—Porque Robert suponía una amenaza. Según la mayor Rue, Robert amenazó con «destruirlo» si se acercaba otra vez a una mujer en particular. Mi primer pensamiento fue que se refería a Thea. Pero al parecer tenías razón al decir que a Robert no le interesaba ella. Jon insistía en que Robert estaba obsesionado con Thea con el único propósito de que luego pareciera que su hermano tenía un motivo para desearle la muerte. La amenaza de Robert tenía que ver con Sofia Miholjec. Una chica croata de quince años que acaba de confesármelo todo: que Jon la obligaba a tener relaciones sexuales con él regularmente bajo la amenaza de echar a su familia no solo del piso del Ejército de Salvación, sino también del país, si se negaba o se lo contaba a alguien. Pero cuando se quedó embarazada fue a ver a Robert, que le ayudó y le prometió que le pararía los pies a Jon. Por desgracia, Robert no acudió directamente a la policía ni a los mandos del Ejército de Salvación. Supongo que lo consideró un problema familiar y quiso resolverlo sin implicar a nadie más. Me he dado cuenta de que en el Ejército de Salvación eso es una tradición.
Martine miraba fijamente los campos cubiertos de nieve que, bajo la palidez nocturna, desfilaban moviéndose como olas.
—Así que ese era el plan —dijo ella—. ¿Y qué falló?
—Lo de siempre —contestó Harry—. El tiempo.
—¿El tiempo?
—Si esa noche no se hubiese cancelado el vuelo a Zagreb debido a la nevada, Stankic habría llegado a su casa, se habría enterado de que, desgraciadamente, había matado al que le encargó el asesinato y la historia habría terminado ahí. Pero Stankic tuvo que quedarse una noche más en Oslo y descubrió que había matado a la persona equivocada. Lo que no sabe es que Robert Karlsen también es el nombre del contratante, así que sigue con su caza.
El altavoz anunció que llegaban al aeropuerto de Oslo: Gardermoen, andén derecho.
—Y ahora vas a atrapar a Stankic.
—Ese es mi trabajo.
—¿Vas a matarlo?
Harry la miró.
—Mató a tu amigo —añadió Martine.
—¿Te lo contó él?
—Dije que no quería saber nada, así que no me contó nada.
—Soy policía, Martine. Detenemos a las personas para ponerlas en manos de la justicia.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué no has dado la voz de alarma? ¿Por qué no has avisado a la policía del aeropuerto? ¿Por qué no están los de operaciones especiales camino del aeropuerto con las sirenas a todo volumen? ¿Por qué estás solo?
Harry no contestó.
—Ni siquiera hay más personas que estén al tanto de lo que acabas de contarme, ¿verdad?
Harry vio aparecer por la ventanilla del tren las superficies lisas de diseño en hormigón gris del aeropuerto.
—Nuestra parada —anunció.
M
ARTES, 22 DE DICIEMBRE
L
A CRUCIFIXIÓN
Solo una persona separaba a Jon del mostrador de facturación cuando lo notó. Un olor dulzón a jabón que le recordaba vagamente a algo. Algo que había sucedido no hacía mucho. Cerró los ojos y trató de recordar de qué se trataba.
—¡El siguiente, por favor!
Jon se acercó, puso la maleta y la mochila en la cinta de equipajes y dejó el billete y el pasaporte sobre el mostrador, delante de un hombre que lucía un buen bronceado y la camisa blanca de la línea aérea.
—Robert Karlsen —dijo el hombre mirando a Jon, que respondió con un gesto de afirmación—. Dos bultos. ¿Ese es el equipaje de mano? —Señaló con la cabeza hacia la bolsa negra.
—Sí.
El hombre pasó unas cuantas hojas, escribió algo en el teclado y la impresora escupió entre siseos unas tiras que indicaban que el equipaje iba a Bangkok. Y entonces Jon recordó de dónde reconocía el olor. De aquel segundo junto a la puerta de su apartamento, el último segundo en que se sintió a salvo. Del hombre que se presentó al otro lado de la puerta, diciendo en inglés que tenía un mensaje antes de empuñar una pistola negra. Se obligó a no darse la vuelta.
—Buen viaje, Karlsen —dijo el empleado entregándole el billete y el pasaporte con una sonrisa ultrarrápida.
Jon apremió el paso hacia las colas que se formaban frente a los escáneres de los guardias de seguridad. Mientras se metía el billete en el bolsillo, echó un rápido vistazo por encima del hombro.
Lo miró directamente a él. Durante un momento de locura se preguntó si Jon Karlsen lo habría reconocido, pero lo pasó de largo con la mirada. Lo que le inquietaba era que Karlsen parecía asustado.
Había llegado algo tarde para atraparlo en el mostrador de facturación. Y ahora el tiempo apremiaba, porque Jon Karlsen ya se había puesto en la cola del control de seguridad donde todo pasaba por el escáner, y el revólver estaba condenado a ser descubierto. Tenía que hacerlo en ese momento.
Tomó aire. Cerró y abrió el puño alrededor de la culata del revólver oculto bajo el abrigo.
