El redentor (42 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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—¿Sí?

—Tenía miedo.

—Creo que hiciste lo correcto. —De nuevo aquella contradicción entre la expresión de la cara de la agente y sus palabras.

—¿Qué dicen los médicos? ¿Va a…?

—Lo más probable es que siga en coma hasta que mejore su estado. Pero todavía no sabemos si sobrevivirá. Sigamos.

—Es una pesadilla recurrente —susurró Jon—. Siguen ocurriendo las mismas cosas. Una y otra vez.

—No quisiera tener que repetir que debes hablar al micrófono —dijo Toril Li con un tono neutral.

Harry se hallaba en el hotel, contemplando la ciudad oscura por la ventana, llena de antenas de televisión torcidas y destartaladas que hacían señas y gestos extraños a un cielo de color ocre. Las alfombras y las gruesas y oscuras cortinas amortiguaban el sonido de la cadena sueca de televisión. Max von Sydow interpretaba a Knut Hamsun. La puerta del minibar estaba abierta. En la mesa del salón había un folleto del hotel. La primera página mostraba una foto de la estatua de Josip Jelacic en Trg Jelacica, y encima de Jelacic había cuatro botellines. Johnnie Walker, Smirnoff, Jägermeister y Gordons, así como dos botellas de la marca Ožujsko. Todas cerradas. De momento. Había pasado una hora desde que Sarre le llamó contándole lo ocurrido en la calle Gøteborggata.

Quería estar sobrio cuando hiciera esa llamada.

Beate contestó al cuarto tono.

—Está vivo —dijo antes de que a Harry le diera tiempo a preguntar—. Le han puesto un respirador y está en coma.

—¿Qué dicen los médicos?

—No lo saben, Harry. Podría haber muerto allí mismo. Al parecer, Stankic intentó cortarle la aorta, pero Halvorsen tuvo tiempo de interponer la mano. Tiene un corte muy profundo en el dorso y hemorragias de cortes en unas venas más pequeñas a ambos lados del cuello. Stankic le ha asestado varias puñaladas en el pecho justo encima del corazón. Según los médicos, lo ha rozado.

De no ser por aquel temblor casi imperceptible en la voz, se habría dicho que hablaba de una víctima cualquiera. Y Harry sabía qué probablemente ese era el único modo en el que Beate podía expresarse en aquellos momentos, como si lo ocurrido formase parte del trabajo. En el silencio que siguió a aquellas palabras, resonó la ira en la voz atronadora de Max von Sidow. Harry buscaba palabras de consuelo.

—He hablado con Toril Li —dijo en lugar de consolarla—. Me repitió el testimonio de Jon Karlsen. ¿Tienes algo más?

—Encontramos la bala en la fachada, a la derecha de la puerta de entrada. Los chicos de balística están examinándola, pero estoy casi convencida de que coincidirá con las de la plaza de Egertorget, las del apartamento de Jon y las que encontramos en Heimen. Es Stankic.

—¿Qué te hace estar tan segura?

—Una pareja que iba en coche y se detuvo al ver a Halvorsen tendido en la acera asegura que una persona que parecía un mendigo cruzó la calle justo delante de ellos. La chica vio por el retrovisor que el supuesto mendigo se desplomó en la acera un poco más abajo. Comprobamos el lugar. Mi colega, Bjørn Holm, encontró una moneda extranjera tan hundida en la nieve que primero pensamos que llevaba allí varios días. Él tampoco sabía de dónde procedía, porque lo único que podía leerse en la moneda era Republika Hrvatska y cinco kunas. Así que lo averiguó.

—Gracias, sé la respuesta —aseveró Harry—. Así que se trata de Stankic.

—Para estar totalmente seguros, hemos tomado unas muestras del vómito que había sobre el hielo. El forense va a cotejar el ADN con el pelo que encontramos en la almohada de la habitación del Heimen. Nos darán los resultados mañana, espero.

