaros... —empezó lord Stefan—. ¿Enviaríais a la princesa Bella al pueblo si estuvierais convencido de que se lo merecía?
—Por supuesto que lo haría —contestó el príncipe, aunque su voz no sonaba convincente—. Lo haría al instante.
—¡Oh, pero no podéis! —protestó lady Juliana.
—No se lo merece, así que no importa —insistió el príncipe—. Estamos hablando del príncipe Tristán, y lo cieno es que él, pese a todos los malos tratos y castigos que ha recibido, continúa siendo un misterio para todo el mundo. Necesita los rigores del pueblo al igual que el príncipe Alexi necesitó ir a la cocina para aprender humildad.
Lord Stefan estaba profundamente preocupado y pareció que las palabras rigor y humildad desgarraban sus extrañas. Se levantó y rogó al príncipe que lo acompañara y reflexionara
—Se van mañana. Ya hace bastante calor y los lugareños han empezado a prepararse para la subasta. Lo he enviado al patio de los prisioneros para que esperara allí.
—Venid, Bella —dijo el príncipe levantándose—. Será bueno para vos que veáis esto y podáis entenderlo.
Bella se sentía intrigada y les siguió con interés. Pero la frialdad y severidad del príncipe la inquietaron. Intentó permanecer cerca de lady Juliana mientras emprendían el camino que salía de los jardines, pasaba junto a la cocina y los establos y, finalmente, llegaba a un simple y polvoriento patio en el que vio un gran carro, sin caballo, que se sostenía sobre cuatro ruedas apoyado contra los muros que rodeaban el castillo.
Allí había soldados rasos y criados. Sintió su desnudez mientras la obligaban a seguir al trío tan vistosamente vestido. Sus ronchas y cortes volvían a picarle y, cuando levantó la vista vio, aterrorizada, un pequeño corral, con una valla formada por toscas estacas, en el que un puñado de príncipes y princesas desnudos se hallaban de pie, con las manos atadas por detrás de sus cuellos y circulando en grupo, como si caminar fuera menos agotador que permanecer de pie durante horas.
Un soldado raso con una gruesa correa de cuero soltó en aquel instante un latigazo desde el otro lado de la cerca gritándole a una princesa que corría hacia el centro del grupo para buscar cobijo. Cuando el soldado se fijó en otras nalgas desnudas, también las zurró, lo que provocó el gemido de un joven príncipe que se volvió hacia él lleno de resentimiento.
A Bella le indignó ver que este soldado raso abusaba de unas piernas blancas y de un trasero tan encantadores. No obstante, no podía apartar la mirada de los esclavos que retrocedían del cercado y eran atormentados, desde el otro lado, por otro muchacho gandul y malvado que los azotaba con más fuerza y peores intenciones.
En aquel instante los soldados vieron al príncipe y le rindieron honores, poniéndose rápidamente en posición de firmes.
Al parecer, en ese mismo momento, los esclavos también vieron acercarse al pequeño grupo, y comenzaron a oírse gemidos y quejidos de aquellos quienes, pese a sus mordazas, se esforzaban en hacer oír sus súplicas. Sus gritos amortiguados sonaban como un coro de lamentos.
Todos ellos parecían tan hermosos como cualquier otro esclavo de los que Bella había visto en el castillo y cuando empezaron a retorcerse, y alguno de ellos se dejaba caer de
rodillas ante el príncipe, la princesa distinguió aquí y allá algún precioso sexo de color melocotón bajo los rizos del vello púbico o unos pechos que se agitaban con el llanto. Muchos de los príncipes estaban dolorosamente erectos, como si no pudieran controlarlo. Incluso uno de ellos había pegado los labios al suelo áspero mientras el príncipe, lord Stefan y lady Juliana, con Bella a su lado, se acercaban al pequeño cercado para inspeccionarlos.
