El regreso de Tarzán (8 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El regreso de Tarzán
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—¡Estupendo! Mi señora hermana estará sentadita en su gabinete, vestida todo lo más con un salto de cama. Y dentro de unos minutos mi fiel Jacques conducirá a monsieur Tarzán a su presencia, sin anunciarle previamente. Las explicaciones durarán un rato. Olga tendrá un aspecto adorablemente encantador, con su salto de cama transparente, la tela se le adherirá al cuerpo y ocultará sus encantos sólo a medias, dejando visibles buena parte de ellos. Mi hermana estará sorprendida, pero ni mucho menos disgustada.

»Y si por las venas de ese sujeto circula una gota de sangre, dentro de unos quince minutos el conde De Coude interrumpirá una preciosa escena de amor. Creo que lo hemos planeado a las mil maravillas, mi querido Alexis. Echemos un trago de ese incomparable ajenjo del viejo Planeon a la salud de monsieur Tarzán. No hay que olvidar que el conde De Coude es una de las mejores espadas de París y la primera pistola de Francia, con una enorme ventaja sobre la segunda.

Cuando Tarzán llegó a la residencia de Olga, Jacques le esperaba en la entrada. —Por aquí, monsieur —indicó.

Le acompañó por la amplia escalera de mármol. Un momento después abría una puerta, apartaba una gruesa cortina, se inclinaba obsequiosamente e introducía a Tarzán en una estancia tenuemente iluminada. Acto seguido, Jacques desapareció.

Al otro lado de aquel saloncito Tarzán vio a Olga sentada ante un escritorio sobre el que descansaba el teléfono. La mujer tamborileaba con impaciencia sobre la pulimentada superficie de la mesa. No le había oído entrar.

—Olga —preguntó Tarzán—, ¿qué ocurre?

Sobresaltada, la mujer dejó escapar un leve grito de alarma y volvió la cabeza para mirarle.

—¡Jean! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Quién te ha franqueado la entrada? ¿Qué significa esto?

Tarzán se sintió como fulminado por un rayo, pero en seguida empezó a comprender la verdad. En parte, al menos.

—Entonces, ¿no me mandaste llamar, Olga?

—¿Avisarte para que vinieras a estas horas de la noche?
>Mon Dieu,
Jean! ¿Crees que me he vuelto completamente loca?

—Franeois me dijo por teléfono que viniese cuanto antes. Que estabas en un apuro y me necesitabas.

—¿Franeois? ¿Quién es Franeois?

—Dijo que era miembro de tu servidumbre. Al hablarme dio a entender que debía recordarle como tal.

—Entre mis criados no hay ninguno que responda a ese nombre. Parece que alguien te ha gastado una broma, Jean —Olga se echó a reír.

—Me temo que se trata de una jugada mucho más siniestra que una «broma», Olga —repuso Tarzán—. Detrás de esto hay algo más que una humorada.

—¿Qué insinúas? No pensarás que…

—¿Dónde está el conde? —le interrumpió Tarzán.

—En casa del embajador alemán.

—Esta es otra proeza de tu recomendable hermanito. El conde tendrá mañana amplia noticia del asunto. Y procederá a interrogar a los criados. Todo apuntará hacia…, hacia lo que Rokoff desea que crea el conde.

—¡El miserable! —exclamó Olga. Se había levantado, estaba ya junto a Tarzán y le miró a la cara. Llevaba encima un susto de muerte. En sus ojos se apreciaba la expresión que el cazador suele ver en la pobre liebre aterrada… que lo mira perpleja, interrogadora. Temblorosa, Olga levantó las manos y las apoyó en los anchos hombros de Tarzán. Susurró—: ¿Qué vamos a hacer, Jean? Es terrible. Todo París lo leerá mañana en la prensa… Nicolás se encargará de que ocurra así.

