—Tengo una última pregunta, ya que estamos tratando los secretos del ejército.
—Venga —dijo el comisionado, impaciente, mientras guardaba el equipo de pesca en una mochila.
—¿Sabes algo de una violación perpetrada en Østgård hace doce años?
Harry supuso que un rostro como el de Eckhoff tenía una capacidad limitada para mostrar sorpresa. Y como el hombre ya parecía haber rebasado ese límite con creces, supo que aquello era una novedad para el comisionado.
—Tiene que tratarse de un error, comisario. Si no, sería horrible. ¿De quién se trata?
Harry esperó que su propio rostro no delatase nada.
—El secreto profesional me impide decírtelo.
Eckhoff se rascó el mentón con la manopla.
—Por supuesto. Pero ese delito… ¿no habrá prescrito?
—Depende de cómo se mire —contestó Harry mirando hacia la orilla—. ¿Nos vamos?
—Es mejor que nos vayamos por separado. El peso…
Harry tragó saliva y asintió con la cabeza.
Cuando por fin alcanzó la orilla sano y salvo, se giró sobre sí mismo. Se había levantado algo de viento y la nieve se deslizaba por encima del hielo como una manta de humo flotante. Eckhoff parecía estar caminando sobre nubes.
Entre tanto, en el aparcamiento, las ventanillas del coche de Harry habían adquirido una fina capa de escarcha. Entró, arrancó el motor y puso la calefacción al máximo. El calor ascendía hacia el cristal helado. Mientras esperaba a tener visibilidad, pensó en lo que había dicho Skarre. Que Mads Gilstrup había llamado a Halvorsen. Sacó la tarjeta de visita que aún conservaba en el bolsillo y marcó el número. No hubo respuesta. Cuando se disponía a guardar el móvil de nuevo, recibió una llamada. Vio en la pantalla el número del International Hotel.
—
How are you
? —preguntó la voz de mujer en su inglés sobrio.
—Así, así —dijo Harry—. ¿Ha recibido…?
—Sí.
Harry tomó aire profundamente.
—¿Era él?
—Sí —suspiró ella—. Era él.
—¿Está totalmente segura? Es decir, no es tan fácil identificar a una persona solo en…
—Harry?
—¿Sí?
—
I'm quite sure
.
Harry supuso que la profesora de inglés le podía haber contado que aunque ese
«quite sure
» significaba literalmente «bastante seguro», en aquel contexto lingüístico significaba más bien «totalmente seguro».
—Gracias —dijo y colgó. Confiaba sinceramente en que la profesora de inglés tuviera razón. Porque ahora empezaba todo.
Y eso fue lo que pasó.
Harry puso en marcha el limpiaparabrisas, que empezó a barrer pequeños fragmentos de escarcha a ambos lados, y entonces sonó el teléfono por segunda vez.
—Harry Hole.
—Soy la señora Miholjec, la madre de Sofia. Dijiste que podía llamar a este número si…
—¿Sí?
—Ha pasado algo. A Sofia.
M
ARTES, 22 DE DICIEMBRE
E
L SILENCIO
El día más corto del año.
Eso decía la primera página del periódico
Aftenposten
,que Harry tenía delante en la mesa de la sala de espera de Urgencias de la calle Storgata. Miró el reloj de la pared antes de acordarse de que ya había recuperado su propio reloj.
—Te recibirá ahora, Hole —gritó una voz de mujer desde la ventanilla donde había explicado el motivo de su visita: quería hablar con el médico que hacía unas horas había atendido a Sofia Miholjec y a su padre.
—Tercera puerta a la derecha por el pasillo —gritó la mujer.
Harry se levantó y abandonó al grupo silencioso y miserable de la sala de espera.
Tercera puerta a la derecha. Naturalmente, las casualidades podrían haber mandado a Sofia a la segunda puerta a la derecha. O la tercera a la izquierda. Pero claro, era la tercera puerta a la derecha.
—Hola, he oído que eras tú —sonrió Mathias Lund-Helgesen antes de ponerse en pie y estrecharle la mano—. ¿Qué puedo hacer por ti, esta vez?
—Se trata de una paciente que has atendido esta mañana, Sofia Miholjec.
—Bien. Siéntate, Harry.
Harry no se dejó alterar por el tono de camaradería del médico, pero era una invitación que no estaba dispuesto a aceptar. No porque fuera demasiado orgulloso, sino porque sería incómodo para ambos.
—La madre de Sofia me ha llamado y me ha dicho que esta mañana se despertó al oír un llanto procedente de la habitación de Sofia —dijo Harry—. Y que cuando entró en la habitación, encontró a la hija ensangrentada y magullada. Sofia contó que había salido con una amiga y se había resbalado en el hielo de vuelta a casa. La madre despertó al padre y él la trajo hasta aquí.
—Puede ser verdad —dijo Mathias. Se había inclinado hacia delante apoyándose en los codos como para demostrar que aquello le interesaba de verdad.
