El redentor (33 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: El redentor
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—Necesito un sitio donde quedarme —dijo el hombre.

Tore Bjørgen parpadeó nervioso. Casi no podía creerlo. Allí estaba, delante de un posible asesino, sospechoso de haber disparado a un hombre en plena calle. Pero entonces, ¿por qué no soltaba todo lo que tenía en las manos y salía corriendo del comedor gritando: «¡Policía!»? Es más, el agente le anunció que habría una recompensa para quien facilitara algún dato que condujese a la detención del hombre. Bjørgen miró al fondo del local, donde el maître hojeaba el libro de reservas. ¿Por qué notaba en el diafragma ese regocijo extraño y excitante que se extendía por todo el cuerpo haciéndolo temblar entre escalofríos mientras trataba de pensar en una respuesta que tuviera sentido?

—Solo será una noche —advirtió el hombre.

—Hoy trabajo —contestó Tore Bjørgen.

—Puedo esperar.

Tore Bjørgen miró al hombre. Esto es una locura, pensó mientras el cerebro, lento pero inexorable, conjugaba la apetencia de aquel juego con la posible solución a su problema de dinero. Tragó saliva y descansó el peso del cuerpo en el otro pie.

Harry bajó a toda prisa del tren del aeropuerto, dejó la estación de Oslo S y atravesó la zona de Grønland hasta llegar a la comisaría general. Cogió el ascensor que daba directamente al grupo de Atracos y trotó por los pasillos hasta llegar a
House of Pain
, la sala de vídeos de la policía.

Reinaba un ambiente oscuro, caluroso y denso en el reducido cuartucho sin ventanas. Oyó el repiqueteo de unos dedos que volaban sobre el teclado del ordenador.

—¿Qué ves? —le preguntó a la silueta que se recortaba contra las imágenes titilantes que mostraba la pantalla de la pared.

—Algo muy interesante —contestó Beate Lønn sin volverse.

Aunque Harry sabía que tenía los ojos enrojecidos. Había visto trabajar a Beate en otras ocasiones. La había visto pasarse horas mirando la pantalla mientras rebobinaba, paraba la imagen, enfocaba, aumentaba, guardaba. La había visto, pero sin comprender qué buscaba. O qué veía. Aquel era su territorio.

—Y posiblemente, muy esclarecedor —añadió.

—Soy todo oídos. —Harry avanzó en la oscuridad, pero dio con la pantorrilla en una silla y soltó un taco antes de sentarse.

—¿Listo?

—Dispara.

—De acuerdo. Te presento a Christo Stankic.

En la pantalla apareció un hombre que se acercaba a un cajero.

—¿Estás segura? —preguntó Harry.

—¿No lo reconoces?

—Reconozco la chaqueta azul, pero… —dijo Harry percibiendo la confusión que denotaba su voz.

—Espera —interrumpió Beate.

El hombre había metido una tarjeta en el cajero y estaba esperando. Volvió la cara hacia la cámara e hizo una mueca. Una sonrisa forzada, de esas que significaban lo contrario de lo que uno piensa.

—Se ha dado cuenta de que no le da dinero —explicó Beate.

El hombre de la pantalla pulsaba los botones una y otra vez y, al final, colocó la mano sobre el teclado del cajero.

—Y ahora descubre que no le devuelve la tarjeta —prosiguió Harry.

El hombre se quedó un buen rato observando la ventanilla del cajero. Se subió la manga, miró el reloj de pulsera, se dio la vuelta y desapareció.

—¿Qué clase de reloj es ese? —preguntó Harry.

—El cristal deslumbra —dijo Beate—. Pero he aumentado el negativo. Pone Seiko SQ50 en la esfera.

—Buena chica. Pero no veo nada esclarecedor.

—Esto es lo esclarecedor.

Beate tecleó algo rápidamente y enseguida aparecieron en la pantalla dos fotografías del hombre que acababan de ver. Una, de cuando sacaba la tarjeta, la otra, mientras miraba el reloj.

—He elegido estas dos instantáneas porque en ambas mantiene la cara más o menos en la misma postura y así es más fácil verlo. Están sacadas con un intervalo de algo más de cien segundos. ¿Lo ves?

—No —admitió Harry—. Obviamente, se me dan bastante mal estas cosas, ni siquiera logro ver a la misma persona en las dos fotos. Ni tampoco me parece que sea la persona a la que vi junto al río Akerselva.

—Bien, entonces lo has visto.

—¿Qué he visto?

—Esta es la foto de la tarjeta de crédito —dijo Beate pulsando una tecla. Apareció la instantánea de un tipo de pelo corto y corbata—. Y esta otra, la que le tomó el
Dagbladet
en la plaza de Egertorget.

Dos fotos nuevas.

—¿Ves si es la misma persona? —preguntó Beate.

—En realidad, no.

—Yo tampoco.

—¿

tampoco? Pero si

no lo ves, ¿significa que no es la misma persona?

—No —respondió Beate—. Significa que tenemos un caso de hipermovilidad. En el ámbito profesional se llama
visage de pantomime
.

—¿De qué hablas?