Su mirada, su actitud, sus palabras manifestaban elocuentemente la súplica, tan antigua como el mundo, que la mujer indefensa dirige a su protector natural: el hombre. Tarzán tomó en la suya una de las cálidas, pequeñas y delicadas manos de la condesa, entonces apoyada en el pecho del hombre. Fue un acto completamente involuntario, lo mismo, o casi, que el gesto inducido por el instinto protector que impulsó a Tarzán a rodear con un brazo los hombros de la joven.

El resultado fue electrizante. Nunca había estado tan cerca de ella. Con amedrentado sentimiento de culpa se miraron mutuamente a los ojos y, en un momento en que Olga de Coude debió mostrarse fuerte, se mostró débil, porque se arrebujó contra el hombre, mientras ceñía con sus brazos el cuello de Tarzán de los Monos. ¿Y éste? Tomó entre sus poderosos brazos la estremecida y jadeante figura de la condesa y cubrió de besos los ardientes labios.

Tras leer la nota que el mayordomo del embajador le entregó, Raúl de Coude presentó apresuradamente sus disculpas al anfitrión. No pudo recordar nunca la naturaleza de las excusas que pronunció. Todo estuvo borroso para él hasta que se vio frente a la entrada de su domicilio. Una gélida frialdad le invadió entonces, al tiempo que avanzaba serena, tranquila y cautelosamente. Por alguna razón inexplicable, Jacques tenía abierta la puerta antes de que el conde hubiese subido la mitad de la escalinata de acceso. En aquel momento no reparó en tan insólito detalle, aunque lo recordara posteriormente.

Con toda la cautela del mundo, de puntillas, subió la escalera y recorrió el pasillo que llevaba a la puerta del gabinete de su esposa. Llevaba en la mano un pesado bastón de paseo… y el corazón rebosante de instinto asesino.

Olga fue quien le vio primero. Se desprendió de los brazos de Tarzán, al tiempo que emitía un chillido horrorizado. El hombre-mono se volvió con el tiempo justo para detener con el brazo el terrorífico bastonazo que De Coude descargaba sobre su cabeza. Una, dos, tres veces la gruesa vara subió y bajó con meteórica violencia y cada uno de aquellos mandobles contribuyó a la transición que convirtió al hombremono en un ser primitivo.

Lanzó al aire el gruñido gutural del mono macho y se precipitó de un salto sobre el francés. Arrebató de las manos el enorme bastón que empuñaba el conde, lo partió en dos como si fuera una cerilla de madera y lo arrojó a un lado, para abalanzarse como una fiera irritada sobre la garganta de su adversario.

Espectadora horrorizada de la terrible escena que se desarrolló durante los momentos siguientes, Olga de Coude logró reaccionar y precipitarse hacia el punto donde Tarzán estaba matando al conde, estrangulandole, sacudiéndole como un perro terrier pudiera zarandear a una rata.

Olga de Coude empezó a dar tirones frenéticos de las enormes manos de Tarzán.

—¡Madre de Dios! —exclamó—. ¡Vas a matarlo, vas a matarlo! ¡Oh, Jean, estás matando a mi marido!

La rabia había dejado sordo a Tarzán. De pronto, arrojó el cuerpo del conde contra el suelo, puso el pie sobre el pecho del caído y levantó la cabeza. A continuación, en el palacio del conde De Coude resonó el espantoso alarido desafiante del mono macho que ha acabado con la vida de un enemigo. Desde el sótano hasta el desván, el horrible grito buscó los oídos de los miembros de la servidumbre a quienes dejó temblorosos y blancos como el papel. En el gabinete, Olga de Coude se arrodilló junto al cuerpo de su esposo y empezó a rezar.

Poco a poco fue disipándose la neblina roja que Tarzán tenía ante los ojos. Las cosas empezaron a tomar forma concreta… Empezó a recuperar la perspectiva de hombre civilizado. Su vista tropezó con la figura de la mujer arrodillada.

—Olga —murmuró.

