Pidió a Alex que lo intentara añadiendo «pañuelo rojo» o «bufanda» a los criterios de búsqueda.
Halvorsen oyó la risotada de Alex.
—Gracias, Alex. Hablaremos.
Harry colgó.
—¿Y? —preguntó Halvorsen—. ¿Aún se sostiene tu teoría?
Harry afirmó con la cabeza. Se había hundido un poco más en la silla, pero de pronto se irguió muy decidido.
—Hay que empezar de nuevo. ¿Qué tenemos? ¿Nada? Estupendo, me gustan las hojas en blanco.
Halvorsen recordó que Harry había dicho una vez que lo que diferenciaba al buen investigador del mediocre era su capacidad para olvidar. Un buen investigador olvida todas las ocasiones en las que le ha fallado la intuición, no recuerda las pistas en las que había confiado antes de darse cuenta de que lo habían desviado del objetivo. Y el que, con espíritu ingenuo y olvidadizo, volvía a empezar de cero con renovado entusiasmo.
Sonó el teléfono y Harry cogió el auricular.
—Harr… —Pero la persona que llamaba se le había adelantado.
Harry se levantó detrás de la mesa y Halvorsen vio que este tenía los nudillos blancos de tanto apretar el teléfono.
—
Wait, Alex
. Voy a pedirle a Halvorsen que tome nota.
Harry tapó el auricular con la mano y se dirigió a Halvorsen:
—Ha hecho un último intento, solo por diversión. Ha omitido «croata», «nueve milímetros» y todo lo demás y ha buscado exclusivamente «bufanda roja». Ha obtenido cuatro resultados. Cuatro asesinatos realizados con pistola por un profesional, en los cuales los testigos apuntan a un supuesto autor con bufanda roja. Anota Zagreb en 2000 y 2001, Munich en 2002 y París en 2003.
Harry volvió al auricular.
—
This is our man, Alex
. No, no estoy seguro, pero mi estómago sí lo está. Y la razón me dice que dos asesinatos en Croacia no son fruto de la casualidad. ¿Tienes algún otro detalle de su descripción que Halvorsen pueda anotar?
Halvorsen vio que Harry se quedaba boquiabierto.
—¿Qué quieres decir con «ninguna descripción»? Si se acordaban de la bufanda, deberían haberse fijado en algo más. ¿Cómo? ¿Estatura normal? ¿Eso es todo?
Harry negaba, incrédulo, con la cabeza mientras escuchaba.
—¿Qué dice? —susurró Halvorsen.
—Que ahí hace aguas la cosa —dijo Harry en voz baja.
Halvorsen anotó «hace aguas».
—Sí, estaría bien que me enviaras los detalles por correo electrónico. Bueno, gracias por todo, Alex. Si encuentras más información, como un posible paradero o algo así, llámame, ¿vale? ¿Cómo? Ja, ja, ja. Sí, pronto te enviaré una grabación con mi mujer.
En cuanto colgó, notó la mirada inquisitiva de su colega.
—Una vieja broma —explicó Harry—. Alex cree que todos los matrimonios escandinavos graban películas porno caseras.
Mientras buscaba otro número de teléfono, se dio cuenta de que Halvorsen seguía mirándolo. Lanzó un suspiro.
—Ni siquiera he estado casado, Halvorsen.
Magnus Skarre tuvo que gritar para acallar el ruido de la cafetera que sonaba como si padeciera una grave enfermedad pulmonar.
—Quizá sean diferentes asesinos que pertenecen a una liga hasta ahora desconocida que utiliza bufandas rojas a modo de uniforme.
—Bobadas —dijo Toril Li con voz monótona poniéndose detrás de Skarre en la cola del café. Llevaba en la mano una taza vacía con una leyenda que rezaba: «La mejor mamá del mundo».