—Entonces, por lo menos sabes que contamos con rastros de ADN.

—Bueno. Una charca de vómito no es el sitio ideal para encontrar ADN. Las células de superficie de las mucosas se esparcen en un volumen de vómito tan grande… Y el vómito, al aire libre…

—… está expuesto a contaminación procedente de muchísimas fuentes de ADN. Ya sé todo eso, pero tenemos algo con lo que trabajar. ¿Qué estás haciendo ahora?

Beate suspiró.

—El Instituto Veterinario me ha enviado un SMS bastante extraño y pensaba llamarlos para ver qué quieren.

—¿El Instituto Veterinario?

—Sí, encontramos unos trozos de carne a medio digerir en el vómito, así que se lo enviamos para un análisis de ADN. La idea era cotejarlo con el archivo de carne que utiliza la Escuela Superior de Agricultura de Ås para rastrear la carne hasta su lugar de origen y su productor. Si se trataba de una calidad especial, quizá pudiéramos relacionarla con el sitio de Oslo donde la comió. Son palos de ciego, pero si Stankic ha encontrado donde esconderse las últimas veinticuatro horas, se moverá lo menos posible. Y si ya ha comido en un sitio cercano, es probable que vuelva allí.

—Bueno, ¿por qué no? ¿Qué dice el SMS?

—Que en todo caso vendría de un restaurante chino. Bastante críptico.

—Ya. Llámame cuando sepas algo más. Y…

—¿Sí?

Harry sabía que lo que estaba a punto de decir era totalmente estúpido: que Halvorsen era un valiente, que hoy en día los médicos podían arreglarlo casi todo, y que, seguramente, iría muy bien.

—Nada.

Después de colgar, Harry se volvió hacia la mesa y las botellas. Pito, pito, gorgorito… Terminó en Johnnie Walker. Harry sujetaba la botella en miniatura con una mano mientras torcía, o mejor dicho, retorcía el corcho con la otra. Se sentía como Gulliver. Apresado en un país extraño con botellas de pigmeo. Aspiró el olor dulce y familiar desde la estrecha boca de la botellita. Solo había un trago, pero el cuerpo ya se había puesto en guardia ante el ataque del veneno y estaba preparado. Harry temía las primeras arcadas inevitables, pero sabía que eso no lo detendría. Knut Hamsun decía en la tele que estaba cansado y que no podía escribir más.

Harry tomó aire como si fuese a bucear al fondo un buen rato.

Sonó el teléfono.

Harry vaciló. El teléfono enmudeció después del primer tono.

Alzó la botella cuando el teléfono sonó otra vez. Y volvió a enmudecer.

Comprendió que lo llamaban desde la recepción.

Dejó la botella en la mesilla de noche y esperó. Cuando sonó por tercera vez, cogió el auricular.


Mister Hansen
?


Yes
.

—Hay alguien que quiere verlo en recepción.

Harry miró al
gentleman
de la chaqueta roja que ilustraba la etiqueta de la botella.

—Dígale que bajo enseguida.


Yes, sir
.

Harry sujetaba la botellita con tres dedos. Echó la cabeza hacia atrás y vació el contenido en la garganta. Cuatro segundos más tarde vomitaba la comida del avión doblado sobre el inodoro.

El recepcionista señaló la fila de asientos próximos al piano, uno de los cuales ocupaba, muy erguida, una mujer menuda de pelo cano con un chal negro sobre los hombros. Observó a Harry con sus ojos castaños y apacibles mientras él se acercaba. Se detuvo delante de la mesa, donde había una pequeña radio a pilas. Unas voces apasionadas comentaban algún partido, puede que de fútbol. El sonido se mezclaba con el del pianista, que, detrás de la mujer, deslizaba las yemas de los dedos por las teclas, produciendo con sus acordes una compota de música ambiental a base de melodías clásicas del cine.

