Sin dramatismos, se repitió mientras el tren cruzaba silbando el paisaje nocturno a toda velocidad. Solo se detuvo una vez antes de llegar a Oslo, junto a un grupo de casas plantadas en un campo blanco. Un perro tiritaba sentado bajo un banco de la estación mientras, en los conos de luz de las farolas, la nieve se agitaba en remolinos. Se parecía a Tinto, el perro juguetón y sin dueño que solía correr por el vecindario de Vukovar cuando él era pequeño. Giorgi y algunos de los chicos mayores le pusieron un collar donde ponía: Nombre: Tinto. Dueño: Svi. Todos. Nadie quería hacerle daño a Tinto. Nadie. Pero a veces eso no era suficiente.
El tren emitió un profundo suspiro antes de reemprender su carrera bajo la nevada.
Jon se fue al otro extremo de la habitación, un rincón que no quedaba visible desde la puerta de entrada de Thea, mientras ella iba a abrir. Distinguió la voz de Emma, la vecina:
—Lo siento, Thea, pero, por lo visto, a este hombre le urge encontrar a Jon Karlsen.
—¿A Jon?
Una voz de hombre:
—Sí, me han dicho que quizá lo encontrara en casa de Thea Nilsen, en esta dirección. No aparece ningún nombre en el timbre de abajo, pero esta señora me ha guiado hasta aquí.
—¿Jon, aquí? No sé cómo…
—Soy policía. Mi nombre es Harry Hole. Se trata del hermano de Jon.
—¿Robert?
Jon se acercó a la puerta. Un hombre de su misma estatura, con ojos de un intenso azul claro, lo miraba desde el umbral.
—¿Ha hecho, Robert, algo malo? —preguntó, intentando ignorar a la vecina que estaba de puntillas para ver por encima del hombro del policía.
—No lo sabemos —contestó el hombre—. ¿Puedo entrar?
—Por favor —dijo Thea.
El policía entró y cerró la puerta ante la cara de decepción de la vecina.
—Me temo que traigo malas noticias. Quizá sea mejor que toméis asiento.
Los tres se sentaron en torno a la mesa del salón. Jon experimentó la sensación de haber recibido un golpe en el estómago y cayó automáticamente hacia delante cuando el policía les contó lo sucedido.
—¿Muerto? —Oyó susurrar a Thea—. ¿Robert?
El policía se aclaró la voz y siguió hablando. Las palabras llegaban hasta Jon como sonidos enigmáticos, crípticos, casi incomprensibles. Fijó la mirada en un punto mientras escuchaba al policía, quien explicaba las circunstancias de la muerte. La boca entreabierta de Thea, el rojo brillante de sus labios húmedos. Su respiración era entrecortada y rápida. Jon no se dio cuenta de que el policía había dejado de hablar hasta que distinguió la voz de Thea.
—¿Jon? Te ha hecho una pregunta.
—Perdona. Yo… ¿Cuál ha sido la pregunta?
—Sé que es un momento muy difícil, pero me preguntaba si sabes de alguien que pudiera desear la muerte de tu hermano.
—¿De Robert? —Jon tuvo la sensación de que todo a su alrededor sucedía a cámara lenta, incluso su propio gesto de negación.
—De acuerdo —dijo el policía sin anotar nada en el bloc que había sacado—. ¿Algo en su trabajo o en su vida privada que pudiese despertar la enemistad de alguien?
Jon oyó su propia risa fuera de lugar.
—Robert formaba parte del Ejército de Salvación —repuso—. Nuestro enemigo es la pobreza. Material y espiritual. Rara vez nos matan por eso.
—Ya. Eso es trabajo, pero, ¿qué pasa con la vida privada?
—Lo que acabo de decir vale para el trabajo y la vida privada.
El policía esperó.
—Robert era buena persona —contestó Jon, que ya notaba que la voz empezaba a fallarle—. Leal. Caía bien a todo el mundo. Él… —Se le quebró la voz.
