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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (28 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—¿En el barrio italiano?

—No; creo que en Chiswick nos será mucho más fácil encontrarlo. Si viene usted conmigo a Chiswick esta noche, Lestrade, le prometo ir mañana con usted al barrio italiano; con ese pequeño retraso no se pierde nada. Y ahora, creo que unas pocas horas de sueño nos vendrían muy bien a todos, porque no pienso salir hasta las once y es poco probable que regresemos antes de que amanezca. Quédese a cenar con nosotros, Lestrade, y después puede echarse en el sofá hasta que llegue la hora de salir. Mientras tanto, Watson, le agradecería que llamase a un mensajero, porque tengo que enviar una carta y es importante que salga cuanto antes.

Holmes se pasó la tarde rebuscando entre los diarios atrasados que llenaban uno de nuestros trasteros. Cuando por fin bajó, sus ojos tenían una expresión de triunfo, pero no nos dijo nada sobre el resultado de sus indagaciones. Por mi parte, yo había seguido paso a paso los métodos con los que habíamos seguido los diversos vericuetos de este complicado caso y, aunque todavía no intuía cuál era nuestro objetivo, me daba perfecta cuenta de que Holmes esperaba que el grotesco criminal intentara apoderarse de los dos bustos que quedaban, uno de los cuales, como yo recordaba, se encontraba en Chiswick. Sin duda, el objeto de nuestro viaje era atraparlo con las manos en la masa, y no podía dejar de admirar la astucia con que mi amigo había insertado una pista falsa en el periódico de la tarde, para que nuestro hombre pensara que podía seguir adelante con su plan impunemente. No me sorprendí cuando Holmes sugirió que llevara mi revólver. Él ya se había equipado con la pesada fusta de caza, que era su arma favorita.

Un coche nos aguardaba a las once en la puerta, y en él llegamos hasta un lugar al otro lado del puente de Hammersmith, donde dijimos al cochero que nos esperara. Una corta caminata nos llevó hasta una calle solitaria, flanqueada por bonitas casas, cada una con su terreno propio. A la luz de una farola leímos «Laburnum Villa» en la entrada de una de ellas. Evidentemente, sus ocupantes se habían retirado a dormir, porque todo estaba oscuro, a excepción de una luz sobre los cristales de la puerta del vestíbulo, que arrojaba un borroso círculo de luz sobre el sendero del jardín. La valla de madera que separaba el jardín de la calle proyectaba una densa sombra negra hacia la parte de dentro, y allí fue donde nos agazapamos.

—Me temo que tendremos que esperar mucho tiempo —susurró Holmes—. Podemos dar gracias al cielo de que no llueva. No creo que sea prudente fumar para pasar el rato. Sin embargo, hay dos posibilidades contra una de que obtengamos una compensación por tanta molestia.

Sin embargo, nuestra guardia no resultó tan larga como Holmes nos había hecho temer, y terminó de un modo repentino y extraño. En un instante, sin el más ligero ruido que nos advirtiera de su llegada, se abrió la puerta del jardín y por ella entró una figura oscura y atlética, tan rápida y ágil como un mono, que avanzó velozmente por el sendero. La vimos cruzar frente a la luz que salía por encima de la puerta y desaparecer, confundida con la negra sombra de la casa. Hubo una larga pausa, durante la cual estuvimos conteniendo la respiración, y luego llegó a nuestros oídos un crujido muy débil. Estaban abriendo una ventana. El ruido cesó, y de nuevo se produjo un largo silencio. El individuo había entrado en la casa. Vimos el súbito resplandor de una linterna sorda dentro de la habitación. Evidentemente, lo que buscaba no estaba allí, porque enseguida vimos el resplandor a través de otra ventana, y después, de otra.

—Acerquémonos a la ventana abierta. Lo atraparemos cuando vuelva a salir —cuchicheó Lestrade.