Ola Li dejó escapar una risita gutural. Estaba sentado a la mesa, tras la pequeña cocina que, en la práctica, hacía las funciones de cantina del grupo de Violencia y Delitos Sexuales.
—¿Bobadas? —repitió Skarre—. Tal vez sea terrorismo, ¿no? Guerra Santa contra los cristianos. Musulmanes. En ese caso, se desatará el infierno en la tierra. O a lo mejor son
españacos
, usan bufandas rojas…
—Ellos prefieren que los llamen españoles —se mofó Toril Li.
—Vascos —matizó Halvorsen, que estaba sentado a la mesa en frente de Ola Li.
—¿Qué?
—Carreras de toros. San Fermín, en Pamplona. Navarra.
—¡ETA! —gritó Skarre—. ¡Joder! ¿Cómo no hemos pensado en ellos?
—Habrías sido un buen guionista —dijo Toril Li. Ola Li se rio de buena gana, pero, como de costumbre, no hizo comentario alguno.
—Vosotros dos deberíais limitaros a los atracadores de banco consumidores de Rohypnol —masculló Skarre refiriéndose a Toril Li y Ola Li, que no estaban ni casados ni emparentados, pero ambos procedentes del grupo de Atracos.
—Ya, lo que ocurre es que los terroristas son los únicos que suelen reivindicar los asesinatos que cometen —dijo Halvorsen—. Los cuatro casos de los que nos informaron desde la Europol han sido del tipo
hit and run
, y después silencio total. La mayoría de las víctimas se han visto involucradas en algún asunto sucio. Las dos víctimas de Zagreb eran serbios a los que declararon inocentes con relación a crímenes de guerra; la de Múnich había amenazado la hegemonía de un reyezuelo local del gremio del tráfico de personas. Y la de París tenía dos condenas por pederastia.
Harry Hole entró con una taza en la mano. Skarre, Li y Li llenaron sus tazas de café, y en vez de sentarse, se marcharon. Halvorsen ya sabía que Harry era capaz de provocar ese efecto entre sus colegas. El comisario se sentó y Halvorsen advirtió que venía con el ceño fruncido.
—Ya casi han pasado veinticuatro horas —dijo Halvorsen.
—Sí —contestó Harry mirando el interior de la taza, que seguía vacía.
—¿Pasa algo?
Harry parecía vacilar.
—No lo sé. Llamé a Bergen para hablar con Bjarne Møller, por si podía darme alguna idea constructiva.
—¿Y qué te dijo?
—Nada, en realidad. Me pareció… —Harry buscaba la palabra—. Solitario.
—¿No está la familia allí con él?
—Por lo visto, llegarán más adelante.
—¿Problemas?
—No lo sé. No sé nada.
—Entonces, ¿qué te preocupa?
—Que estaba borracho.
Halvorsen golpeó sin querer la taza y derramó un poco de café.
—¿Møller? ¿Borracho en el trabajo? Estarás de coña.
Harry no contestó.
—Quizás estuviera enfermo… —se apresuró a replicar Halvorsen.
—Reconozco la voz de un borracho, Halvorsen. Tengo que ir a Bergen.
—¿Ahora? Harry, estás al frente de una investigación de asesinato.
—Será ir y volver. Tendrás que ocuparte mientras esté fuera.
Halvorsen sonrió.
—¿Te estás haciendo viejo, Harry?
—¿Viejo? ¿A qué te refieres?
—Viejo y humano. Es la primera vez que te veo darle prioridad a los vivos por encima de los muertos.
Halvorsen se arrepintió de lo que acababa de decir en cuanto vio la expresión de Harry.
—No quería…
—No pasa nada —dijo Harry levantándose rápidamente—. Quiero que consigas las listas de pasajeros de las compañías aéreas que ofrezcan vuelos de ida y vuelta a Croacia. Pregunta en la comisaría del aeropuerto de Oslo si necesitas una petición del abogado policial. Si te exigen una orden judicial, ve al juzgado y que te la den en el acto. Cuando tengas las listas, llama a Alex de la Europol y pídele que nos haga el favor de comprobar los nombres. Dile que es para mí.