—De alguien que no necesita maquillaje, disfraz ni cirugía plástica para transformarse.

Antes de tomar la palabra, Harry esperó en la sala de reuniones de la zona roja a que todos los participantes del grupo de investigación se hubieran sentado.

—Ahora sabemos que estamos buscando a un hombre, solo a uno. De momento lo llamamos Christo Stankic. ¿Beate?

Beate encendió el proyector y apareció en la pantalla la fotografía de una cara con los ojos cerrados y una máscara hecha de lo que parecían espaguetis.

—Lo que estáis viendo es una ilustración de nuestra musculatura facial —comenzó Beate—. Músculos que utilizamos para crear expresiones faciales y así cambiar de aspecto. Los más importantes están situados en la frente, alrededor de los ojos y de la boca. Este, por ejemplo, es el
musculus frontalis
que, junto con el
musculus corrugatus supercilii
, se utiliza para enarcar las cejas y fruncir el ceño. El
orbicularis oculi
se utiliza para contraer o distender los párpados. Etcétera.

Beate pulsó el mando a distancia. La imagen de un payaso con mejillas grandes e hinchadas vino a sustituir a la anterior.

—Tenemos cientos de estos músculos en el rostro, e incluso los que trabajan para crear expresiones faciales utilizan un mínimo porcentaje de sus posibilidades. Actores y payasos ejercitan los músculos faciales hasta conseguir una movilidad máxima, algo que los demás perdemos de jóvenes. Pero hasta los actores y los artistas de pantomima utilizan principalmente el rostro para movimientos mímicos que expresan un sentimiento específico. Y son tan importantes como universales y escasos. Ira, alegría, enamoramiento, sorpresa, risa, carcajada, etc. Sin embargo, la naturaleza nos ha dotado de esta máscara de músculos que nos ofrece la posibilidad de varios millones, sí, una cantidad casi ilimitada de expresiones faciales. Los pianistas entrenan la conexión entre el cerebro y la musculatura de los dedos hasta tal punto que puede realizar diez tareas diferentes simultáneas y totalmente independientes las unas de las otras. Y en los dedos no tenemos ni por asomo tantos músculos como en la cara. Es decir, con la cara podemos hacer millones de cosas.

Beate cambió a la fotografía de Christo Stankic frente al cajero.

—Podemos hacer esto, por ejemplo.

La cinta pasaba a cámara lenta.

—Apenas es posible percibir los cambios. Son músculos muy pequeños que se contraen y se distienden. La suma de todos esos pequeños movimientos musculares crea una expresión facial distinta. ¿De verdad puede cambiar tanto una cara? No, sin embargo, la parte del cerebro encargada de reconocer rostros —el
gyrus fusiforme
— es extremadamente sensible incluso cuando se trata de cambios nimios, ya que su trabajo consiste en diferenciar miles de rostros fisiológicamente iguales. Por medio del ajuste gradual de la contracción de los músculos faciales, se llega a lo que aparentemente es otra persona. Es decir, esta.

Beate congeló la escena en el último fotograma de la grabación.

—¿Hola? Aquí el planeta Tierra llamando a Marte.

Harry reconoció la voz de Magnus Skarre. Alguien se rio y Beate se sonrojó.


Sorry
—relinchó Skarre mirando, contento, a su alrededor—. Sigue siendo el tal Stankic. La
science fiction
es divertida, pero eso de que un hombre aprieta un músculo aquí y suelta otro allá hasta volverse irreconocible me recuerda a los cuentos de fantasmas, si quieres mi opinión.

Harry estuvo a punto de interrumpir, pero cambió de idea. Optó por observar a Beate. Dos años atrás, un comentario como ese la habría destrozado, y él habría tenido que quedarse a recoger los pedazos.

—Pues, en realidad, no, nadie ha pedido tu opinión —dijo Beate con las mejillas aún arreboladas—. Pero ya que piensas así, te pondré un ejemplo que estoy segura de que podrás entender.

—Oye, oye —protestó Skarre alzando las manos al frente—. No era nada personal, Lønn.

—Cuando una persona muere se produce, como ya sabéis, el
rigor mortis
—continuó Beate aparentemente impasible, pero Harry pudo ver que se le dilataban las fosas nasales—. Los músculos del cuerpo, también los del rostro, se quedan rígidos. Produce el mismo efecto que tensar los músculos. ¿Y qué suele ocurrir cuando un familiar tiene que identificar un cadáver?

En el silencio que siguió a su pregunta, solo se distinguía el ronroneo del ventilador del proyector. Harry ya sonreía.

—No los reconocen —dijo una voz alta y clara. Harry no se había percatado de que Gunnar Hagen había entrado—. Un problema frecuente en situaciones de guerra cuando hay que identificar a los soldados muertos. Llevan uniforme, claro, y hasta los amigos de su propio pelotón tienen que contrastar las chapas de identificación para estar seguros.

—Gracias —dijo Beate—. ¿Te queda más claro ahora, Skarre?

Skarre se encogió de hombros y Harry oyó reír a alguno de sus colegas. Beate apagó el proyector.