Pero antes de que pudiéramos hacer un movimiento, el hombre salió de nuevo. Al pasar por el círculo de luz, vimos que llevaba un objeto blanco bajo el brazo. Miró furtivamente a su alrededor, y el silencio de la calle desierta le tranquilizó. Dándonos la espalda, dejó en el suelo su carga, y al instante oímos un golpe seco, seguido por un ruido de rotura. El hombre estaba tan concentrado en lo que hacía que no oyó nuestros pasos, que avanzaban sigilosamente por el césped. Con un salto de tigre, Holmes cayó sobre su espalda, y un segundo después Lestrade y yo lo teníamos agarrado por las muñecas y le habíamos colocado las esposas. Cuando le dimos la vuelta, vimos una cara cetrina y repugnante, que nos miraba temblando de furia, y comprendí que habíamos capturado al hombre de la fotografía.

Pero Holmes no estaba prestando atención a nuestro prisionero. Agachado junto al umbral de la puerta examinaba con la máxima atención el objeto que el hombre había sacado de la casa. Se trataba de un busto de Napoleón, igual al que habíamos visto por la mañana, y roto en fragmentos similares. Con mucho cuidado, Holmes acercó a la luz cada pedazo, pero éstos en nada se diferenciaban de cualquier otro trozo de escayola rota. Acababa de terminar su inspección cuando se encendieron las luces del vestíbulo, se abrió la puerta, y apareció en el umbral el dueño de la casa, un hombre grueso y jovial en mangas de camisa.

—El señor Josiah Brown, supongo —dijo Holmes.

—Sí, señor; y usted, sin duda, es Sherlock Holmes. Recibí la carta que me envió por mensajero, e hice exactamente lo que usted me indicaba. Cerramos todas las puertas por dentro y aguardamos a ver qué ocurría.

—Vaya, me alegra comprobar que han agarrado a ese granuja. Supongo, caballeros, que entrarán a tomar algo.

Pero Lestrade estaba ansioso por poner a su hombre a buen recaudo, así que a los pocos minutos habíamos hecho venir a nuestro coche y los cuatro íbamos camino de Londres. Nuestro cautivo no dijo una sola palabra; se limitó a mirarnos con furia desde la sombra de sus desgreñados cabellos, y una vez que mi mano le pareció a su alcance, le lanzó un mordisco como un lobo hambriento. Nos quedamos en la comisaría el tiempo suficiente para enterarnos de que, al registrar sus ropas, no se había encontrado nada más que unos pocos chelines y una enorme navaja, en cuyas cachas se veían abundantes huellas de sangre reciente.

—Esto va bien —dijo Lestrade al despedirnos—. Hill conoce a toda esta gente y sabrá cómo se llama. Ya verá usted cómo mi teoría de la Mafia resulta cierta. Pero, desde luego, le estoy agradecidísimo, señor Holmes, por la manera tan profesional con que le ha echado el guante. Todavía no lo comprendo bien todo.

—Me temo que es muy tarde para explicaciones —dijo Holmes—. Además, aún quedan uno o dos detalles por aclarar, y este es uno de los casos que vale la pena apurar hasta el final. Si se pasa una vez más por mis aposentos mañana a las seis, creo que podré demostrarle que aún no ha captado usted todo el significado de este asunto, que presenta algunos aspectos que lo convierten en un caso absolutamente original en la historia del crimen. Si alguna vez le autorizo a escribir más crónicas de mis pequeños problemas, Watson, estoy seguro de que el relato de la singular aventura de los bustos de Napoleón animará considerablemente sus páginas.

