El redentor (43 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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Oyó pasos fuera.

Se levantó a toda prisa, cogió el trozo de cristal con una mano y la pistola con la otra y se quedó al lado de la puerta.

Se abrió la ventanilla. Vio una silueta que se recortaba contra las luces de la ciudad. De pronto, la persona entró deprisa y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

Contuvo la respiración.

Nada.

Con el crujido de una cerilla se iluminaron la esquina y la cara del intruso. Sujetaba una cucharilla en la misma mano que la cerilla. Con la ayuda de la otra mano y de los dientes abrió una pequeña bolsa de plástico. Reconoció al chico de la chaqueta vaquera azul.

Aliviado, volvió a respirar. Los movimientos rápidos y eficaces del chico cesaron de repente.

—¿Hola? —El chico miró hacia la oscuridad al tiempo que se apresuraba a guardar la bolsa en el bolsillo.

Carraspeó antes de emerger de las sombras que se extendían detrás de la luz de la cerilla.


Remember me
? —El chico lo miró asustado—. Hablé contigo frente a la estación de ferrocarril. Te di dinero. Te llamas Christopher, ¿verdad?

Kristoffer se quedó boquiabierto.


Is that you
? El extranjero que me dio un billete de quinientas. Vaya. Sí, reconozco la voz pero… ¡Ay! —Kristoffer dejó caer al suelo la cerilla apagada. En la oscuridad, su voz sonaba más cerca—: ¿Te parece bien que comparta camarote contigo esta noche, colega?

—Lo tendrás para ti solo. Estaba a punto de mudarme.

Encendió una nueva cerilla.

—Es mejor que te quedes aquí. Habrá más calor si nos quedamos los dos. Lo digo de verdad, tío. —Adelantó una cucharilla y vertió un líquido de una botella pequeña.

—¿Qué es eso?

—Agua y ácido ascórbico. —Kristoffer abrió la bolsa y echó el polvo en la cuchara sin derramar ni una pizca antes de cambiarse de mano la cerilla con una habilidad extraordinaria.

—Esto se te da bien, Christopher. —Estuvo contemplando al drogadicto mientras colocaba la llama en la parte inferior de la cuchara y sacaba una nueva cerilla, que sostuvo con mano firme.

—En Plata me llaman
Steadyhand
.

—Ya veo por qué. Oye, tengo que irme. ¿Por qué no cambiamos de chaqueta? Quizá así sobrevivas esta noche.

Kristoffer miró su finita chaqueta vaquera y luego la azul del otro, más gruesa.

—Vaya. ¿Lo dices en serio?

—Claro.

—Coño, qué buena persona eres. Espera a que me pinche. ¿Te importa sujetarme la cerilla?

—¿No sería más fácil que sujetara la jeringuilla?

Kristoffer lo miró.

—Oye, puede que sea un novato, pero no voy a tragarme el truco más antiguo de los drogatas. Tú sujeta la cerilla.

Cogió la cerilla.

Cuando el polvo se disolvió en el agua y se transformó en un líquido de color marrón, Kristoffer colocó un poco de algodón en la cuchara.

—Para quitarle la mierda a la droga —contestó, y antes de que el otro tuviera tiempo de preguntar, succionó el líquido con la jeringuilla a través del algodón y le puso la aguja—. ¿Ves qué piel tan fina? Apenas una marca, ¿lo ves? Y tengo las venas gruesas y buenas. Tierra virgen, dicen todos. Pero dentro de un par de años se pondrá amarilla a causa de las costras inflamadas, igual que la de los demás. Y se acabará eso de
Steadyhand
. Lo sé y, aun así, sigo. De locos, ¿no?

Kristoffer agitaba la jeringuilla mientras hablaba para enfriarla. Se había atado una goma alrededor del antebrazo y se llevó la punta de la aguja a la vena que se enroscaba por debajo de la piel como una serpiente azulada. El metal la atravesó lentamente. Y comenzó la perfusión de la heroína en la sangre. Se le entrecerraron los párpados y la boca. Se le dobló el cuello, le cayó hacia atrás la cabeza y su mirada encontró el cadáver colgante del perro.