El policía echó un vistazo alrededor de la habitación. No estaba demasiado cómodo con la situación, pero esperó. Y esperó.
Jon tragaba saliva una y otra vez.
—Quizá fuese un poco alocado de vez en cuando. Un tanto… impulsivo. Es posible que algunos lo tomaran por cínico. Pero era su forma de ser. En el fondo, era inofensivo.
El policía se volvió hacia Thea y miró el bloc de notas.
—Tú eres Thea Nilsen, la hermana de Rikard Nilsen, según tengo entiendo. ¿Concuerda eso con tu impresión sobre Robert Karlsen?
Thea se encogió de hombros.
—Yo no conocía muy bien a Robert. Él… —Se cruzó de brazos y evitó la mirada de Jon—. Por lo que yo sé, nunca ha hecho daño a nadie.
—¿Dijo Robert algo que indujese a pensar que tenía problemas con alguien?
Jon negó firmemente con la cabeza, como procurando deshacerse de lo que tenía dentro. Robert estaba muerto. Muerto.
—¿Debía, Robert, dinero a alguien?
—No. Bueno sí, un poco a mí.
—¿Estás seguro de que no debía nada a ninguna otra persona?
—¿Qué quieres decir?
—¿Robert se drogaba?
Jon miró, incrédulo, al policía antes de contestar otra vez:
—Rotundamente, no.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? No siempre…
—Trabajamos con drogadictos. Conocemos los síntomas. Y Robert no tomaba drogas, ¿vale?
El policía asintió con la cabeza y tomó nota.
—Lo siento, pero tenemos que hacer este tipo de preguntas. Naturalmente, no podemos descartar que la persona que disparó solo fuera un perturbado mental, y Robert, una víctima elegida al azar. O bien, dado que el soldado del Ejército de Salvación que vigila la olla navideña se ha convertido prácticamente en un símbolo, cabe la posibilidad de que el asesinato fuera una manifestación contra la organización. ¿Sabéis si hay algo que pueda apoyar esta teoría?
Como si estuvieran sincronizados, ambos jóvenes negaron con la cabeza.
—Gracias por vuestra ayuda. —El policía guardó el bloc de notas en el bolsillo del abrigo y se levantó—. No hemos conseguido el número de teléfono ni la dirección de tus padres…
—Yo me encargo —dijo Jon con la mirada perdida en el vacío.
—¿Estáis seguros?
—¿Seguros, de qué?
—De que se trata de Robert.
—Sí, me temo que es él.
—Pero eso es todo lo que sabéis con certeza —dijo Thea, de repente—. Porque no sabéis nada más.
El policía se detuvo ante la puerta, reflexionando sobre lo que la joven acababa de decir.
—Creo que eso resume la situación con bastante exactitud —admitió al fin.
A las dos de la madrugada dejó de nevar. Las nubes que habían planeado sobre la ciudad como un telón negro y pesado fueron retirándose, y vino a sustituirlas una luna grande y amarilla. Bajo el cielo desnudo, la temperatura empezó a bajar otra vez, haciendo crujir las paredes de las casas.
J
UEVES, 17 DE DICIEMBRE
E
L INCRÉDULO
Siete días antes de Navidad amaneció con un frío tal que se diría que un guante de acero atenazaba a quienes, raudos y silenciosos, se movían por las calles de Oslo, concentrados en llegar a cualquier sitio donde evitar sus garras.