La mirada del príncipe era furiosa y distante, pero a lord Stefan se le veía tembloroso. Bella reparó en que miraba fijamente a un príncipe muy digno que no gemía ni se inclinaba, en ningún modo suplicaba clemencia. Era tan rubio como el joven lord, sus ojos muy azules y, aparte del detalle de la cruel mordaza, que le deformaba la boca, mostraba un rostro sereno, como siempre que había visto al príncipe Alexi, y mantenía la vista baja con absoluta humildad. Bella intentó disimular la fascinación que aquellas extremidades exquisitamente esculpidas y su órgano hinchado despertaron en ella. No obstante, y a pesar de su expresión indiferente, parecía profundamente angustiado.
De repente lord Stefan se volvió de espaldas, como si no fuera capaz de dominarse.
—No seáis tan sentimental. Se merece pasar un tiempo en el pueblo —dijo el príncipe con frialdad al tiempo que con un gesto imperioso ordenaba a los otros príncipes y princesas quejumbrosos que se callaran.
Los guardianes, con los brazos cruzados, sonreían ante el espectáculo que tenían a la vista. Bella no se atrevía a mirarlos por temor a que sus miradas se encontraran con la suya, lo cual le supondría una mayor humillación.
Pero el príncipe le ordenó que se adelantara y que se arrodillara para escuchar lo que le iba a enseñar.
—Bella, observad a estos desdichados —dijo el príncipe con obvia desaprobación—. Van al pueblo de la reina, que es el más grande y próspero del reino. Acoge a las familias de todos los que sirven aquí, los artesanos que elaboran nuestras mantelerías, nuestros sencillos muebles, los que nos suministran vino, comida, leche y mantequilla. Allí está la lechería, y crían las aves de corral en sus pequeñas granjas. También allí se encuentra todo lo que en cualquier lugar constituye una ciudad.
Bella miraba fijamente a los príncipes y princesas cautivos que, aunque ya no suplicaban con sus gemidos y gritos, todavía se inclinaban ante su alteza cuya indiferencia hacia ellos era palpable.
—Es quizás el pueblo más bonito de todo el reino —continuó el príncipe—, con un alcalde severo, y muchas posadas y tabernas que son las favoritas de los soldados. Pero también disfruta de un privilegio especial que no se concede a ninguna otra localidad, y éste es el de comprar, en subastas que se celebran durante los meses cálidos de verano, a aquellos príncipes y princesas que necesitan un horrendo castigo. Cualquiera de la ciudad puede adquirir un esclavo si dispone de oro suficiente para ello.
Algunos de los cautivos no podían contenerse y volvían a implorar clemencia al príncipe, quien con un chasquido de los dedos ordenó a los guardianes que utilizaran las correas y las largas palas, lo que de inmediato provocó un tumulto. Los desgraciados y desesperados esclavos se amontonaron aún más, mostrándoles a sus torturadores sus vulnerables pechos y demás órganos, como si debiesen proteger a toda costa sus partes posteriores.
Pero el alto y rubio príncipe Tristán ni siquiera se movió, simplemente permitía que los demás lo empujaran. Su mirada no se desviaba en ningún momento de su señor, aunque por un instante se volvió lentamente y se fijó en Bella.
El corazón de la princesa se encogió. Sintió un leve mareo. Miró fijamente aquellos inescrutables ojos azules al mismo tiempo que pensaba, «Oh, esto es el pueblo».
—Es un vasallaje horrible —continuaba lady juliana implorando al príncipe—. La subasta en sí tiene lugar en cuanto los esclavos llegan al pueblo.
Podéis imaginaros perfectamente que hasta los mendigos y los patanes habituales de la ciudad están allí para presenciarlo. Cómo no, toda la ciudad declara una jornada festiva. Y cada amo se lleva a su pobre esclavo no sólo para degradarlo y castigarlo, sino para realizar penosos trabajos. Sabed que las rudas y prácticas gentes del pueblo no reservan para el simple placer ni siquiera a los príncipes o princesas más encantadores.
Bella recordó la descripción de Alexi de su paso por los pueblos, la alta plataforma de madera en el mercado, la grosera multitud, y los vítores de aquellos testigos de su humillación. Aunque se sentía horrorizada, el sexo le dolía secretamente de deseo.
