El redentor (24 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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—Eso es intervención telefónica. Necesitamos una autorización judicial y puede llevarnos días.

—No es una intervención telefónica, solo queremos la dirección de quien realiza la llamada.

—Me temo que Telenor no captará la diferencia.

—Tú dile a Torkildsen que has hablado conmigo, ¿de acuerdo?

—¿Puedo preguntar por qué iba a querer arriesgar por ti su puesto de trabajo?

—Una vieja historia. Lo salvé de una paliza en los calabozos hace unos años. Tom Waaler y sus colegas, ya sabes cómo se ponen algunos cuando pillan a exhibicionistas y ese tipo de gente.

—¿Así que es un exhibicionista?

—Bueno, ex, en todo caso. Y cambia favores por silencio con sumo gusto.

—Entiendo.

Harry colgó. Estaban en marcha, y ya no sentía el viento del norte, ni el bombardeo de las agujas de nieve. A veces el trabajo podía hacerlo verdaderamente feliz. Dio la vuelta y puso rumbo a la Comisaría General.

En su habitación individual del hospital de Ullevål, Jon notó que el teléfono vibraba bajo la sábana y lo cogió enseguida.

—¿Sí?

—Soy yo.

—Ah, hola —dijo sin conseguir ocultar su decepción.

—Se diría que esperabas que fuera otra persona —repuso Ragnhild, con ese tono un poco demasiado alegre que delata a una mujer dolida.

—No puedo hablar mucho —se excusó Jon echando un vistazo a la puerta.

—Solo quería decirte que es horrible lo que le ha ocurrido a Robert —dijo Ragnhild—. Y que te acompaño en el sentimiento.

—Gracias.

—Tiene que ser muy doloroso. Por cierto, ¿dónde estás? He intentado llamarte a casa.

Jon no contestó.

—Mads trabaja hasta tarde así que, si quieres, puedo ir a verte.

—No, gracias, Ragnhild, estoy bien.

—He pensado en ti. Está muy oscuro y hace frío. Tengo miedo.

—Tú nunca tienes miedo, Ragnhild.

—Algunas veces, sí —rebatió fingiendo sentirse dolida—. Aquí hay demasiadas habitaciones vacías.

—Múdate a una casa más pequeña. Tengo que colgar, no nos permiten usar el móvil.

—¡Espera! ¿Dónde estás, Jon?

—Me he agenciado una pequeña conmoción cerebral. Estoy en el hospital.

—¿Qué hospital? ¿Qué habitación?

Jon se sorprendió.

—La mayoría habría empezado por preguntar qué me produjo la conmoción cerebral.

—Sabes que odio no saber dónde estás.

Jon se imaginaba a Ragnhild entrando al día siguiente con un gran ramo de flores en el horario de visitas. Y la mirada interrogante que Thea le lanzaría primero a ella y luego a él.

—Oigo acercarse a la enfermera —susurró—. Tengo que colgar.

Apretó el botón de
off
. Y miró al techo hasta que el teléfono cesó de emitir su sonido de despedida y la pantalla se apagó. Ragnhild tenía razón. Estaba
oscuro
. Pero era
él
quien tenía miedo.

Ragnhild Gilstrup estaba junto a la ventana con los ojos cerrados. Miró el reloj. Mads le había dicho que tenía una reunión de junta y que llegaría tarde. Últimamente siempre hacía lo mismo. Antes concretaba la hora y llegaba puntual o incluso se adelantaba. No es que ella deseara que volviese más pronto a casa, pero le resultaba un tanto extraño. Un tanto extraño, eso era todo. Tan extraño como la lista de llamadas que acompañaba la última factura del teléfono fijo. Ella no había solicitado esa información. Pero allí estaba, cinco hojas en A4 con más datos de lo necesario. Debía dejar de llamar a Jon, pero no podía. Porque tenía esa mirada. La mirada de Johannes. No era una mirada buena, sabia, dulce, nada por el estilo, sino una mirada capaz de leer sus pensamientos antes de que ella pudiera impedirlo. Una mirada que la veía tal como era. Y que, aun así, le gustaba.

Abrió los ojos de nuevo y contempló la parcela de seis mil metros cuadrados de terreno rústico. La vista le recordaba el internado de Suiza. La nieve iluminaba el amplio dormitorio proyectando una luz blanca azulada en el techo y las paredes.

Fue ella quien insistió en que se construyesen allí la casa, en las alturas, encima de la ciudad. Sí, en pleno bosque. Dijo que tal vez así se sentiría menos encerrada y oprimida. Y su marido, Mads Gilstrup, que siempre creyó que se refería a la opresión de la ciudad, se prestó a invertir en ello el dinero que tenían ahorrado. Aquella maravilla les había costado veinte millones. Cuando se mudaron a su nuevo hogar, Ragnhild tuvo la sensación de haber salido de la celda al patio. Sol, aire, espacio. Pero seguía encerrada. Igual que en el internado.

