El redentor (55 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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—El teléfono móvil de mi colega Halvorsen ha desaparecido y quiero saber si Mads Gilstrup ha dejado algún mensaje en ese móvil.

—¿Y si lo ha hecho?

—Quiero escuchar el mensaje.

—Eso es intervención telefónica, y no me atrevo —suspiró Torkildsen—. Llama a nuestro centro de atención policial.

—Entonces necesitaré una autorización del juez, y no tengo tiempo para eso. ¿Alguna sugerencia?

Torkildsen reflexionó.

—¿Tiene Halvorsen un ordenador?

—Estoy sentado a su lado.

—No, olvídalo.

—¿En qué pensabas?

—Puedes tener acceso a todos los mensajes de tu móvil a través de la página web de Telenor Mobil, pero claro, tendrías que tener su contraseña para acceder a los mensajes.

—¿Es una contraseña que elige el cliente?

—Sí, pero si no la tienes, te hará falta mucha suerte para…

—Vamos a intentarlo —dijo Harry—. ¿Cuál es la dirección de la página web?

—Te hará falta mucha suerte —repitió Torkildsen con el tono de alguien que no estaba acostumbrado a tener demasiada suerte.

—Tengo el presentimiento de que sé cuál es —aseguró Harry.

Con la página web abierta, Harry rellenó el espacio destinado a la contraseña: «Lev Yashin». Un mensaje lo informó de que la contraseña introducida era incorrecta. De modo que probó con «Yashin», a secas. Y allí estaban. Ocho mensajes. Seis de Beate. Uno de un número en Trøndelag. Y uno del número móvil de la tarjeta de visita que Harry sostenía en la mano: Mads Gilstrup.

Harry pulsó el botón de reproducción, y la voz de la persona que hacía menos de media hora había visto muerta en su propia casa le habló con voz metálica a través del altavoz del ordenador.

Oído el mensaje, ya tenía la última pieza del rompecabezas.

—¿Pero nadie sabe dónde se ha metido Jon Karlsen? —preguntó Harry a Skarre por teléfono a la par que bajaba la escalera de la comisaría general—. ¿Has probado en el apartamento de Robert?

Harry entró por la puerta de la oficina de suministros e hizo sonar la campana que estaba en el mostrador, delante de él.

—También he llamado —contestó Skarre—. Pero no contestan.

—Pásate por allí. Entra si no abre nadie, ¿de acuerdo?

—La científica tiene las llaves y son más de las cuatro. Beate suele estar allí por las tardes, pero hoy, con lo de Halvorsen y…

—Olvida las llaves —dijo Harry—. Llévate un pie de cabra.

Harry oyó pies que se arrastraban. Al cabo de unos segundos entró un hombre con una bata azul de trabajo, la cara llena de arrugas y unas gafas encajadas en la punta de la nariz. Sin mirar a Harry, cogió el recibo que este había dejado sobre el mostrador.

—¿Y el permiso de registro? —dijo Skarre.

—No hace falta, el que nos dieron todavía vale —mintió Harry.

—¿De verdad?

—Si alguien pregunta, es una orden directa mía, ¿vale?

—Vale.

El hombre de la bata azul gruñó. Negó con la cabeza y le devolvió el recibo.

—Te llamo luego, Skarre. Parece que tengo un problema…

Harry guardó el teléfono en el bolsillo y miró al hombre de la bata azul sin entender nada.

—No puedes recoger la misma arma dos veces, Hole —explicó el hombre.

Harry no entendía lo que quería decir Kjell Atle Orø, pero supo lo que significaba el picor en la nuca. Y cayó en la cuenta de que la pesadilla no había terminado. Acababa de empezar.

La mujer de Gunnar Hagen se alisó el vestido antes de salir del baño. Su marido estaba frente al espejo de la entrada intentando anudarse la pajarita negra del esmoquin. Ella se quedó a su lado, segura de que pronto empezaría a gruñir irritado y le pediría ayuda.