—Doctor Zhivago —dijo ella haciendo un gesto con la cabeza hacia el pianista—. Bonito, ¿verdad,
Mister Hansen
?

Su pronunciación y el acento inglés eran correctos. Sonrió como insinuando que había dicho algo divertido y, con un movimiento de la mano discreto pero decidido, le indicó que se sentara.

—¿Le gusta la música? —preguntó Harry.

—¿No le gusta a todo el mundo? Yo solía enseñar música. —Se inclinó hacia delante y subió el volumen de la radio.

—¿Tiene miedo de que nos oigan?

Ella se recostó en el sillón.

—¿Qué quiere, Hansen?

Harry repitió la historia del vendedor de drogas que frecuentaba las inmediaciones del colegio de su hijo mientras notaba cómo la bilis le ardía en la garganta y la jauría de perros que le habitaba el estómago le mordisqueaba y exigía más a gritos. La historia no parecía convincente.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó ella.

—Me informó una persona de Vukovar.

—¿De dónde vienes?

Harry tragó saliva. Notaba la lengua seca e hinchada.

—Copenhague.

Ella lo miró. Harry esperó. Sintió una gota de sudor que le rodaba entre los omoplatos y otra que empezaba a formarse en el labio superior. A la mierda con esto, necesitaba la medicina. La necesitaba ya.

—No me creo lo que dices —dijo ella por fin.

—De acuerdo —dijo Harry poniéndose de pie—. Tengo que irme.

—¡Espera! —La voz de la mujer menuda sonó decidida. Le indicó que volviera a sentarse y añadió—: Eso no significa que no tenga ojos en la cara.

Harry se sentó en el sillón.

—Veo el odio —dijo ella—. Y el dolor. Y puedo oler el alcohol. Creo esa parte de tu hijo muerto —sonrió—. ¿Qué quieres que se haga?

Harry intentaba concentrarse.

—¿Cuánto cuesta? ¿Y cómo de rápido puede hacerse?

—Depende, pero no encontrarás un artesano más barato que los nuestros. Desde cinco mil euros, más gastos.

—De acuerdo. ¿La semana que viene?

—Eso… puede ser un plazo demasiado ajustado.

El titubeo de la mujer duró una fracción de segundo, pero fue suficiente. Suficiente para que él lo supiera. Y Harry vio que, en aquel momento, ella supo que él lo sabía. Las voces de la radio chillaban agitadas y el público del fondo gritaba de alegría. Alguien había metido un gol.

—¿No estás segura de que tu artesano vuelva tan pronto? —dijo Harry.

Ella lo miró un buen rato.

—Todavía eres policía, ¿verdad?

Harry hizo un gesto afirmativo.

—Soy comisario en Oslo.

La mujer sufrió un leve tic en la comisura del ojo.

—Pero no soy un peligro para ti —aseguró Harry—. Croacia no entra en mi jurisdicción y nadie sabe que estoy aquí. Ni la policía croata ni mis superiores.

—¿Y qué quieres entonces?

—Negociar.

—¿El qué? —Ella se inclinó sobre la mesa y bajó el sonido de la radio.

—Tu artesano por mi hombre, que es vuestro objetivo.

—¿Qué quieres decir?

—Un intercambio. Tu hombre por Jon Karlsen. Si abandona la persecución de Karlsen, lo dejaremos ir.

Ella enarcó una ceja.

—¿Tanta gente para proteger a un solo hombre de un solo artesano, señor Hansen? ¿Y tienen miedo?

—Tememos que se produzca un baño de sangre. Tu artesano ya ha matado a dos personas y ha herido con una navaja a uno de mis colegas.

—Ha… —Ella se calló—. Eso no puede ser cierto.

—Si no le dices que vuelva, habrá más muertos. Y uno de ellos será él.

Ella cerró los ojos. Se quedó así un rato. Luego tomó aire.