—¿Tan seguro estás de que querrá prestarnos su ayuda?
Harry asintió con la cabeza.
—Mientras tanto, Beate y yo iremos a hablar con Jon Karlsen.
—Ah, ¿sí?
—Hasta ahora solo nos han contado historias bonitas sobre Robert Karlsen. Creo que hay algo más.
—¿Y por qué no me llevas a mí?
—Porque, al contrario de lo que te ocurre a ti, Beate sabe cuándo alguien miente.
Tomó aire antes de subir la escalera del restaurante Biscuit.
A diferencia de la noche anterior, ahora apenas había gente. En cualquier caso, el camarero que se apoyaba en el marco de la puerta que daba al comedor era el mismo. El de los rizos como los de Giorgi y los ojos azules.
—
Hello there
—dijo el camarero—. No te había reconocido.
Parpadeó sorprendido al darse cuenta de que aquel saludo significaba que alguien lo
había
reconocido.
—Reconozco ese abrigo —añadió el camarero—. Muy elegante, por cierto. ¿Es camello?
—Eso espero —sonrió vacilante.
El camarero rio y le puso la mano en el brazo. No advirtió temor en los ojos del camarero, así que llegó a la conclusión de que no sospechaba nada. Confiaba en que su actitud implicara que la policía no había estado allí ni tampoco había encontrado el arma.
—No voy a comer —dijo—. Solo quería utilizar los servicios.
—¿Los servicios? —preguntó el camarero y él notó que los ojos azules del camarero buscaban los suyos.
—¿Has venido hasta aquí para utilizar los servicios? ¿En serio?
—Solo una visita rápida —dijo tragando saliva. La presencia del camarero lo incomodaba.
—Una visita rápida —repitió el camarero—.
I see
.
En los servicios no había nadie y olía a jabón. Pero no a libertad.
El olor a jabón se volvió aún más intenso cuando levantó la tapa de la jabonera que había sobre el lavabo. Se subió la manga de la chaqueta y metió la mano en el pastoso líquido verde y frío. Por un instante temió que hubiesen cambiado la jabonera. Pero entonces la notó. Fue sacándola despacio hacia arriba y el jabón chorreante parecía una prolongación de los dedos, ahora largos y verdes, que se extendían hacia la porcelana blanca del lavabo. Tras un buen lavado y un poco de lubricante, la pistola quedaría como nueva. Y aún le quedaban seis balas en la recámara. Se apresuró a enjuagarla y, cuando estaba a punto de meterla en el bolsillo del abrigo, se abrió la puerta.
—
Hello again
—musitó el camarero sonriendo de oreja a oreja. Pero la sonrisa se le borró de la cara al ver la pistola.
Dejó que el arma se deslizara rápidamente dentro del bolsillo, murmuró un
goodbye
y pasó apresuradamente junto al camarero antes de cruzar el estrecho umbral de la puerta. Al pasar, notó en la cara la respiración jadeante del camarero; y también notó su erección en el muslo…
No volvió a sentir su propio corazón hasta verse fuera, en el frío. Los latidos. Como si tuviera miedo. La sangre fluía de nuevo por su cuerpo procurándole calidez y liviandad.
Jon Karlsen salía cuando Harry llegó a la calle Gøteborggata.
—¿Ya es la hora? —preguntó Jon mirando el reloj un tanto confuso.
—Llego un poco pronto —dijo Harry—. Mi colega vendrá luego.
—¿Tengo tiempo de comprar leche? —Llevaba una chaqueta fina; el pelo, recién peinado.
—Por supuesto.