La dama alzó la cabeza. Esperaba ver un demencial resplandor asesino en las pupilas que la observaban. Pero lo que vio, en cambio, fue pesadumbre y arrepentimiento.

—¡Oh, Jean! —exclamó la mujer—. Mira lo que has hecho. Era mi esposo. Le amaba y tú le has matado.

Solícitamente, con sumo cuidado, Tarzán levantó la inerte figura del conde De Coude y la tendió en un sofá. Después aplicó el oído al pecho del hombre.

—Trae un poco de coñac, Olga —pidió.

Cuando ella lo llevó, entreabrieron los labios del conde e introdujeron el licor por ellos. Al cabo de un momento, los labios emitieron un tenue suspiro. La cabeza se movió y de la boca brotó un gemido.

—No va a morir —dijo Tarzán—. ¡Gracias a Dios!

—¿Por qué lo hiciste, Jean? —preguntó la condesa.

—No lo sé. Me atacó y al recibir sus golpes me volví loco. Siempre he visto reaccionar así a los monos de mi tribu. No te he contado mi historia, Olga. Hubiera sido mejor que la conocieses. En tal caso quizás esto no hubiera sucedido. No conocí a mi padre. Me crió una mona salvaje, no tuve más madre que ella. Hasta que cumplí los quince años no vi a ningún ser humano. Sólo contaba veinte cuando el primer hombre blanco se cruzó en mi camino. Hace poco más de un año no era más que una fiera depredadora que recorría desnuda la selva.

»No —me juzgues con demasiada dureza. Dos años es un espacio de tiempo excesivamente breve para que se opere en una persona un cambio que a la raza humana le ha costado un montón de siglos.

—No te juzgo de ninguna manera, Jean. La culpa es mía. Ahora debes irte… Vale más que no te encuentre aquí cuando recobre el sentido. Adiós.

Acongojado, gacha la cabeza, Tarzán abandonó el palacio del conde De Coude.

Una vez en la calle, sus pensamientos cobraron forma definida y cosa de veinte minutos después entraba en una comisaría no muy lejos de la rue Maule. No tardó en recibirle allí uno de los agentes con los que se las había tenido tiesas pocas semanas antes. El policía se alegró sinceramente de volver a ver al hombre que con tanta brusquedad le había tratado.

Al cabo de un momento de charla, Tarzán le preguntó si había oído hablar alguna vez de Nicolás Rokoff o de Alexis Paulvitch.

—Muy a menudo, la verdad, monsieur. Cada uno de esos dos individuos cuenta con un buen historial policiaco y aunque en este preciso momento no tenemos ninguna acusación precisa que formularles, no por eso dejamos de tenerlos localizados y sabemos dónde encontrarlos, si la ocasión lo requiere. Es una precaución que tomamos con todos los delincuentes redomados. ¿Por qué lo pregunta, monsieur?

—Es que son conocidos míos —repuso Tarzán—. Quisiera entrevistarme con monsieur Rokoff para arreglar cierto negocio. Si me pudiese facilitar su dirección, le quedaría profundamente agradecido.

Minutos después, tras decir «Adiós» al agente de policía, Tarzán se encaminó con paso vivo hacia la parada de taxis más próxima. En el bolsillo guardaba un trozo de papel con las señas de un barrio medio respetable.

Rokoff y Paulvitch habían vuelto a sus aposentos y, tranquilamente sentados, comentaban el probable desenlace de los sucesos de la noche. Habían telefoneado a la redacción de dos rotativos de la mañana, cuyos reporteros llegarían de un momento a otro, dispuestos a escuchar los detalles de un escándalo cuya noticia estremecería por la mañana a toda la buena sociedad de París.

Sonaron en la escalera unos pasos recios.

—¡Ah, sí que se dan prisa estos periodistas! —comentó Rokoff, cuando alguien llamó a la puerta del piso—. Adelante, monsieur.

La sonrisa de bienvenida se congeló en el semblante del ruso cuando sus ojos tropezaron con las duras y grises pupilas del visitante.

