El redentor (50 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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Por eso dejó escapar un suspiro cuando sonó furiosa la campanilla que tenía encima de la puerta y un hombre de traje oscuro, alto y ancho de hombros entró y se acercó a la caja registradora.

—Harry Hole, de la policía —anunció el hombre y, durante un momento de pánico, Imtiaz pensó que en Noruega había una ley que obligaba a todos los comercios a poner adornos navideños.

—Hace unos días había un mendigo delante de esta tienda —prosiguió el policía—. Un tío pelirrojo con un bigote así. —Deslizó la mano por el labio superior y la bajó por un lado de la boca.

—Sí —dijo Imtiaz—. Lo conozco. Le pagamos por los cascos de las botellas.

—¿Sabes cómo se llama?

—El tigre. O la pantera.

—¿Qué dices?

Imtiaz rio. Volvía a estar de buen humor.

—Es mendigo, ¿verdad? Y cobra por las botellas
6

Harry hizo un gesto de afirmación.

Imtiaz se encogió de hombros.

—Fue mi sobrino quien me enseñó ese…

—Hmm. No está mal. Así que…

—No, no sé cómo se llama. Pero sé dónde puedes encontrarlo.

Espen Kaspersen estaba, como de costumbre, en la biblioteca central Deichmanske, en el número uno de la calle Henrik Ibsen, delante de un montón de libros, cuando se dio cuenta de que alguien se inclinaba sobre él. Miró hacia arriba.

—Hole, de la policía —dijo el hombre sentándose en la silla que había al otro lado de la larga mesa.

Espen vio que la chica que estaba leyendo al fondo de la mesa lo miraba. En ciertas ocasiones algún empleado nuevo se empeñaba en registrarle la mochila cuando salía. Dos veces se le había acercado una persona para pedirle que se fuera porque apestaba tanto que no podían concentrarse en su trabajo. Pero era la primera vez que la policía se dirigía a él. Bueno, menos cuando pedía en la calle.

—¿Qué lees? —preguntó el policía.

Kaspersen se encogió de hombros. Enseguida se dio cuenta de que hablarle de su proyecto a aquel hombre era una pérdida de tiempo.

—¿Søren Kierkegaard? —dijo el policía mirando las tapas del libro—. Schopenhauer. Nietzsche. Filosofía. ¿Eres un pensador?

Espen Kaspersen resopló.

—Intento encontrar el camino correcto. Y eso implica reflexionar sobre la condición del ser humano.

—¿No es eso ser un pensador?

Espen Kaspersen miró al hombre. Tal vez se hubiera equivocado con él.

—Hablé con el encargado de la tienda de ultramarinos en la calle Gøteborggata —explicó el policía—. Dice que te pasas los días aquí. Y cuando no estás aquí, pides en la calle.

—Sí, es la vida que he elegido.

El policía sacó un bloc de notas, y Espen Kaspersen le facilitó su nombre completo y su domicilio con su tía abuela en la calle Hagegata.

—¿Profesión?

—Monje.

Espen Kaspersen vio, para su satisfacción, que el policía lo anotaba sin rechistar.

El policía asintió con la cabeza.

—Bueno, Espen. No eres drogadicto, así que, ¿por qué te dedicas a pedir?

—Porque mi cometido es servir de espejo al ser humano para que pueda verse a sí mismo y ver lo que es grande y lo que es pequeño.

—¿Y qué es lo grande?

Espen suspiró, desalentado, como si estuviera cansado de repetir lo obvio:

—Caridad. Repartir y ayudar al prójimo. La Biblia trata casi exclusivamente de eso. La verdad es que tienes que buscar muy bien para encontrar algo sobre el coito antes del matrimonio, el aborto, la homosexualidad y el derecho de las mujeres a hablar en asambleas. Pero, por supuesto, es más fácil para un fariseo hablar bien alto de lo secundario que decir y hacer lo que implica grandeza, lo que la Biblia confirma enérgicamente: que uno debe donar la mitad de sus posesiones a quien no tiene nada. Miles de personas mueren cada día sin haber oído la palabra de Dios porque esos cristianos se aferran a sus bienes terrenales. Yo les doy una oportunidad para reflexionar sobre eso.

El policía hizo un gesto de afirmación.

Espen Kaspersen se asombró.

—Por cierto, ¿cómo sabías que no soy drogadicto?

—Porque te vi hace unos días en la calle Gøteborggata. Estabas pidiendo y yo iba con un hombre joven que te dio una moneda. Pero tú la cogiste y se la tiraste enfadado. Eso no lo habría hecho un drogadicto, por pequeña que fuera la moneda.

—Me acuerdo de eso.

—Y luego me pasó lo mismo a mí en un bar de Zagreb hace dos días, y empecé a cavilar. Quiero decir que algo me ordenó que cavilase, pero no lo hice. Hasta ahora.

—Existe una razón para que yo tirase aquella moneda —contestó Espen Kaspersen.

—De eso me di cuenta de repente —dijo Harry y dejó una bolsa con un objeto encima de la mesa—. ¿Es esta, la razón?