Lo que deseaba por encima de todo era disparar a su objetivo en el acto, como solía hacer. Pero, aunque luego pudiera perderse entre la multitud, cerrarían el aeropuerto, controlarían la identidad de todos los pasajeros y no solo perdería el avión a Copenhague, que saldría dentro de cuarenta y cinco minutos, sino la libertad de los próximos veinte años.
Se dirigió hacia Jon Karlsen, que estaba de espaldas. Tenía que hacerlo rápido, con determinación. Debía acercarse a él, incrustarle el cañón en las costillas y darle un ultimátum de una manera rápida y fácil de entender. Después, lo conduciría tranquilamente por el vestíbulo de salidas abarrotado de gente hasta el aparcamiento. Y, detrás de un coche, le pegaría un tiro en la cabeza, escondería el cuerpo bajo el vehículo y se desharía del revólver antes de pasar por el control de seguridad, puerta 32, vuelo a Copenhague.
Ya tenía el revólver a medio camino y estaba a dos pasos de Jon Karlsen, cuando, de repente, este se salió de la cola y echó a andar hacia el otro lado del vestíbulo a paso ligero.
Do vraga
! Se volvió y empezó a seguirlo, pero se obligó a no correr. No te ha visto, se repetía.
Jon se decía que no debía echar a correr, que con eso solo mostraría que lo había descubierto. No había logrado reconocer la cara, pero tampoco hacía falta. El tipo llevaba el pañuelo rojo. En la escalera que llevaba al vestíbulo de llegadas, Jon notó que empezaba a sudar. Cuando llegó al fondo, torció en dirección contraria y, una vez fuera del campo de visión de quienes transitaban la escalera, sujetó bien la bolsa que llevaba debajo del brazo y echó a correr. Las caras de las personas que venían de frente pasaban como en volandas, con las cuencas vacías de los ojos de Ragnhild y su imparable grito. Bajó corriendo otra escalera y, de repente, no había nadie a su alrededor, solo un aire húmedo y frío y el eco de sus propios pasos y de su respiración en un pasillo ancho con inclinación descendente. Entonces se dio cuenta de que había llegado al edificio del aparcamiento y vaciló un instante. Dirigió la mirada al ojo negro de una cámara de vigilancia como si fuese a darle una respuesta. Más adelante, sobre una puerta, vio un cartel iluminado que era como una reproducción de sí mismo: un hombre allí plantado sin saber qué hacer. Los servicios de caballeros. Un escondite. Fuera del alcance de las miradas. Podía encerrarse allí. Y no salir hasta justo antes de que despegara el avión.
Oyó el eco de pasos que se acercaban rápidamente. Fue corriendo hasta los servicios, abrió la puerta y entró. El cuarto brilló con una luz blanca, como imaginaba que se le desvelaría el cielo a un moribundo. Teniendo en cuenta lo alejados que estaban los servicios en el edificio, le parecieron de unas proporciones desmedidas. Filas vacías de tazas blancas se alineaban contra la pared, a la espera; unos cubículos blancos en la de enfrente. Oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas emitiendo un pequeño clic metálico.
El aire en el pequeño cuarto de vigilancia del aeropuerto de Oslo era de una calidez y una sequedad bastante incómodas.
—Ahí —dijo Martine señalando.
Harry y los dos guardias de Securitas sentados en las sillas se volvieron primero hacia ella y luego hacia la pared de pantallas a la que estaba señalando.
—¿Dónde? —preguntó Harry.
—Ahí —repitió ella acercándose a la pantalla, que mostraba un pasillo vacío—. Lo he visto pasar. Estoy segura de que era él.
—Esa es la cámara de vigilancia del pasillo del edificio del aparcamiento —explicó el guarda de Securitas.
—Gracias —repuso Harry—. A partir de aquí me encargo yo.
—Espera —dijo el guardia de Securitas—. Esto es un aeropuerto internacional y, aunque tengas identificación policial, necesitas una autorización para…
Se detuvo de repente. Harry había sacado un revólver de la cinturilla del pantalón, y ahora lo sujetaba en la mano.
—Digamos que, de momento, esto será suficiente. ¿Te parece?
Harry no esperó respuesta.
Jon sabía que alguien había entrado en los servicios. Pero tan solo oía el rumor del agua en los lavabos con forma de lágrima que había enfrente del cubículo en el que se había encerrado.
Se sentó en la tapa del váter. Los cubículos estaban abiertos por la parte superior, pero las puertas llegaban hasta el suelo, así que no tuvo que subir las piernas.
El rumor del agua cesó y oyó un sonido de chapoteo.
Alguien estaba meando.
El primer pensamiento de Jon fue que se trataba de otra persona, no de Stankic, que nadie tenía tanta sangre fría para pensar en orinar antes de matar. El segundo fue que igual era verdad lo que el padre de Sofia había contado del pequeño redentor, cuyos servicios podían contratarse por cuatro perras en el International Hotel de Zagreb. Decían que era intrépido.