Había ocasiones, como esa noche, en que se preguntaba cómo había podido acabar así. Teniendo en cuenta las circunstancias externas, había ocurrido lo siguiente. Mads Gilstrup era el heredero de una de las mayores fortunas de Oslo. Lo conoció cuando estudiaba en las afueras de Illinois, en Chicago, Estados Unidos, donde ambos cursaron estudios de economía en universidades de clase media más prestigiosas que cualquier buena institución docente de Noruega y, por si fuera poco, más divertidas. Ambos venían de familias acaudaladas, la de él más que la de ella. La familia de él procedía de cinco generaciones de armadores de antigua fortuna, la suya era una familia sencilla de campesinos cuyo dinero aún olía a tinta de imprenta y a piscifactoría. Vivieron en la encrucijada de los subsidios a la agricultura y el orgullo herido, hasta que su padre y su tío vendieron sus respectivos tractores e invirtieron en un pequeño criadero en el fiordo, frente la ventana de su salón, en una peña del Agder occidental azotada por el viento. Era el momento perfecto, la competencia, mínima, los precios por kilo, astronómicos y en cuatro años de prosperidad se hicieron multimillonarios. Derribaron la casa de la peña y la sustituyeron por otra con forma de pastel de nata, más grande que el granero, con ocho balcones y garaje doble.

Ragnhild acababa de cumplir dieciséis años cuando su madre la trasladó de una peña a otra. La escuela privada para chicas de Aron Schüster, que se encontraba en un pueblo suizo a novecientos metros sobre el nivel del mar, donde había seis iglesias y una cervecería. La razón que le dieron a Ragnhild fue que aprendería francés, alemán e historia del arte, asignaturas que le serían muy útiles, dado que el precio del kilo de pescado de piscifactoría subía constantemente.

Pero la verdadera razón del destierro fue, por supuesto, su novio Johannes. Johannes, el de las manos calientes; Johannes, el de la voz suave y aquella mirada que le leía el pensamiento antes de que ella pudiera impedirlo. El campesino Johannes que no llegaría a ninguna parte. Todo cambió después de Johannes. Ella cambió después de Johannes.

En la escuela privada de Aron Schüster se libró de las pesadillas, del sentimiento de culpabilidad y del olor a pescado, y aprendió todo lo que las chicas jóvenes necesitaban para procurarse un marido de su clase o de una clase superior. Y con el instinto de supervivencia innato que le permitió subsistir en la peña de Noruega, fue enterrando, lenta pero segura, a la Ragnhild que Johannes veía con tanta claridad, y se convirtió en la Ragnhild que viajaba a lugares, que construía su futuro y que no dejaba que nadie se interpusiera en su camino, y mucho menos las arrogantes francesas de clase alta, ni las danesas consentidas que cuchicheaban en los rincones y decían que no importaba el empeño que pusieran las chicas como Ragnhild, porque siempre serían provincianas y vulgares.

Su pequeña venganza fue seducir al señor Brehmer, el joven profesor de alemán del que todas andaban enamoradas. Los profesores vivían en un edificio que quedaba frente al de las alumnas, y ella solo tuvo que cruzar la plaza adoquinada y llamar a la puerta de su pequeña habitación. Lo visitó cuatro veces. Y cuatro noches volvió cruzando la plaza y repiqueteando con los tacones en los adoquines, hasta que el ruido resonaba en los muros de los edificios que se alzaban a ambos lados.

Empezaron a circular los rumores y ella hizo poco o nada para detenerlos. Cuando se enteraron de que el señor Brehmer había renunciado a su puesto y se había marchado a toda prisa para ocupar un puesto de profesor en Zúrich, Ragnhild sonrió triunfal ante los rostros compungidos de las jovencitas de la clase.

Tras el último año de colegio en Suiza, Ragnhild regresó a casa. Por fin en casa, pensó. Pero allí estaba la mirada de Johannes. En la plata del fiordo, en las sombras verdinegras del bosque, tras el negro reluciente de las ventanas del templo o en los coches que pasaban a toda prisa dejando tras de sí una nube de polvo amargo que le crujía entre los dientes. Cuando llegó de Chicago la carta con la oferta de una plaza de estudios,
business administration
,tres años para la diplomatura, cinco para el máster, le pidió a su padre que transfiriera enseguida el dinero necesario para pagarse los estudios.

Partir fue un alivio. Volvía a ser la nueva Ragnhild. Tenía ganas de olvidar, pero para eso necesitaba un proyecto, una meta. Y la encontró en Chicago. En Mads Gilstrup.

Creyó que le sería fácil puesto que, al fin y al cabo, ya tenía la base teórica y práctica para seducir a chicos de clase alta. Y era guapa. Eso le decía Johannes, y otros lo repitieron después. Sus ojos tenían la culpa. Le había tocado en suerte la bendición de tener el iris azul claro de su madre y una esclerótica especialmente pura y blanca que, según decían y estaba científicamente probado, atraía al sexo opuesto, ya que significaba buena salud y buenos genes. Por esa misma razón, rara vez se la veía con gafas de sol, a no ser que tuviera previsto causar efecto al quitárselas en un momento especialmente favorable.