Esa misma mañana, cuando llamaron de la comisaría general para informar de la muerte de Jack Halvorsen, Gunnar dijo que ni tenía ganas, ni le parecía apropiado ir a un concierto. Y ella supo que sería una semana de muchas cavilaciones. A veces se preguntaba si había alguien, aparte de ella, que supiera lo mucho que esas cosas afectaban a Gunnar. En cualquier caso, más tarde, el comisario jefe pidió a Gunnar que asistiese al concierto de todas formas, ya que el Ejército de Salvación había decidido que se guardaría un minuto de silencio por el fallecimiento de Jack Halvorsen, y era natural que su superior asistiera en representación de la policía. Pero ella sabía que no le hacía gracia; la gravedad de la situación le oprimía como un casco demasiado pequeño alrededor de la frente.

Hagen refunfuñó y se quitó la pajarita.

—¡Lise!

—Estoy aquí —dijo ella tranquilamente, colocándose tras él con la mano tendida—. Dámela.

Entonces sonó el teléfono que estaba en la mesilla, debajo del espejo. Él se agachó para cogerlo:

—Hagen. —Lise oyó una voz lejana al otro lado de la línea.

—Buenas tardes, Harry —dijo Gunnar—. No, estoy en casa. Mi mujer y yo vamos al auditorio, así que vine pronto. ¿Alguna novedad?

Lise Hagen vio cómo el casco imaginario le presionaba todavía más mientras escuchaba un buen rato y en silencio.

—Sí —dijo al final—. Llamaré a la judicial de guardia y daré la alarma. Implicaremos en la búsqueda a todo el personal disponible. Dentro de poco saldré para el auditorio y estaré allí un par de horas, pero tendré el móvil en vibración todo el tiempo, así que puedes llamar.

Colgó.

—¿Qué pasa? —preguntó Lise.

—Uno de mis comisarios, Harry Hole, acaba de venir de la oficina de suministros donde tenía que recoger un arma con el recibo que le di esta mañana. Se lo di para reemplazar uno anterior que se había extraviado después de un robo en su apartamento. Resulta que esta mañana, alguien recogió un arma y munición con el primer recibo.

—Lo peor que podía pasar… —dijo Lise.

—No —suspiró Hagen—. Desgraciadamente, no es lo peor. Harry tiene sus sospechas sobre quién puede haber sido. Así que llamó al forense y ellos se lo han confirmado.

Lise vio con espanto que el rostro de su marido se oscurecía. Como si no se hubiese dado cuenta de las consecuencias de lo que Harry le había contado hasta que no se oyó contándoselo a su mujer.

—Los análisis de sangre del hombre que matamos en el puerto de contenedores demuestran que no es la misma persona que vomitó al lado de Halvorsen. Ni el que manchó su abrigo de sangre. Ni el que dejó pelo en la almohada del Heimen. En pocas palabras, el hombre que matamos no es Christo Stankic. Si Harry tiene razón, significa que Stankic todavía está ahí fuera. Con un arma.

—Pero… entonces quizá esté todavía persiguiendo a ese pobre hombre, ¿cómo se llamaba?

—Jon Karlsen. Sí. Y por eso tengo que llamar a la judicial de guardia y movilizar a todo el personal disponible para buscar tanto a Jon Karlsen como a Stankic. —Se presionó los ojos con el dorso de la mano como si fuera ahí donde se concentrara el dolor—. Y Harry acaba de recibir una llamada de un agente que ha entrado en el apartamento de Robert Karlsen para buscar a Jon.

—¿Y?

—Allí parecía que hubiera habido una pelea. Y las sábanas… estaban manchadas de sangre, Lise. Y ni rastro de Jon Karlsen, solo una navaja debajo de la cama con sangre negra y coagulada en la hoja.

Apartó las manos de la cara, y ella vio en el espejo que tenía los ojos enrojecidos.