Jon oyó claramente el sonido de una bragueta al cerrarse y luego la música que interpretaba el agua con la orquesta de la porcelana blanca.
Calló la música del váter como bajo la dirección de una batuta y Jon distinguió el agua que salía de un grifo. Un hombre se estaba lavando las manos. A conciencia. Cerró el grifo. Más pasos. La puerta chirrió ligeramente. El clic metálico.
Jon se encogió sobre la taza del váter con la bolsa en el regazo.
Llamaron a la puerta del cubículo.
Tres golpes ligeros, pero con el sonido de algo duro. Como el acero.
La sangre se negaba a fluir por el cerebro. No se movió, solo cerró los ojos y contuvo la respiración. Pero le latía el corazón. Había leído en algún sitio que los oídos de ciertos depredadores podían captar el sonido del corazón de la víctima y que así daban con ellas. A excepción de los latidos, reinaba un silencio absoluto. Apretó los ojos con fuerza y pensó que, si se concentraba, podría ver a través del techo el cielo estrellado frío y sin nubes; el plan y la lógica de los planetas, invisible pero reconfortante; el sentido de todo.
Y se produjo el ruido inevitable.
Jon notó en la cara la presión del aire y por un momento creyó que se trataba de un disparo. Abrió los ojos con cautela. Donde antes estuvo la cerradura había ahora astillas y la puerta colgaba torcida.
El hombre que tenía delante se había desabrochado el abrigo. Llevaba debajo una chaqueta negra de esmoquin y una camisa tan blanca y reluciente como las paredes que se alzaban detrás. Y anudado al cuello, un pañuelo de seda rojo.
Vestido para la ocasión, pensó Jon.
Respiró el olor a orina y a libertad mientras miraba a la persona que se encogía frente a él. Un chico escuálido, presa del pánico, temblando mientras esperaba la muerte. En otras circunstancias se habría preguntado qué habría podido hacer aquel muchacho de mirada azul. Pero por una vez, lo sabía. Y por primera vez desde lo del padre de Giorgi durante la comida de Navidad en Dalj, le reportaría una satisfacción personal. Ya no tenía miedo.
Sin bajar el revólver, echó un vistazo al reloj. Faltaban treinta y cinco minutos para la salida del avión. Fuera había visto la cámara de vigilancia. Eso quería decir que, probablemente, también habría cámaras de vigilancia en el edificio del aparcamiento. Tenía que hacerlo allí dentro. Sacarlo y meterlo en el cubículo de al lado, pegarle un tiro, cerrar el cubículo desde dentro y salir. No encontrarían a Jon Karlsen hasta que no cerrasen el aeropuerto por la noche.
—
Get out
! —vociferó.
A Jon Karlsen se le veía perdido, en trance. No se movía. Puso el dedo en el gatillo y le apuntó. Karlsen salió lentamente del cubículo. Se detuvo. Abrió la boca.
—¡Policía! Suelta el arma.
Harry sujetaba el revólver con ambas manos apuntando a la espalda del hombre del pañuelo de seda rojo cuando oyó la puerta cerrase a su espalda con un clic metálico.
En lugar de dejar el revólver en el suelo, el hombre lo mantuvo firme contra la cabeza de Jon Karlsen y dijo con una pronunciación inglesa que Harry reconoció muy bien:
—
Hello, Harry
. ¿Tienes buena línea de tiro?
—Perfecta —contestó Harry—. Línea directa, atravesándote el cogote. He dicho que sueltes el arma.
—¿Cómo puedo estar seguro de que vas armado, Harry? Yo tengo tu revólver.
—Llevo una que perteneció a un colega. —Harry vio su propio dedo deslizarse alrededor del gatillo—. Jack Halvorsen. El que atacaste con un cuchillo en la calle Gøteborggata.
Harry vio que el hombre que tenía delante se ponía rígido.
—Jack Halvorsen —repitió Stankic—. ¿Qué te hace pensar que fui yo?
—Tu ADN en el vómito. Tu sangre en su abrigo. Y el testigo que tienes delante.
Stankic hizo un gesto lento de afirmación.
—Entiendo. He matado a tu colega. Pero si realmente lo crees, ¿por qué no me has pegado un tiro?
—Porque esa es la diferencia entre tú y yo —dijo Harry—. Yo no soy un asesino, sino un policía. Así que si dejas el revólver en el suelo, ahora, solo te quitaré la mitad de tu vida. Unos veinte años. Tú eliges, Stankic. —A Harry empezaban a dolerle los músculos de los brazos.
—
Tell him
!
Harry comprendió que Stankic se lo había gritado a Jon cuando vio que este se sobresaltaba.
—
Tell him
!
La nuez de Jon subía y bajaba como un corcho. Luego negó con la cabeza.
—¿Jon? —dijo Harry.
—No puedo…
—Va a dispararte, Jon. Habla.
—No sé lo que queréis que…
—Verás, Jon —dijo Harry sin apartar la vista de Stankic—. Nada de lo que digas con una pistola contra la cabeza puede utilizarse en tu contra en un juicio. ¿Comprendes? Ahora mismo, no tienes nada que perder.