Había quienes decían que se parecía a Nicole Kidman. Ella entendía a qué se referían. Era guapa de un modo rígido y severo. Tal vez ahí estaba la clave. En lo severo. Porque cuando intentaba acercarse a Mads Gilstrup en los pasillos o en el comedor del campus, este se comportaba como un caballo salvaje y asustado, esquivaba la mirada, hacía un gesto nervioso con el flequillo y huía a una zona segura.

Así que decidió apostarlo todo a una carta.

La noche antes de una de esas muchas fiestas idiotas supuestamente tradicionales, Ragnhild dio dinero a su compañera de habitación para que se comprara un par de zapatos nuevos y reservase una habitación de hotel en la ciudad. Se pasó tres horas delante del espejo. Por primera vez, llegaba pronto a una fiesta. Y lo hizo porque sabía que Mads Gilstrup llegaba pronto a todas las fiestas y quería adelantarse a posibles competidoras.

Él balbuceó y tartamudeó, sin apenas atreverse a mirarla a los ojos, a pesar del iris azul claro y la esclerótica limpia. Y todavía menos al escote, premeditadamente generoso. Y, en contra de lo que había creído hasta el momento, Ragnhild comprobó que la confianza en uno mismo no siempre era fiel compañera de la riqueza. Más tarde llegaría a la conclusión de que el responsable de que Mads tuviese tan mala opinión de sí mismo era la figura de un padre brillante y exigente que despreciaba la debilidad y que no entendía por qué no le habían bendecido los dioses haciendo que su hijo se le pareciera más.

Pero ella no se dio por vencida; se plantó delante de Mads Gilstrup como un cebo y se mostró tan claramente asequible que vio cómo chismorreaban las otras chicas, las mismas a las que ella llamaba amigas y viceversa, ya que, al fin y al cabo, eran animales de manada. Tras seis cervezas americanas sin alcohol y la incipiente sospecha de que Mads Gilstrup era homosexual, el caballo salvaje se atrevió a salir a campo abierto y, dos cervezas sin alcohol más tarde, abandonaron la fiesta.

Ella dejó que la montara, pero en la cama de la compañera de habitación. Después de todo, era un par de zapatos muy caro. Y tres minutos más tarde, cuando Ragnhild limpiaba la colcha de ganchillo que había hecho la madre de su compañera, supo que acababa de ponerle el cabestro. Arreos y montura vendrían poco a poco.

Al acabar los estudios, regresaron a sus respectivos hogares como una pareja comprometida. Mads Gilstrup volvió para administrar la fortuna familiar junto a su padre. Estaba convencido de que nunca tendría que competir para abrirse paso en la vida. Su trabajo consistiría en encontrar los asesores adecuados.

Ragnhild solicitó y consiguió trabajo con un administrador de fondos de inversión que nunca había oído hablar de las universidades mediocres, pero sí de Chicago, y al que le gustó lo que oyó. Y bueno. No era muy brillante, pero sí exigente y, en este sentido, encontró en Ragnhild un alma gemela. Por esa razón, y tras un período relativamente breve, la apartaron de su puesto de analista de acciones, un trabajo intelectualmente bien considerado, pero demasiado absorbente, y la destinaron a una de las mesas de «la cocina», como llamaban a la sala de los agentes, delante de una pantalla y un teléfono. Y allí Ragnhild Gilstrup (había renunciado a su nombre de soltera al comprometerse y adoptado el de Gilstrup, ya que era «más práctico») resultó útil de verdad. Si no bastaba con asesorar a los inversores institucionales y presuntamente profesionales de la empresa de asesores para que compraran Opticom, ella estaba dispuesta a ronronear, flirtear, manipular, mentir y llorar. Ragnhild Gilstrup era capaz de engatusar a un hombre, o a una mujer, dado el caso, de forma mucho más eficaz que ninguno de sus análisis. Pero su mejor baza era su profundo conocimiento de la motivación más importante en el mercado de valores: la codicia.

De la noche a la mañana, se quedó embarazada. Y, para su sorpresa, se dio cuenta de que contemplaba la posibilidad de abortar. Hasta aquel momento había creído sinceramente que deseaba tener un hijo, por lo menos uno. Ocho meses más tarde dio a luz a Amalie. Y aquello la hizo tan feliz que pronto olvidó la idea del aborto. Dos semanas más tarde, Amalie ingresó en el hospital con mucha fiebre. Ragnhild se dio cuenta de que los médicos andaban inquietos, pero no sabían explicar lo que le pasaba a la pequeña. Una noche, Ragnhild pensó que podría rezar, pero no lo hizo. A la noche siguiente, veintitrés horas más tarde, la pequeña Amalie moría de pulmonía. Ragnhild se encerró y lloró durante cuatro días seguidos.

—Fibrosis quística —explicó el médico—. Es genético, lo que significa que tú o tu marido sois portadores de la enfermedad. ¿Sabes si alguien de tu familia o la de él la ha padecido? Por ejemplo, puede causar que la persona tenga frecuentes episodios de asma o algo parecido.

—No —contestó Ragnhild—. E imagino que sabrás que estás obligado a guardar el secreto profesional.

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