—Esto es horrible, Lise.

—Lo entiendo, Gunnar, querido. Pero, entonces… ¿quién es la persona que matasteis en el puerto de contenedores?

Gunnar Hagen tragó saliva antes de contestar:

—No tenemos ni idea, Lise. Lo único que sabemos es que vivía en un contenedor y que tenía heroína en la sangre.

—Dios mío, Gunnar… —Le puso la mano en el hombro e intentó captar su mirada en el espejo.

—Y al tercer día resucitó —susurró Gunnar Hagen.

—¿Cómo?

—El redentor. Lo matamos el sábado por la noche. Hoy es martes. Es el tercer día.

Martine Eckhoff estaba tan guapa que Harry se quedó sin aliento al verla.

—Hola, ¿eres tú? —dijo con esa voz grave de contralto que Harry recordaba de la primera vez que la había visto en Fyrlyset.

En aquella ocasión iba vestida de uniforme. Ahora, en cambio, se le plantó al lado con un vestido sencillo y elegante sin mangas, y tan deslumbrante y negro como su cabello. Los ojos le brillaban más grandes y oscuros que de costumbre. Y tenía la piel blanca, delicada, casi transparente.

—Me estoy poniendo guapa —rio—. Mira.

Levantó la mano con lo que a Harry le pareció un movimiento increíblemente ligero, como de balé, una prolongación de otro movimiento igualmente grácil. En la mano sostenía una perla blanca con forma de lágrima que reflejaba la discreta luz de la escalera de su apartamento. La otra perla le colgaba de la oreja.

—Pasa —dijo ella dando un paso hacia atrás y sosteniendo la puerta.

Harry cruzó el umbral y se acercó a Martine, que lo esperaba con los brazos abiertos.

—Qué bien que hayas venido —dijo ella echándole el cálido aliento en el oído y susurrándole—: No he podido dejar de pensar en ti ni un segundo.

Harry cerró los ojos, la abrazó con fuerza y notó el calor de su cuerpo menudo y suave como el de un gato. Era la segunda vez en menos de veinticuatro horas que estaba así, abrazándola. Y no quería dejarla. Porque sabía que era la última.

El pendiente se le quedó pegado a la mejilla, bajo el ojo, como una lágrima ya fría.

Se apartó.

—¿Pasa algo? —preguntó ella.

—Sentémonos —dijo Harry—. Tenemos que hablar.

Entraron en el salón y ella se sentó en el sofá. Harry se puso al lado de la ventana mirando a la calle.

—Hay alguien sentado en un coche mirando hacia arriba —dijo.

Martine suspiró.

—Es Rikard. Me está esperando, va a llevarme al auditorio.

—Hmm. ¿Sabes dónde está Jon, Martine? —Harry se concentró en el reflejo de su cara en la ventana.

—No —dijo ella mirándolo a los ojos—. ¿Crees que existe alguna razón especial por la que debería saberlo? Por el modo en que me lo preguntas, digo. —El tono dulzón se había disipado.

—Acabamos de entrar en el apartamento de Robert y creemos que Jon ha estado allí —dijo Harry—. Encontramos sangre en una cama.

—No lo sabía —contestó Martine con una sorpresa que parecía auténtica.

—Sé que no lo sabías —repuso Harry—. El forense está comprobando el tipo de sangre. Bueno, ya lo habrán hecho. Y estoy bastante seguro de cuál será el resultado.

—¿Jon? —dijo ella sin aliento.

—No —afirmó Harry—. Pero tal vez eso era lo que tú esperabas.

—¿Por qué dices eso?

—Porque fue Jon quien te violó.

Un silencio sepulcral se adueñó de la habitación. Harry aguantó la respiración y oyó la de ella, que, jadeante, tomaba aire y luego, mucho antes de que el aire tuviera tiempo de llegar a los pulmones, lo expulsaba otra vez.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó ella con un levísimo temblor en la voz.