Cuando volvimos a reunirnos a la tarde siguiente, Lestrade venía provisto de abundante información acerca de nuestro detenido. Al parecer, se llamaba Beppo, de apellido desconocido. Era un truhán bastante conocido en la colonia italiana. En otros tiempos había sido un hábil escultor que se ganaba honradamente la vida, pero se había torcido por el mal camino y ya había estado dos veces en la cárcel; una por hurto y la otra, como ya sabíamos, por apuñalar a un compatriota. Hablaba inglés a la perfección. Todavía se ignoraban los motivos que le impulsaban a destrozar los bustos, y se negaba a responder a cualquier pregunta sobre el tema; pero la policía había descubierto que era muy probable que los bustos hubieran sido hechos por sus propias manos, ya que había realizado trabajos de este tipo en el establecimiento de Gelder & Co. Holmes escuchó con atención y cortesía toda esta información, gran parte de la cual ya conocíamos, pero yo, que le conocía bien, me daba perfecta cuenta de que sus pensamientos estaban en otra parte, y detecté una mezcla de desasosiego e impaciencia bajo la máscara que asumía de manera habitual. Por fin, se levantó de su asiento con los ojos chispeantes. Había sonado la campanilla de la puerta. Un minuto después, oímos pasos en la escalera, y al momento penetró en la habitación un hombre ya mayor, de rostro sonrosado y patillas entrecanas. Llevaba en la mano derecha una anticuada bolsa de viaje, que depositó sobre la mesa.

—¿Está aquí el señor Sherlock Holmes?

Mi amigo hizo una inclinación de cabeza y sonrió.

—El señor Sandeford, de Reading, ¿verdad? —dijo.

—Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero los trenes han sido un desastre. Me escribió usted acerca de un busto que obra en mi posesión.

—Exacto.

—Tengo aquí su carta. Dice usted: «Deseo obtener una copia del Napoleón de Devine, y estoy dispuesto a pagarle diez libras por la que usted posee.» ¿Es así?

—Desde luego.

—Me sorprendió mucho su carta, porque no puedo imaginar cómo se enteró usted de que yo poseía semejante objeto.

—Es natural que le haya sorprendido, pero la explicación es muy sencilla. El señor Harding, de Harding Brothers, me dijo que le había vendido a usted el último ejemplar y me dio su dirección.

—Ah, ¿con que fue así? ¿Le dijo lo que pagué por él?

—No, no me lo dijo.

—Mire, yo soy un hombre honrado, aunque no sea muy rico. Sólo pagué quince chelines por el busto, y creo que tiene usted derecho a saberlo antes de que yo acepte sus diez libras.

—Sus escrúpulos le honran, señor Sandeford, pero yo ofrecí ese precio y estoy dispuesto a mantenerlo.

—Vaya, es usted muy espléndido, señor Holmes. He traído el busto, como usted me pedía. Aquí lo tiene.

Abrió la bolsa y, por fin, vimos sobre nuestra mesa un ejemplar completo de aquel busto que ya habíamos contemplado más de una vez hecho pedazos. Holmes sacó un papel del bolsillo y puso un billete de diez libras sobre la mesa.

—Haga usted el favor de firmar este papel, señor Sandeford, en presencia de estos testigos. Es una simple declaración de que me transfiere a mí todos los derechos que haya podido tener sobre este busto. Soy un hombre metódico, ¿sabe usted?, y nunca se sabe qué giro pueden tomar las cosas más adelante. Muchas gracias, señor Sandeford; aquí tiene su dinero, y le deseo muy buenas tardes.

Cuando nuestro visitante hubo desaparecido, Sherlock Holmes inició una serie de movimientos que nosotros seguimos fascinados. Comenzó por sacar de un cajón un mantel blanco y limpio, y extenderlo sobre la mesa. A continuación, colocó el recién adquirido busto en el centro del mantel. Por último, tomó su fusta de caza y asestó con ella un fuerte golpe en la cabeza de Napoleón. La figura se rompió en pedazos, y Holmes se inclinó ansioso sobre los destrozados restos. Al instante, con un fuerte grito de triunfo, levantó un fragmento que llevaba pegado un objeto redondo y oscuro, como si fuera una ciruela en un pastel.

—Caballeros —exclamó—, permítanme que les presente la famosa perla negra de los Borgia.