28

L
UNES, 21 DE DICIEMBRE

E
L BESO

La conferencia de prensa se estaba celebrando en la sala de consignas, situada en la cuarta planta. Gunnar Hagen y el comisario jefe de la policía judicial estaban en la tarima y sus voces resonaban en la amplia sala medio vacía. Habían pedido a Harry que estuviese presente por si Hagen necesitaba consultarle algún detalle relacionado con la investigación. Pero las preguntas de los periodistas se centraban en el dramático episodio del disparo en el puerto de contenedores, y las respuestas de Hagen variaban entre «sin comentarios» y «debemos dejar que SEFO conteste a eso».

A la pregunta de si la policía sabía si el asesino tenía un cómplice, Hagen contestó:

—De momento, no, pero estamos realizando una investigación minuciosa.

Cuando acabó la conferencia de prensa, Hagen llamó a Harry. Mientras la sala se vaciaba, Hagen se acercó al borde de la tarima de forma que tuvo que agachar la cabeza para mirar a aquel comisario tan alto.

—Dejé muy claro que quería que todos mis comisarios llevasen armas a partir de hoy. Te di un recibo firmado, así que ¿dónde está la tuya?

—He estado ocupado en una investigación y no le he dado prioridad a eso, jefe.

—Pues dásela. —Las palabras resonaron en la sala de consignas.

Harry hizo un gesto lento de afirmación.

—¿Algo más, jefe?

Ya en su despacho, Harry se quedó sentado mirando la silla vacía de Halvorsen. Luego llamó a la oficina de pasaportes situada en la primera planta y pidió una relación de los pasaportes emitidos a la familia Karlsen. Cuando una voz nasal de mujer preguntó si le estaba tomando el pelo, le dio el número de identificación personal de Robert y, con el registro civil y un ordenador de velocidad media, la búsqueda dio cuatro resultados: Robert, Jon, Josef y Dorthe.

—Los pasaportes de los padres, Josef y Dorthe, fueron renovados hace cuatro años. A Jon no le hemos emitido el pasaporte. Y vamos a ver… la máquina va muy lenta hoy… Sí, aquí está, el pasaporte de Robert Karlsen fue emitido hace diez años y caduca dentro de poco, así que le puedes decir que…

—Está muerto.

Harry marcó el número interno de Skarre y le pidió que fuera enseguida.

—Nada —dijo Skarre que, por casualidad o por un repentino ataque de tacto, se sentó en el borde de la mesa en lugar de en la silla de Halvorsen—. He comprobado las cuentas de Gilstrup y no hay nada que lo relacione con Robert Karlsen ni tampoco hay cuentas en Suiza. Lo único anormal es un reintegro de cinco millones de coronas en dólares de una de las cuentas de la compañía. Llamé a Albert Gilstrup y le pregunté, y él admitió que era el pago extra de Navidad que correspondía a los jefes de puerto de Buenos Aires, Manila y Bombay, a los que Mads suele visitar en diciembre. Vaya gremio con que se relaciona esa gente.

—¿Y la cuenta de Robert?

—Ingresos por sueldo y pequeños reintegros.

—¿Y llamadas de Gilstrup?

—Ninguna a Robert Karlsen. Pero encontramos algo cuando buscamos en el contrato de Gilstrup. Adivina quién ha llamado a Jon Karlsen un motón de veces y, en alguna ocasión, a altas horas de la noche.

—Ragnhild Gilstrup —contestó Harry y vio la cara desilusionada de Skarre—. ¿Alguna otra cosa?

—No —reconoció Skarre—. Aparte de un número conocido. Mads Gilstrup llamó a Halvorsen el mismo día que lo atacaron. Llamada perdida.

—De acuerdo —dijo Harry—. Quiero que mires otra cuenta.

—¿Cuál?

—La de David Eckhoff.

—¿El comisionado? ¿Qué quieres que busque?

—No estoy seguro. Solo hazlo.

Cuando Skarre se hubo ido, Harry marcó el número del forense, donde la ingeniera prometió enseguida, y sin ponerse demasiado tiquismiquis, que enviaría un fax con la fotografía del cadáver de Christo Stankic para su identificación a un número de fax que Harry dijo que pertenecía al International Hotel de Zagreb.

Harry dio las gracias, colgó y marcó el teléfono del hotel.

—Debemos saber qué hacer con el cuerpo —dijo cuando consiguió que lo pasaran con Fred—. Las autoridades croatas no conocen a ningún Christo Stankic y, por tanto, no han solicitado la repatriación.

Diez segundos más tarde distinguió su educado inglés.

—Propongo un intercambio —dijo Harry.