—Me contaste lo que sucedió en Østgård y, después de todo, no hay tantos violadores. Y Jon Karlsen es un violador. La sangre que hallamos en la cama de Robert pertenece a una chica que se llama Sofia Miholjec. Fue al apartamento de Robert ayer por la noche porque Jon Karlsen le ordenó que lo hiciese. Como habían acordado, ella entró con una llave que en su día le había dado Robert, su mejor amigo. Después de violarla, le pegó. Ella contó que solía hacerlo.

—¿Solía hacerlo?

—Según Sofia, la violó por primera vez una tarde del pasado verano. Sucedió en el piso de la familia Miholjec mientras los padres estaban ausentes. Jon entró con la excusa de que tenía que inspeccionar el piso. Al fin y al cabo, era su trabajo. Igual que era su trabajo decidir quién podía quedarse en los apartamentos.

—¿Quieres decir… que la amenazaba?

Harry hizo un gesto afirmativo.

—Dijo que echarían a la familia y los mandarían de vuelta a su país si Sofia no hacía lo que él le ordenaba y guardaba el secreto. Que la suerte y la desgracia de la familia Miholjec dependían de él. Y de la obediencia que mostrara ella. La pobre chica no se atrevió a desobedecerlo. Pero cuando se quedó en estado, tuvo que acudir a alguien para que le ayudara. Un amigo en el que pudiera confiar, alguien mayor que ella capaz de organizar el aborto sin hacer preguntas.

—Robert —dijo Martine—. Dios. Acudió a Robert.

—Sí. Y aunque no le dijo nada, cree que Robert supo que había sido Jon. Y yo también lo creo. Porque Robert sabía que Jon ya había violado antes, ¿verdad?

Martine no contestó, sino que se acurrucó en el sofá, se llevó las rodillas hasta el pecho y se rodeó los hombros desnudos con los brazos, como si tuviese frío o quisiese desaparecer dentro de sí misma.

Cuando Martine empezó a hablar, lo hizo tan bajito que Harry podía oír el tictac del reloj de Bjarne Møller.

—Yo tenía catorce años. Mientras lo hacía, me quedé allí tendida pensando que si me concentraba lo suficiente en las estrellas, podría ver a través del techo.

Harry la escuchó mientras hablaba de aquel caluroso día de verano en Østgård, de sus jueguecitos con Robert, de la mirada reprobatoria de Jon, que estaba muerto de celos. De cuando la puerta de la letrina se abrió y apareció Jon con la navaja de su hermano. De la violación y del dolor que vino después, cuando ella se quedó llorando mientras él regresaba a casa. Y de lo increíble que le pareció que los pájaros empezaran a cantar justo después.

—Pero lo peor no fue la violación —añadió Martine con una voz cargada de llanto, aunque tuviese las mejillas secas—. Lo peor fue que Jon lo sabía. Sabía que no tenía que amenazarme para hacerme callar. Que jamás lo delataría. Sabía que yo era consciente de que, aunque mostrase mi ropa destrozada y me creyeran, siempre quedaría una pizca de duda sobre la causa y sobre la culpa. Y que se trataba de una cuestión de lealtad. ¿Sería yo, la hija del comisionado, la persona que metería a nuestros padres y a todo el ejército en un escándalo de consecuencias devastadoras? Y durante todos estos años, cuando veía a Jon, me lanzaba esa mirada que decía: «Lo sé. Sé que temblaste de miedo, y después te quedaste llorando en silencio para que nadie te oyese. Lo sé y a diario soy testigo de la cobardía muda con la que actúas». —La primera lágrima le cayó por la mejilla—. Y por eso lo odio tanto. No porque me violase, eso podría habérselo perdonado. Sino porque iba por la vida haciéndome ver que lo sabía.

Harry se fue a la cocina y cogió un trozo de papel de cocina.

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