Lestrade y yo nos quedamos callados por un momento, y luego, con una reacción espontánea, estallamos en aplausos como si estuviéramos presenciando el elaborado desenlace de una obra dramática. Un súbito rubor asomó en las pálidas mejillas de Holmes, que se inclinó ante nosotros como un dramaturgo que recibe el homenaje de su público. En momentos como aquél, Holmes dejaba por un momento de ser una máquina de razonar y sucumbía a la debilidad humana por la admiración y el aplauso. Aquel personaje tan peculiarmente orgulloso y reservado, que rechazaba con desprecio la notoriedad pública, era capaz de conmoverse hasta las entrañas ante la admiración y los elogios espontáneos de un amigo.

—Sí, caballeros —continuó—. Esta es la perla más famosa que existe hoy día en todo el mundo y, mediante una cadena continua de razonamientos inductivos, he tenido la suerte de poder seguir su pista desde la alcoba del príncipe Colonna, en el hotel Dacre, donde fue robada, hasta el interior de éste, el último de los seis bustos de Napoleón fabricados por Gelder & Co., de Stepney. Seguro que usted, Lestrade, se acuerda de la sensación que causó la desaparición de esta valiosa joya, y de los vanos esfuerzos de la policía de Londres por recuperarla. Yo mismo fui consultado al respecto, pero no conseguí arrojar ninguna luz sobre el caso. Las sospechas recayeron sobre la doncella de la princesa, que era italiana, y se supo que tenía un hermano en Londres, pero no se pudo demostrar que existiera ningún contacto entre ellos. La doncella se llama Lucrezia Venucci, y no me cabe la menor duda de que ese Prieto que fue asesinado hace dos noches era el hermano. He estado consultando las fechas en los viejos archivos de prensa, y he comprobado que la desaparición de la perla se produjo exactamente dos días antes de la detención de Beppo por una agresión violenta..., detención que tuvo lugar en la fábrica de Gelder & Co., en el mismo momento en que se estaban fabricando estos bustos. Ahora ya pueden ver con toda claridad la secuencia de los hechos, aunque, por supuesto, los contemplan en el orden inverso al que se me fueron presentando a mí. Beppo tenía en su poder la perla. Tal vez se la robó a Pietro, tal vez fuera cómplice de Pietro, incluso es posible que actuara de intermediario entre Pietro y su hermana. La verdadera situación no tiene demasiada importancia para nosotros. Lo importante es que él tenía la perla, y que la llevaba encima en aquel momento, cuando le perseguía la policía. Se dirigió a la fábrica en la que trabajaba, y sabía que disponía sólo de unos pocos minutos para ocultar este valiosísimo botín, que de otro modo sería descubierto cuando le registraran. En el pasillo había seis Napoleones de escayola secándose. Uno de ellos aún estaba blanco. En un instante, Beppo, que era un trabajador muy hábil, hizo un agujerito en el yeso húmedo, metió en él la perla y, con unos pocos toques, tapó de nuevo la abertura. El escondrijo era perfecto: nadie podría descubrirlo. Pero Beppo fue condenado a un año de cárcel y, mientras tanto, los seis bustos quedaron desperdigados por Londres. Era imposible saber cuál de ellos contenía el tesoro; sólo rompiéndolos podía averiguarlo. Ni siquiera sacudiéndolos podía descubrir nada, porque como el yeso estaba húmedo, lo más probable era que la perla hubiera quedado adherida a él..., como, efectivamente, ha sucedido. Beppo no se dio por vencido, y llevó a cabo su investigación con considerable ingenio y perseverancia. Por medio de un primo que trabaja en Gelder, se informó de los minoristas que habían adquirido los bustos. Se las arregló para conseguir trabajo en Morse Hudson, y de este modo siguió la pista a tres de ellos. La perla no estaba en ninguno. Entonces, con ayuda de algún empleado italiano, logró averiguar dónde habían ido a parar los otros tres bustos. El primero estaba en casa de Harker. Allí fue acosado por su compinche, que consideraba a Beppo responsable de la pérdida de la perla, y en el forcejeo que se produjo a continuación Beppo lo apuñaló.

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