—¡Voto al diablo! —gritó, al tiempo que se ponía en pie de un salto—. ¿Qué le trae por aquí?

—¡Siéntese! —ordenó Tarzán, en voz tan baja que los dos hombres apenas pudieron oírlo, pero cuyo tono indujo a Rokoff a dejarse caer en su silla y a Paulvitch a permanecer en la suya.

—Sabe perfectamente qué me ha traído aquí —continuó, en el mismo tono bajo—. Debería matarle, pero le salva el hecho de ser hermano de Olga de Coude. Por eso no lo haré…, de momento.

»Le concederé una oportunidad de conservar la vida. Paulvitch no cuenta gran cosa… no es más que un estúpido, una pequeña y necia herramienta, de modo que no lo mataré mientras le permita vivir a usted… Pero antes de marcharme de esta habitación y dejarles vivos en ella, tendrá que hacer dos cosas. La primera es escribir una confesión completa de su participación en la intriga de esta noche… con la firma al pie.

»La segunda será la promesa, bajo pena de muerte, de que no permitirá que llegue a la prensa una sola palabra de este asunto. Si no cumple estas condiciones, ninguno de los dos seguirá con vida cuando yo salga por esa puerta. ¿Entendido? —Sin esperar respuesta, añadió—: Dése prisa. Ahí tiene tinta, pluma y papel.

Rokoff adoptó un aire truculento e intentó hacerse el gallito para demostrar que las amenazas de Tarzán no le asustaban. Un segundo después notó en la garganta la presión de los dedos de acero del hombre-mono. Y Paulvitch, que trató de esquivarle, pasar inadvertido y llegar a la puerta, se vio levantado en peso y arrojado violentamente a un rincón, donde el golpe le dejó inconsciente. Cuando el rostro de Rokoff empezaba a volverse negro, Tarzán le soltó y el ruso se desplomó sobre la silla. Rokoff estuvo carraspeando y tosiendo un rato, al cabo del cual fulminó con la mirada al hombre que tenía frente a él. Paulvitch recuperó el sentido y, obedeciendo la orden de Tarzán, regresó cojeando a su silla.

—Ahora escriba —dijo el hombre mono a Rokoff—. Si necesita que le dé otro repaso, le aseguro que no voy a ser tan indulgente.

Rokoff tomó una pluma y empezó a escribir.

—Procure no omitir ningún detalle y que no se le olvide ningún nombre, ha de mencionarlos todos —le advirtió Tarzán.

En aquel momento alguien llamó a la puerta.

—Adelante —respondió Tarzán. Entró un joven atildado.

—Soy el enviado de
Le Matin
—se presentó—. Creo que monsieur Rokoff tiene una historia para mí.

—Me parece que está equivocado, caballero —replicó Tarzán—. ¿Verdad que no tiene ninguna historia que pueda publicarse, mi querido Nicolás?

Rokoff suspendió la escritura y alzó la cabeza para mostrar la siniestra expresión ceñuda de su semblante.

—No —rezongó—. No tengo ninguna historia publicable… en este momento.

—Ni nunca, mi estimado Nicolás.

El reportero no vio el ominoso fulgor que brillaba en las pupilas del hombre mono, pero Nicolás Rokoff sí.

—Ni nunca —se apresuró a repetir el ruso.

—Lamento mucho, monsieur, las molestias que se ha tomado —dijo Tarzán, dirigiéndose al periodista—. Le deseo muy buenas noches.

Condujo al peripuesto joven fuera del cuarto y le cerró la puerta en las narices.

Una hora después, con un abultado manuscrito en el bolsillo de la chaqueta, Tarzán se encaminó a la salida del aposento de Rokoff.

—Yo de usted —aconsejó—, me largaría de Francia. Tarde o temprano, encontraré una excusa para matarle sin comprometer en ningún sentido a su hermana.

Capítulo VI
Duelo a muerte

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