—Pero pese a toda la brutalidad y crueldad —añadió el príncipe, que dirigió entonces una rápida mirada al inconsolable lord Stefan, quien continuaba inmóvil, de espaldas a los desdichados— es un castigo sublime. Pocos esclavos pueden aprender durante un año de castigos lo que asimilan durante el verano en el pueblo. Además, naturalmente, no les pueden lastimar, al igual que sucede con los esclavos dentro del castillo. Se aplican las mismas normas estrictas: ni cortes, ni quemaduras, ni lesiones serias. Asimismo, cada semana los reúnen en una sala para esclavos donde los bañan y les aplican ungüentos. Así que, a su regreso al castillo no son sólo más dulces o dóciles, sino que han vuelto a nacer con una fuerza y belleza incomparables.
«Sí, como renació el príncipe Alexi», pensó Bella, mientras su corazón palpitaba con fuerza. Se preguntaba si alguien se percataría de su perplejidad y excitación. Veía al distante príncipe Tristán entre los demás, sus serenos ojos azules y fijos en la espalda de su amo, lord Stefan.
La mente de Bella estaba repleta de imágenes espeluznantes. ¿Qué era lo que había dicho Alexi? ¿Que un castigo así había sido clemente y que si le resultaba dificultoso aprender despacio, podría propiciar algún castigo más severo?
Lady Juliana meneaba la cabeza a uno y otro lado mientras hacía pequeños aspavientos: —Pero si sólo estamos en primavera —dijo—. Caray, los pobrecitos van a estar allí eternamente... Oh, con el calor, las moscas y el trabajo. No os imagináis cómo los utilizan. Los soldados llenan las tabernas y las posadas en cuanto son capaces de comprar por unas pocas monedas a un encantador príncipe o a una princesa que de otro modo no poseerían en toda su vida.
—Sois una exagerada—insistió el príncipe. —Pero ¿enviaríais allí a vuestra propia esclava? —lord Stefan apeló de nuevo al príncipe—. ¡No quiero que él vaya! —murmuró— aunque he condenado su actitud incluso ante la reina. —Entonces no tenéis elección; y sí, enviaría a mi propia esclava, aunque ningún esclavo de la reina o del príncipe de la corona haya sido castigado de este modo anteriormente.
El príncipe dio la espalda a los esclavos casi con desprecio. Pero Bella seguía mirándolos y advirtió que el príncipe Tristán se abría camino entre el grupo de cautivos. Llegó hasta el cercado y, aunque un guardia arrogante que se divertía con el grupo consiguió alcanzarle con la correa, no se movió ni mostró el menor malestar.
—Oh, apela a vos—suspiró lady Juliana e, inmediatamente, lord Stefan se volvió y los dos jóvenes se encontraron cara a cara.
Bella observó, como si estuviera sumida en un trance, al príncipe Tristán, que en ese momento se arrodillaba con gran lentitud y elegancia y besaba el suelo ante su amo.
—Es demasiado tarde—dijo el príncipe—. Este pequeño gesto de afecto y humildad no cuenta para nada.
El príncipe Tristán se levantó y permaneció con la mirada baja haciendo gala de una paciencia extraordinaria. Lord Stefan se adelantó y estirándose por encima del cercado lo abrazó apresuradamente. Apretó al príncipe Tristán contra su pecho y lo besó por toda la cara y el pelo. El príncipe cautivo, con las manos ligadas detrás del cuello, le devolvía serenamente los besos.
Su alteza estaba furioso. Lady Juliana se reía. El príncipe apartó a lord Stefan y le dijo que debían alejarse de esos miserables esclavos que al día siguiente estarían en la ciudad.
Más tarde, Bella estaba echada en su cama y todavía era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el pequeño grupo de príncipes cautivos que había visto en el patio para prisioneros. También se imaginaba las estrechas y tortuosas calles de los pueblos por los que había pasado en su viaje. Recordó las posadas con los letreros pintados sobre la entrada, las casas entramadas que oscurecían su camino, y esas ventanas diminutas con paneles romboides.