Se quedó un rato mirando a Kristoffer. Tiró la cerilla quemada y se bajó la cremallera de la chaqueta azul.

Cuando por fin obtuvo respuesta, Beate Lønn apenas pudo oír la voz de Harry, acallada por la versión disco de
Jingle Bells
que sonaba de fondo. Pero lo que oyó le bastó para comprender que no estaba sobrio. No porque farfullase, al contrario, articulaba. Le habló de Halvorsen.

—¿Taponamiento cardiaco? —gritó Harry.

—Hemorragias internas que llenan de sangre el espacio que hay alrededor del corazón y le impide latir correctamente. Tuvieron que extraerle mucha sangre. Se ha estabilizado, pero sigue en coma. Solo nos queda esperar. Te llamaré si ocurre algo.

—Gracias. ¿Alguna otra cosa que debería saber?

—Hagen mandó a Jon Karlsen y Thea Nilsen de vuelta a Østgård, en compañía de dos niñeras. Y yo he hablado con la madre de Sofia Miholjec. Prometió que hoy mismo llevaría a Sofia al médico.

—Ya. ¿Qué pasa con el informe del Instituto Veterinario sobre los restos de carne hallados en el vómito?

—Me dijeron que habían contemplado lo del restaurante chino porque China es el único país donde saben que la gente come ese tipo de cosas.

—¿Qué cosas?

—Perro.

—¿Perro? ¡Espera!

La música se extinguió y Beate pudo apreciar el ruido del tráfico. Y la voz de Harry volvió.

—Pero en Noruega no sirven carne de perro…

—No, es un poco raro. El Instituto Veterinario pudo determinar la raza, así que voy a llamar al Club Noruego de Perreras. Tienen un registro de todos los perros de raza y de sus dueños.

—No sé de qué nos servirá. Debe de haber cien mil perros en Noruega.

—Cuatrocientos mil. Por lo menos uno en cada familia. Lo he comprobado. Pero en este caso se trata de una raza poco común. ¿Has oído hablar del metzner negro?

—Repite, por favor.

Ella lo repitió. Y durante unos segundos solo oyó el tráfico de Zagreb antes de que Harry exclamase:

—¡Pero si es lógico! Un hombre sin un lugar donde cobijarse… ¡Cómo no se me había ocurrido!

—¿El qué?

—Sé dónde se esconde Stankic.

—¿Cómo?

—Tienes que hablar con Hagen y que te den una autorización para avisar al grupo Delta para que prepare una acción armada.

—¿Dónde? ¿De qué estás hablando?

—El puerto de contenedores. Stankic se esconde en uno de los contenedores.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no hay tantos sitios en Oslo donde se pueda comer un jodido metzner negro. Encárgate de que el Delta y Falkeid levanten un cerco de hierro alrededor del puerto de contenedores hasta que yo llegue mañana, en el primer avión disponible. Pero nada de detenciones mientras no esté yo. ¿Está claro?

Después de que Beate colgara, Harry se quedó de pie en la calle, mirando hacia la puerta del bar del hotel. Sonaba estrepitosamente aquella música artificial. Lo aguardaba el vaso aún medio lleno de ponzoña.

Ahora lo tenía, tenía a
mali spasitelj
. Lo único que necesitaba era tener la cabeza despejada y el pulso firme. Harry pensó en Halvorsen. En su corazón, que se ahogaba en sangre. Podía ir directamente a su habitación, donde ya no quedaba alcohol, cerrar la puerta y tirar la llave por la ventana. O podía volver al bar a terminar su copa. Harry tomó aire temblando y apagó el móvil. Acto seguido, entró en el bar.