—La plasticidad o movilidad del rostro es una capacidad altamente individual. Hay una parte que se puede ejercitar y otra que se supone que es genética. Algunos no saben diferenciar entre el lado derecho y el izquierdo del rostro, otros, con práctica, pueden llegar a hacer funcionar esos músculos de forma independiente. Como un pianista. Y eso se llama, como ya he dicho, hipermovilidad o
visage du pantomime
. Los casos que se conocen apuntan a que es genético, que se trata de una facultad que se desarrolla a edad temprana o en la infancia, y que los que tienen un grado de hipermovilidad extrema suelen padecer trastornos de personalidad y/o han vivido situaciones muy traumáticas en la infancia.

—¿Estás diciendo que ese hombre está loco? —preguntó Gunnar Hagen.

—Mi especialidad son las caras, no la psicología —repuso Beate—. Pero no se puede descartar. ¿Harry?

—Gracias, Beate. —Harry se levantó—. Ya sabéis un poco más sobre a qué nos enfrentamos. ¿Preguntas? ¿Sí, Li?

—¿Cómo se atrapa a una criatura así?

Harry y Beate intercambiaron una mirada elocuente. Hagen carraspeó.

—No tengo ni idea —confesó Harry—. Solo sé que esto no terminará hasta que él no haya hecho su trabajo. O nosotros el nuestro.

Cuando Harry volvió al despacho, tenía un mensaje de Rakel. La llamó enseguida para evitar cavilaciones.

—¿Qué tal, Harry? ¿Tirando? —dijo ella.

—Sí, para el Tribunal Supremo —contestó Harry.

Era una expresión que el padre de Rakel solía utilizar. Una broma que, tras la guerra, hacían los que habían luchado en el frente. Rakel se echó a reír. Esa risa cristalina y suave por la que una vez había estado dispuesto a sacrificarlo todo para oírla todos los días. Todavía surtía su efecto.

—¿Estás solo? —preguntó ella.

—No. Halvorsen está aquí escuchando, como siempre.

Halvorsen levantó boquiabierto la cabeza de las declaraciones que habían prestado los testigos de la plaza de Egertorget.

—Oleg necesita hablar con alguien —dijo Rakel.

—¿Y?

—Vaya, me he expresado mal. Con alguien no, contigo. Necesita hablar contigo.

—¿Necesita?

—Corrijo otra vez.
Ha dicho
que quería hablar contigo.

—¿Y te ha pedido que llamaras?

—No, no, eso no lo haría jamás.

—No. —Harry sonrió al pensarlo.

—Bueno… ¿Crees que tendrás tiempo una noche de estas?

—Por supuesto.

—Estupendo. Puedes venir a cenar con nosotros.

—¿Nosotros?

—Con Oleg y conmigo.

—Ya.

—Sé que ya conoces a Mathias…

—Sí —dijo Harry—. Parece majo.

—Sí, sí.

Harry no sabía cómo debía o quería interpretar su tono de voz.

—¿Sigues ahí?

—Aquí sigo —contestó Harry—. Verás, tenemos un asunto de asesinato y la cosa está que arde. ¿Puedo ver cómo evoluciona el asunto y llamarte cuando encuentre un día que me venga bien?

Pausa.

—¿Rakel?

—Sí, eso estaría bien. ¿Y por lo demás?

Aquello estaba tan fuera de contexto que Harry se preguntó si lo decía irónicamente.

—Van pasando los días —dijo Harry.

—¿No ha habido novedades en tu vida desde la última vez que hablamos?

Harry tomó aire.

—Tengo que irme, Rakel. Te llamo cuando tenga un hueco. Dale recuerdos a Oleg de mi parte. ¿Vale?

—Vale.

Harry colgó.

—¿Y eso? —quiso saber Halvorsen—. ¿«Un día que me venga bien»?

—Es una cena. Se trata de Oleg. ¿A qué iba Robert a Zagreb?

Halvorsen estaba a punto de decir algo, pero en ese momento se oyó una voz que renegaba soltando tacos en voz baja. Se volvieron. Skarre se encontraba en el umbral de la puerta.

—La policía de Zagreb acaba de llamar —informó—. La tarjeta de crédito de Stankic se emitió con un pasaporte falso.

—Ya —dijo Harry repantigándose en la silla con ambas manos detrás de la cabeza—. ¿Qué hacía Robert en Zagreb, Skarre?

—Ya sabéis lo que yo pienso.

—Drogas —dijo Halvorsen.

—Skarre, ¿no decías que una chica anduvo preguntando por Robert en el Fretex de la calle Kirkeveien? ¿Y que los de la tienda creían que era yugoslava?

—Sí. Fue la jefa de allí quien…

—Llama al Fretex, Halvorsen.

Nadie pronunció una palabra mientras Halvorsen buscaba en las páginas amarillas y marcaba el número. Harry empezó a tamborilear en la mesa al tiempo que se preguntaba cómo expresar lo satisfecho que se sentía con el trabajo de Skarre. Carraspeó una vez, como tomando impulso, pero Halvorsen le entregó el auricular.

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