Harry estaba en la sala de reuniones de la zona roja de la comisaría general, escuchado la deprimente explicación de Beate Lønn mientras intentaba ignorar los periódicos que tenía delante, sobre la mesa. Todos dedicaban la primera página al asesinato, todos mostraban las fotos granuladas de la plaza de Egertorget sumida en la oscuridad del invierno, y remitían a las dos o tres páginas del periódico en las que desarrollaban la noticia. El
VG
y el
Dagbladet
habían logrado reproducir algo que, con un poco de buena voluntad, podría llamarse un retrato de Robert Karlsen basado en conversaciones casuales recopiladas de amigos y conocidos. «Un gran tipo». «Siempre dispuesto a ayudar». «Trágico». Harry los había leído sin concederles el menor interés. No habían conseguido localizar a los padres, y el
Aftenposten
era el único que había conseguido citar a Jon. «Incomprensible», rezaba el sucinto titular que acompañaba la foto de un chico, que, con el pelo revuelto y expresión desconcertada, posaba delante del edificio de la calle Gøteborggata. Firmaba la noticia un viejo conocido, Roger Gjendem.
Harry se rascó el muslo a través de un agujero en el vaquero y lamentó no haberse puesto unos leotardos. Acababa de llegar al trabajo, a las siete y media de la mañana, cuando se dirigió al despacho de Hagen dispuesto a averiguar quién sería el responsable de la investigación. Hagen lo miró y contestó que el jefe superior de la policía judicial y él habían decidido que fuera Harry. «De momento», añadió. Y Harry, que no quiso pedirle que explicara qué quería decir con ese «de momento», asintió con la cabeza y se marchó.
Doce investigadores del grupo de Delitos Violentos, además de Beate Lønn y Gunnar Hagen, que solo quería «estar al corriente», llevaban reunidos desde las diez de la mañana.
El resumen ofrecido por Thea Nilsen la noche anterior seguía siendo válido.
En primer lugar, no contaban con ningún testigo. Ninguno de los presentes en la plaza de Egertorget había visto nada relevante. Seguían comprobando las grabaciones de las cámaras de vigilancia de los alrededores, pero, hasta el momento, no habían revelado ningún dato de interés. Ninguno de los empleados de las tiendas y los restaurantes de Karl Johan con los que habían hablado notaron nada fuera de lo normal, y no se había presentado ningún otro testigo. Beate, que había recibido las instantáneas tomadas la noche anterior por el fotógrafo del
Dagbladet
, se vio obligada a informar de que o bien eran fotografías tomadas muy de cerca, de grupos de niñas que sonreían felices, o bien eran planos generales pixelados como para distinguir los rasgos de la gente. Se había encargado de ampliar las partes en las que aparecía gente delante de Robert Karlsen, pero no se veía un arma ni ninguna otra cosa que les permitiera identificar a la persona que buscaban.
En segundo lugar, no tenían ninguna prueba técnica aparte de la que había aportado el experto en balística de la científica al confirmar que la bala que perforó la cabeza de Robert Karlsen pertenecía al casquillo que habían encontrado.
Y en tercer lugar, no tenían móvil.
Beate Lønn concluyó su exposición, y Harry le dio la palabra a Magnus Skarre.
—Esta mañana he estado hablando con la encargada de la tienda Fretex, en la calle Kirkeveien, donde trabajaba Robert Karlsen —dijo Skarre
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, a quien el destino, con esa tendencia suya al humor retorcido, había otorgado esa forma de hablar con la erre parisina que sugería su apellido—. Estaba muy afectada y ha comentado que Robert caía bien a todo el mundo, que era un hombre encantador, que siempre estaba de buen humor. Ahora bien, dijo que podía ser un tanto caprichoso. Que de vez en cuando no se presentaba en el trabajo y esas cosas. Pero no creía que tuviera enemigos.
—Lo mismo han dicho las personas con las que he hablado yo —añadió Halvorsen.
Gunnar Hagen permaneció sentado durante toda la conversación, con las manos en el cogote mirando a Harry con una sonrisa leve y expectante, como si estuviera asistiendo a la exhibición de un mago y esperara que Harry sacase el conejo de la chistera. Pero él no guardaba ningún conejo, sino los inquilinos de siempre. Las teorías.