Hacía ya un buen rato que los empleados habían apagado las luces y abandonado el Cuartel General del Ejército de Salvación para volver a sus casas, pero en el despacho de Martine todavía brillaba la luz. Marcó el número de Harry, mientras le daba vueltas a las mismas preguntas: si aquello resultaba más interesante porque era mayor; si se debía a que daba la sensación de encerrar tantos sentimientos encontrados; o quizá porque se le veía tan perdido. El episodio presenciado en la escalera con aquella mujer desaliñada debería haberla espantado, pero, por alguna razón, el efecto fue exactamente el contrario, estaba más ansiosa todavía por… Exacto, ¿qué era lo que realmente quería? Martine dejó escapar un suspiro cuando oyó la voz que informaba de que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Llamó a información y le dieron el número de su teléfono fijo de la calle Sofie y lo marcó. El corazón le brincó en el pecho al oír su voz. Pero solo era un contestador. ¡Tenía la excusa perfecta para pasarse al salir de la oficina y él no estaba en casa! Martine dejó un mensaje. Que tenía que darle la entrada para el concierto de Navidad con antelación, ya que ella tendría que estar ayudando en el auditorio desde por la mañana.

Colgó y, en ese preciso instante, se dio cuenta de que había alguien que la observaba desde el umbral.

—¡Rikard! No hagas eso, me has asustado.

—Lo siento, ya me iba y solo quería comprobar si había alguien más. ¿Te llevo a casa?

—Gracias, pero…

—Pero si ya te has puesto la chaqueta. Vente conmigo, así no tendrás que entretenerte activando la alarma. —Rikard se echó a reír con esa risa suya entrecortada. La semana anterior, Martine se quedó la última y tuvo que activar la alarma, pero la hizo saltar dos veces. Al final, tuvo que pagar a la empresa de seguridad para poder salir.

—De acuerdo —dijo—. Te lo agradezco.

—No… —Rikard moqueaba— … hay de qué.

El corazón le latía con fuerza. Percibió enseguida el olor de Harry Hole. Abrió sigilosamente la puerta de la habitación y tanteó con la mano hasta dar con el interruptor de la pared. La otra mano empuñaba una pistola que apuntaba a la cama, apenas visible en la oscuridad. Tomó aire y pulsó el interruptor. La luz bañó el dormitorio. Era una habitación prácticamente desnuda, con una cama sencilla hecha y vacía. Al igual que el resto del apartamento. Ya había comprobado las demás habitaciones. Y ahora se encontraba en el dormitorio y notaba que el pulso volvía a estabilizarse. Harry Hole no estaba en casa.

Se guardó la pistola descargada en el bolsillo de la sucia chaqueta vaquera y notó que, con la culata, machacaba las pastillas desodorantes que había cogido de los servicios de la plaza de Oslo S, al lado del teléfono público desde el que llamó para conseguir la dirección de la calle Sofie.

Entrar fue más fácil de lo que había imaginado. Estuvo a punto de darse por vencido, cuando, después de haber llamado dos veces al telefonillo, no obtuvo respuesta. Pero entonces empujó la puerta y resultó que estaba encajada en el marco sin haberse cerrado del todo. Se debería al frío. En el tercer piso se veía el nombre de Harry Hole escrito en un trozo de cinta adhesiva. Puso la gorra en la ventanilla que había justo encima de la cerradura y metió el cañón de la pistola por el cristal, que se quebró con un sonido frágil.

El salón daba al patio interior, así que se atrevió a encender una lámpara. Miró a su alrededor. Sencillo y espartano. Ordenado.