Klaus Torkildsen, del centro de operaciones de Telenor, región Oslo, solo tenía una meta en la vida: que lo dejasen en paz. Y como sufría de sobrepeso, sudaba constantemente y, por lo general, siempre andaba de mal humor, su deseo solía cumplirse. En las relaciones que lo unían con otras personas, procuraba mantener la mayor distancia posible. Por eso pasaba mucho tiempo encerrado en un cuarto del departamento de operaciones rodeado de máquinas que daban mucho calor y ventiladores que daban fresquito, donde unos pocos, si es que había alguno, sabían exactamente a qué se dedicaba y que era indispensable. La necesidad de distancia quizá también fuera la razón por la que, durante varios años, se dedicó a exhibirse, ya que de esa manera de vez en cuando podía conseguir satisfacción con una pareja que se encontrara tanto a cinco como a cincuenta metros de distancia. Pero más que nada, Klaus Torkildsen quería paz. Y esta semana ya había tenido suficiente lío. Primero llamó ese Halvorsen pidiendo la intervención de la línea de un hotel en Zagreb. Luego Skarre, que quería una lista de llamadas entre Gilstrup y un tal Karlsen. A ambos los enviaba Harry Hole, con el que Klaus Torkildsen estaba en deuda. Y esa fue la única razón por la que no colgó cuando Harry Hole llamó.

—Tenemos algo que se llama centro de respuesta policial —le espetó Torkildsen desabrido—. Si actuáis según las normas, debéis llamar ahí para pedir ayuda.

—Lo sé —reconoció Harry. Y no necesitó decir nada más—. He llamado a Martine Eckhoff cuatro veces y no me contesta —explicó Hole—. Nadie del Ejército de Salvación sabe dónde está, ni siquiera su padre.

—Ellos serían los últimos en saberlo —dijo Klaus sin saber nada de esas cosas solo porque era un tipo de conocimiento que podía adquirirse si uno iba mucho al cine. O como en el caso de Klaus Torkildsen, si iba demasiado al cine.

—Creo que ha apagado el teléfono, pero me preguntaba si podrías hacerme el favor de localizarlo. Para saber, al menos, si está en la ciudad.

Klaus Torkildsen suspiró. Pura coquetería, porque le encantaba realizar estos pequeños trabajos para la policía. Sobre todo los que no eran muy lícitos.

—Dame su número.

Quince minutos más tarde Klaus le devolvió la llamada para decir que al menos la tarjeta SIM estaba en la ciudad. Dos estaciones base, ambas al lado oeste de la E6, habían recibido señales. Le explicó la ubicación de las estaciones base y el radio de acción que tenían. Y ya que Hole dio las gracias y colgó rápidamente, supuso que le había sido de ayuda y volvió contento a echar un vistazo a las carteleras de cine.

Jon entró en el apartamento de Robert.

Las paredes todavía olían a humo y, en el suelo, delante del armario, había una camiseta sucia. Como si Robert hubiese estado allí momentos antes y hubiese bajado a la tienda a comprar café y cigarrillos.

Jon dejó la bolsa negra que le había dado Mads delante de la cama y subió la potencia del radiador. Se quitó toda la ropa, se metió en la ducha y dejó que el agua caliente le batiese la piel hasta que quedó roja y marcada con puntitos. Se secó, salió del baño y se sentó desnudo en la cama, mirando la bolsa.

No se atrevía a abrirla. Sabía lo que había allí dentro, detrás de la tela lisa y tupida. Era la perdición. La muerte. Jon tuvo la sensación de que podía sentir la pestilencia a putrefacción. Cerró los ojos. Debía reflexionar.

Le sonó el móvil.

Seguramente era Thea, que se estaría preguntando dónde se había metido. Ahora no tenía ganas de hablar con ella. Pero seguía sonando, insistente e inevitable, como la tortura de la gota malaya, y al final cogió el teléfono y, con una voz que temblaba de ira, dijo:

—¿Qué pasa?

Nadie contestó. Miró la pantalla. Ningún número entrante. Jon comprendió que no era Thea quien llamaba.

—¿Diga? Soy Jon Karlsen —dijo con cautela.

Nada.

—¿Diga? ¿Quién es? ¿Diga? Puedo oír que hay alguien ahí, ¿quién…?

Un escalofrío de pánico le ascendió por la espalda.


Hello
? —se oyó decir a sí mismo—.
Who is this? Is that you? I need to speak with you. Hello
!

Hubo un clic y la conexión se cortó.

Ridículo, pensó Jon. Seguro que se habían equivocado. Tragó saliva. Stankic estaba muerto. Robert estaba muerto. Y Ragnhild estaba muerta. Todos estaban muertos. Solo el policía seguía vivo. Y él. Miró la bolsa, notó el frío que se acercaba arrastrándose y se cubrió con el edredón.

Cuando Harry salió de la E6 y avanzó un rato por las carreteras estrechas en el paisaje nevado del campo, miró hacia arriba y vio que el cielo estaba estrellado.

Tenía la extraña y trémula sensación de que pronto sucedería algo. Y cuando vio una estrella fugaz trazar una parábola en el fondo del cielo justo delante de él, pensó que, si existían las señales, tendría que ser que un planeta se iba al garete delante de sus ojos.

Vio luz en las ventanas del bajo de Østgård.

Cuando se adentró en el patio y reparó en el coche eléctrico, esa sensación de que algo estaba a punto de suceder ganó intensidad.

Se encaminó a casa mientras miraba las pisadas en la nieve. Se acercó a la puerta y pegó el oído. Se oían susurros.

Llamó a la puerta. Tres golpes rápidos. Las voces enmudecieron.

Oyó pasos y también su voz suave:

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