La tienda quedaba en la esquina, al otro lado de la calle. Mientras Jon sacaba la cantidad necesaria para pagar un litro de leche semidesnatada, Harry contemplaba fascinado la suntuosa selección de adornos para el árbol de Navidad que había entre el papel higiénico y los paquetes de cereales. Ninguno de los dos dijo nada al reparar en el soporte de periódicos que habían colocado delante de la caja, donde, en llamativos titulares, se leía: «El asesinato de la plaza de Egertorget». La primera página del
Dagbladet
exhibía una parte borrosa y muy pixelada de la fotografía del público que hizo Wedlog, con un círculo rojo alrededor de la persona que llevaba la bufanda y el siguiente pie de foto: «El hombre que busca la policía».
Salieron, y Jon se detuvo delante de un mendigo pelirrojo de bigote largo estilo años setenta. Hurgó un buen rato en el bolsillo hasta encontrar algo que dejó caer en el vaso de papel marrón.
—No tengo gran cosa que ofrecer —dijo Jon a Harry—. Si te soy sincero, el café lleva bastante tiempo en la cafetera. Lo más probable es que sepa a asfalto.
—Bien, me gusta así.
—¿A ti también? —Jon Karlsen esbozó una pálida sonrisa—. ¡Ay! —Jon se llevó la mano a la cabeza y miró al mendigo—. Pero ¿qué haces? ¿Me has tirado el dinero? —preguntó sorprendido.
El mendigo resopló indignado bajo el bigote y gritó con voz clara:
—¡Solo se admiten monedas de curso legal! ¡Gracias!
El apartamento de Jon Karlsen era idéntico al de Thea Nilsen. Estaba limpio y ordenado, pero la decoración interior ostentaba un aire inconfundible a soltería. Harry se hizo tres suposiciones rápidas: que los muebles, viejos pero cuidados, venían del mismo establecimiento que los suyos, Elevator, en la calle Ullevålsveien; que Jon no había visitado la exposición de arte que publicitaba el solitario cartel de la pared del salón; y que había comido más veces encorvado sobre la mesita que había frente al televisor, que en la mesa de comedor que tenía en la cocina americana. Sobre la estantería, no demasiado llena, descansaba la fotografía de un hombre que lucía el uniforme del Ejército de Salvación y que miraba hacia la habitación con expresión dominante.
—¿Tu padre? —preguntó Harry.
—Sí —contestó Jon antes de sacar dos tazas del armario de la cocina y verter el café de una jarra de cristal chamuscada.
—Os parecéis.
—Gracias —repuso Jon—. Espero que sea verdad.
Cogió las tazas y las puso en la mesa del salón, donde también dejó el cartón de leche recién comprado, sobre una colección de manchas circulares en la superficie lacada que marcaban la parte de la mesa en la que solía comer. Harry estuvo a punto de preguntar cómo habían recibido sus padres la noticia de la muerte de Robert, pero cambió de idea.
—Empecemos por la hipótesis —dijo Harry—. Es decir, creemos que tu hermano fue asesinado porque le hizo algo a alguien. Engañarlo, pedirle dinero prestado, insultarlo, hacerle daño, lo que sea. Tu hermano era un buen chico, en eso coinciden todos. Y esa suele ser la característica que se nos presenta al principio de un caso de asesinato: la gente prefiere hablar de las virtudes. Pero casi todos nosotros tenemos un lado oscuro. ¿Qué piensas tú?
Jon hizo un gesto afirmativo que Harry no pudo identificar con certeza como una expresión de conformidad.
—Debemos arrojar un poco de luz sobre el lado nocturno de Robert.
Jon le miró sin comprender.
Harry carraspeó.
—Vamos a empezar por el dinero. ¿Robert tenía problemas económicos?
Jon se encogió de hombros.
—No. Y sí. No vivía derrochando, así que dudo que acumulase una deuda muy grande, si te refieres a eso. Si pedía prestado, me lo pedía a mí, o eso creo. Bueno, prestado, lo que se dice prestado… —Jon sonrió melancólicamente.