—Si ha matado a uno de tus colegas, querréis venganza. ¿Cómo podré fiarme de que respetaréis vuestra parte del acuerdo?

—Me llamo Harry Hole. —Dejó su pasaporte en la mesa—. Si llega a saberse que he estado aquí sin permiso de las autoridades croatas, tendremos un conflicto diplomático. Y me quedaré sin trabajo.

La mujer sacó unas gafas del bolso.

—¿Así que te ofreces como rehén? ¿Te parece que eso suena verosímil, señor… —Se puso las gafas en la nariz y leyó en el pasaporte—:… Harry Hole?

—Es lo que tengo para negociar.

Ella asintió con la cabeza.

—Comprendo. ¿Y sabes qué? —Se quitó las gafas—. Quizá habría estado dispuesta a hacer el trueque. Pero ¿para qué, si no tengo forma de decirle que vuelva?

—¿Qué quieres decir?

—No sé dónde está.

Harry la observó. Vio el dolor en la mirada. Y percibió el temblor en la voz.

—Bueno —dijo Harry—. Entonces tendrás que negociar con lo que tienes. Dame el nombre de la persona que encargó el asesinato.

—No.

—Si el policía muere… —dijo Harry, sacando una foto del bolsillo y dejándola sobre la mesa— … lo más probable es que también muera tu artesano. Parecerá que un agente de policía tuvo que disparar en defensa propia. Así es. A no ser que yo pueda evitarlo. ¿Lo comprendes? Dime, ¿es esta persona?

—El chantaje funciona mal conmigo, señor Hole.

—Volveré a Oslo mañana por la mañana. Anoto mi número de teléfono en el dorso de la foto. Llámame si cambias de opinión.

Ella cogió la foto y la metió en el bolso.

Harry lo dijo bajito y rápido:

—¿Es tu hijo, verdad?

Ella se quedó de piedra.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Yo también tengo ojos en la cara. Sé ver el dolor.

La mujer se quedó inclinada sobre el bolso.

—¿Y qué me dices de ti, Hole?

Ella levantó la mirada.

—¿Acaso no conoces al policía herido? Lo digo por la facilidad con que renuncias a la venganza.

Harry tenía la boca tan seca que su propia respiración le quemaba.

—Así es —dijo—. No lo conozco.

A Harry le pareció oír el canto de un gallo mientras la seguía con la mirada a través de la ventana, hasta que torció a la izquierda en la acera de enfrente y desapareció.

De nuevo en la habitación, Harry apuró el resto de las botellas en miniatura, vomitó una vez más, se bebió la cerveza, vomitó, se miró en el espejo y bajó en el ascensor al bar del hotel.

23

L
A NOCHE DEL DOMINGO, 20 DE DICIEMBRE

L
OS PERROS

Estaba sentado en la oscuridad del contenedor, intentando pensar. La cartera del policía contenía dos mil ochocientas coronas noruegas. Y si recordaba bien el cambio, tenía suficiente para comer, comprarse una chaqueta nueva y pagarse un billete de avión a Copenhague.

El problema era la munición.

El tiro de la calle Gøteborggata había sido el séptimo y último. Había ido a la zona de Plata para preguntar dónde podía conseguir balas de nueve milímetros, pero solo había recibido miradas vacías por respuesta. Y sabía que, si seguía indagando, tenía muchas posibilidades de toparse con un policía.

Tamborileó con la Llama Minimax vacía en el suelo de metal. En la tarjeta de identificación policial le sonreía un hombre. Halvorsen. Estaba totalmente seguro de que ya habrían levantado un cerco impenetrable alrededor de Jon Karlsen. Solo quedaba una posibilidad. Un caballo de Troya. Y él sabía quién tendría que ser ese caballo. Harry Hole. Calle Sofie número 5, era la única dirección a nombre de Harry Hole en toda Oslo, según la mujer del servicio de información telefónica. Miró el reloj y se puso tenso.

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