—Pero la madre dice que Sofia miente —continuó Harry—. Cuando Sofia y el padre se marcharon al hospital, ella examinó la cama y halló sangre no solo en la almohada, sino también en las sábanas. «Ahí abajo», según ha descrito.
—Hmmm. —El sonido que hizo Mathias no era ni afirmación ni negación, sino un tono que Harry sabía que practicaban en la clase de terapia de la carrera de Psicología. La entonación ascendente del final estaba pensada para animar al paciente a que continuase. Y la entonación de Mathias había subido.
—Sofia se ha encerrado en su habitación —dijo Harry—. Está llorando y no quiere contar nada. Y según la madre, no lo hará. La mujer ha llamado a las amigas de Sofia. Ninguna de ellas la vio ayer.
—Comprendo.
Mathias se apretó el puente de la nariz, entre los ojos.
—¿Y ahora quieres pedirme que me olvide del secreto profesional por ti?
—No —contestó Harry.
—¿No?
—Por mí no, por ellos. Por Sofia y por sus padres. Y por otras chicas a las que puede haber violado y por aquellas a las que violará.
—Qué barbaridad. —Mathias sonrió, pero la sonrisa se apagó en cuanto vio que no era correspondida. Carraspeó antes de añadir—: Doy por hecho que comprendes que al menos debo meditarlo, Harry.
—¿La violaron anoche o no?
Mathias dejó escapar un suspiro.
—Harry, el secreto profesional es…
—Sé lo que es el secreto profesional —lo interrumpió Harry—. Yo también estoy sujeto a él. Cuando te pido que lo rompas en este caso no es porque me tome a la ligera el principio del secreto profesional, sino porque he realizado una valoración del carácter grave del delito y del peligro de repetición. Si quieres fiarte de mí y apoyarme en mi valoración, te estaré muy agradecido. Si no, tendrás que vivir con ello de la mejor forma que sepas.
Harry se preguntaba cuántas veces habría recitado esa regla en situaciones similares.
Mathias parpadeó boquiabierto.
—Me vale que hagas un gesto de negación o de afirmación —dijo Harry.
Mathias Lund-Helgesen hizo un gesto de afirmación.
Había vuelto a funcionar.
—Gracias —dijo Harry poniéndose de pie—. ¿Va todo bien entre Rakel, Oleg y tú?
Mathias Lund-Helgesen repitió el gesto de afirmación y le dedicó una sonrisa desganada por respuesta. Harry se inclinó y le puso la mano en el hombro.
—Feliz Navidad, Mathias.
Lo último que Harry vio antes de salir fue a Mathias Lund-Helgesen sentado en la silla con los hombros caídos y con pinta de haber recibido una buena bofetada.
El último rayo de luz se abría paso por entre las nubes anaranjadas que pendían sobre los abetos y los tejados de las casas, al oeste del mayor cementerio de Noruega. Harry pasó junto al monumento en memoria de los caídos en Yugoslavia durante la guerra, la sección del partido de los trabajadores y las lápidas de los primeros ministros Einar Gerhardsen y Tryggve Bratteli, hasta la sección particular del Ejército de Salvación. Tal y como esperaba, encontró a Sofia al lado de la tumba más nueva. Estaba sentada en la nieve muy derecha y envuelta en un anorak de plumas enorme.
—Hola —dijo Harry sentándose a su lado.
Encendió un cigarrillo y echó hacia arriba el humo azul, que un viento gélido arrastró consigo.
—Tu madre me ha dicho que te habías ido —continuó Harry—. Y que te habías llevado las flores que te compró tu padre. No era difícil saber adónde irías.
Sofia no contestó.
—Robert era un buen amigo, ¿verdad? Uno en quien podías confiar. Y con quien podías hablar. No era un violador.
—Lo hizo Robert —susurró ella con tono exánime.
—Las flores que hay en la tumba de Robert son tuyas, Sofia. Creo que fue otra persona quien te violó. Y creo que ha vuelto a hacerlo esta noche. Y que posiblemente lo haya hecho más veces.
—¡Déjame en paz! —gritó intentando levantarse—. ¿Me oyes?
Harry sujetaba el cigarrillo con una mano y con la otra la cogió del brazo y tiró de ella con fuerza hacia la nieve.
—El que está ahí está muerto, Sofia. Pero tú estás viva. ¿Me entiendes? Tú estás viva. Y si piensas seguir viviendo, tenemos que cogerlo. Si no, seguirá adelante. No fuiste la primera y no serás la última. Mírame. ¡Mírame, te digo!
Sofia se sobresaltó ante aquel tono tan enérgico y lo miró automáticamente.
—Sé que tienes miedo, Sofia. Pero te prometo que lo cogeré. Cueste lo que cueste. Lo juro.
Harry vio que algo se despertaba en su mirada. Y si no andaba muy errado, era una llama de esperanza. Aguardó. Y ella susurró unas palabras inteligibles.
—¿Qué has dicho? —preguntó Harry inclinándose hacia ella.
—¿Quién va a creerme? —susurró ella—. ¿Quién va creerme ahora… que Robert está muerto?