—¿Hipótesis? —dijo Harry en voz alta—. Venga, ahora podéis decir gilipolleces, el permiso termina en cuanto acabe esta reunión.
—Fue asesinado de un tiro a plena luz del día —dijo Skarre—. Solo hay un gremio que se dedique a esas cosas. Se trata de una ejecución realizada de forma profesional para servir de ejemplo a otros que no pagan sus deudas con las drogas.
—Podría ser —dijo Harry—. Pero ninguno de los vigilantes de Estupefacientes ha visto ni oído hablar de Robert Karlsen. Está limpio, no hay nada en el registro penal ni en el SSP, el registro policial central. ¿Alguien conoce a algún adicto sin blanca al que no hayan detenido nunca por algo?
—Y el forense no encontró rastro de sustancias ilegales en los análisis de sangre —añadió Beate—. Ni menciona marcas de agujas u otros indicios.
Hagen carraspeó y los demás se volvieron hacia él.
—Naturalmente, un soldado del Ejército de Salvación no está involucrado en asuntos de esa índole. Continúa.
Harry vio que a Magnus Skarre le salían unas manchas rojas en la frente. Skarre era un chico bajo, ex gimnasta, con el pelo castaño y liso y la raya a un lado. Era uno de los investigadores más jóvenes, un trepa arrogante y ambicioso cuya manera de ser recordaba a la del joven Tom Waaler, pero sin su inteligencia y talento excepcionales para el trabajo policial. Durante el último año habían limado un tanto la autoestima de Skarre, y Harry empezaba a pensar que, a pesar de todo, no era imposible que llegase a ser un buen policía.
—Por otro lado, parece que Robert Karlsen era de natural curioso —dijo Harry—. Y sabemos que en las tiendas Fretex trabajan drogadictos que cumplen libertad condicional. Curiosidad y posibilidad constituyen una mala combinación.
—Justo —convino Skarre—. Y cuando pregunté a la señora de Fretex si Robert era soltero, dijo que creía que sí. Pero que una chica extranjera que parecía muy joven había ido a preguntar por él varias veces. Cree que la chica era de algún lugar de Yugoslavia. Apuesto a que es albanokosovar.
—¿Por qué? —preguntó Hagen.
—Albanokosovar. Drogas, ¿no es verdad?
—Vaya —observó Hagen balanceándose en la silla—. Se diría que tienes unos prejuicios muy arraigados, joven.
—Correcto —dijo Harry—. Y nuestros prejuicios resuelven casos. Porque no se basan en la falta de conocimiento, sino en hechos y experiencia. Por lo tanto, en esta sala nos reservamos el derecho a discriminar a todo el mundo, sin distinción de raza, religión o sexo. Nuestra única defensa es que no solo se discrimina a los más débiles.
Halvorsen sonrió. Ya había oído aquel discurso.
—Según las estadísticas, los homosexuales, los creyentes y las mujeres observan más la ley que los hombres heterosexuales entre dieciocho y sesenta años. Pero si eres mujer, homosexual, creyente y albanokosovar, la probabilidad de que vendas droga es mayor que la que existe si eres un motero feo y gordo, llevas un tatuaje en la frente y hablas noruego. Si tenemos que elegir, y eso es lo que debemos hacer, traemos primero a la albanesa para interrogarla. ¿Injusto para con los albanokosovares que cumplen la ley? Por supuesto. Pero como trabajamos con probabilidades y recursos limitados, no podemos permitirnos despreciar el conocimiento allí donde podamos hallarlo. Si la experiencia nos hubiera enseñado que una mayoría sorprendente de los que cogimos en la aduana de Gardermoen utilizaban sillas de ruedas y pasaban droga en los orificios corporales, los habríamos levantado de las sillas, nos abríamos puesto los guantes de látex y nos los abríamos follado con el dedo, uno a uno. Claro que nos callamos estas cosas cuando hablamos con la prensa.