Pero su caballo de Troya, el hombre que lo podía llevar hasta Jon Karlsen, no estaba. De momento. Pero quizá tuviera un arma o munición. Empezó a registrar los posibles escondrijos en los que un policía guardaría el arma, revisó cajones, armarios y miró debajo de la almohada. Como no encontró nada, se aplicó a buscar lo más sistemáticamente posible en todas las habitaciones; sin resultado. Retomó la búsqueda al cabo de un rato, ya sin atender a plan alguno, lo cual demostraba que no se había rendido del todo y que estaba desesperado. Debajo de una carta que halló en la mesa del teléfono de la entrada encontró una tarjeta de identificación policial con la foto de Harry Hole. Se la guardó en el bolsillo. Buscó entre los libros y los discos que llenaban las estanterías colocados por orden alfabético. En la mesa del salón había un montón de papeles. Los repasó y se detuvo en la foto de un motivo del que, a lo largo de su vida, había visto muchas variantes: un hombre muerto de uniforme. Robert Karlsen. Vio el nombre de Stankic. Encontró un formulario con el nombre de Harry en la parte superior y lo recorrió con la mirada, deteniéndose en una cruz estampada a la altura de una palabra conocida. Smith&Wesson 38. La persona que firmaba el documento había escrito su nombre con mucha floritura. ¿Un permiso de armas? ¿La retirada del permiso?

Se rindió. Al final iba a resultar que Harry Hole sí llevaba un arma.

Se fue al baño, estrecho pero limpio, y abrió el grifo. El agua caliente le daba escalofríos. El hollín de la cara tiñó el lavabo de negro. Cambió al agua fría, que disolvió la sangre coagulada de las manos y volvió rojo el lavabo. Se secó y abrió el armario que había sobre el lavabo. Encontró un rollo de gasa con el que se vendó la mano y la herida producida por el cristal.

Faltaba algo.

Vio un cabello corto y tieso al lado del grifo. Como después de un afeitado. Pero no había navaja de afeitar, ni espuma para el afeitado. Ni cepillo de dientes, pasta ni bolsa de aseo. ¿Estaría Hole de viaje, en medio de una investigación de asesinato? ¿O estaría en casa de alguna novia?

Entró en la cocina y abrió el frigorífico, que contenía un cartón de leche que había caducado hacía seis días, un bote de mermelada, queso blanco, tres latas de conserva de estofado de carne. En el congelador había pan negro en una bolsa de plástico. Sacó la leche, el pan y dos de las latas de conserva, y encendió la cocina. Al lado del tostador había un periódico de ese día. Leche fresca, periódico fresco. Se inclinaba por la teoría del viaje.

Había sacado un vaso del armario y estaba a punto de ponerse leche cuando un sonido le hizo soltar el cartón, que acabó estrellándose en el suelo.

El teléfono.

La leche chorreaba por los azulejos de terracota mientras oía el timbre que sonaba insistente en la entrada. Al cabo de cinco timbrazos, se oyeron tres sonidos mecánicos y, de repente, una voz de mujer llenó la habitación. Hablaba rápido y, por el tono, parecía alegre. Rio antes de colgar. Le notó algo en la voz.

Puso las latas abiertas en la sartén caliente, tal y como lo habían hecho durante el asedio. No porque no tuvieran platos, sino porque así todo el mundo sabía que las porciones eran del mismo tamaño. Y se encaminó a la entrada. En el pequeño contestador negro parpadeaba una luz roja junto al número dos. Pulsó el botón de reproducción. La cinta rebobinó.

—Rakel —dijo la voz de mujer.

Sonaba más mayor que la que acababa de hablar. Después de haber pronunciado algunas frases le pasaba el auricular a un chico que habló con entusiasmo. Después se oyó de nuevo el último mensaje. Y constató que no se lo estaba imaginando: ya había oído antes esa voz. Era la chica del autobús blanco.

Cuando terminó, se quedó de pie observando las dos fotografías que había en la parte inferior del marco del espejo. En la primera aparecían Hole, una mujer morena y un niño, que, con los esquís clavados en la nieve, entornaba los ojos mirando a la cámara. La otra era una instantánea antigua de colores desvaídos y mostraba a una niña y a un niño en bañador. Ella tenía rasgos mongoloides, él los de Harry Hole.

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