Harry le puso la mano en el hombro con mucho tacto.
—Inténtalo. Ya veremos.
Las nubes anaranjadas habían empezado a adquirir un matiz rojizo.
—Amenazaba con arruinarlo todo si yo no hacía lo que me mandaba —explicó ella—. Se encargaría personalmente de que nos echaran del apartamento y nos enviaran de vuelta. Pero no teníamos adonde volver. Y si se lo hubiera dicho a ellos, ¿quién me habría creído? ¿Quién…?
Ella enmudeció.
—… si no Robert —concluyó Harry. Y esperó.
Harry encontró la dirección en la tarjeta de Mads Gilstrup. Quería hacerle una visita. Y, en primer lugar, preguntarle por qué había llamado a Halvorsen. Al ver la dirección se dio cuenta de que pasaría por delante de la casa de Rakel y Oleg, que también estaba en la zona de Holmenkollåsen.
No aminoró la marcha al pasar, solo echó un vistazo a la entrada de coches. La última vez que la casualidad lo llevó por allí, vio un Jeep Cherokee delante del garaje y supuso que era del médico. Ahora solo estaba el coche de Rakel. Había luz en la habitación de Oleg.
Harry tomaba las curvas entre los chalés más caros de Oslo hasta que la carretera se enderezó y siguió subiendo por una escarpada pendiente que dejaba a un lado el obelisco blanco de la capital, el salto de esquí de Holmenkollen. Se extendían a sus pies la ciudad y el fiordo, cubierto de finas capas de humo helado que flotaban entre las islas cubiertas de nieve. El día más corto, que en realidad solo consistía en una salida y una puesta de sol, parpadeaba, y hacía ya un buen rato que habían empezado a encender las luces allá abajo, como las velas de adviento en una última cuenta atrás.
Ya casi tenía todas las piezas del rompecabezas.
Después de haber llamado cuatro veces a la puerta de entrada de Gilstrup sin que nadie le abriera, Harry se dio por vencido.
Cuando regresó al coche, avistó a un hombre que salía de la casa vecina a hacer
footing
. Se acercó a Harry y le preguntó si era un conocido de los Gilstrup. No quería meterse en la vida privada de nadie, pero habían oído un ruido muy fuerte en la casa esta mañana, y Mads Gilstrup acababa de perder a su esposa, así que tal vez fuera buena idea llamar a la policía. Harry volvió, rompió la ventana contigua a la puerta de entrada y una alarma se disparó inmediatamente.
Y mientras la alarma aullaba sus dos únicos tonos una y otra vez, Harry encontró el salón. Pensando en el informe, miró el reloj y recordó que Møller lo había adelantado dos minutos. Quince treinta y siete.
Mads Gilstrup estaba desnudo y ya no tenía nuca.
Estaba de lado en el suelo de parqué frente a una pantalla iluminada, y daba la sensación de que la escopeta con la culata ensangrentada le creciera de la boca. El arma tenía un cañón largo y, por cómo estaba echado, a Harry le pareció que Mads Gilstrup había utilizado el dedo gordo del pie para disparar. Eso no solo requería cierto poder de coordinación, sino también un fuerte deseo de morir.
La alarma se detuvo de repente y Harry pudo oír el susurro del proyector que mostraba una fotografía de cerca, fija y vibrante, de unos novios abandonando la iglesia. Los rostros, las sonrisas blancas y el traje blanco de la novia, aparecían cubiertos de un enrejado de sangre que se había solidificado sobre la pantalla.
En la mesa del salón, metida en una botella vacía de coñac, estaba la carta de despedida. Era breve: «Perdóname padre, Mads».
M
ARTES, 22 DE DICIEMBRE
L
A RESURRECCIÓN
Se miró en el espejo. Algún día, quizás el próximo año, al salir de la pequeña casa de Vukovar por la mañana, ¿pondría esa cara cuando alguno de los vecinos los saludase con una sonrisa y un
zdravo
?, como se saluda a alguien conocido y de confianza. A una buena persona.
—Perfecto —dijo la mujer a su espalda.
Supuso que se refería al esmoquin que llevaba puesto. Se hallaba frente al espejo de una tienda que ofrecía tanto servicios de tintorería como alquiler de trajes.
—
How much
? —preguntó él.
Le pagó y prometió devolver el esmoquin antes de las doce del día siguiente.
Luego salió a la oscuridad gris. Encontró una cafetería. Pudo tomar una taza de café y la comida no era muy cara. No le quedaba más que esperar. Miró el reloj.
Había comenzado la noche más larga. Cuando Harry se marchó de Holmenkollen, el atardecer teñía de gris las fachadas y los campos, pero ya antes de llegar a Grønland el crepúsculo había recobrado el derecho sobre los parques.
Llamó a la judicial de guardia desde la casa de Mads Gilstrup para pedir que mandasen un coche. Y se fue sin tocar nada.
Aparcó en el garaje en la plaza K3 de la policía judicial de la comisaría general y subió al despacho. Desde allí llamó a Torkildsen.