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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte (14 page)

BOOK: El restaurador de arte
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Craig sabía que había encontrado una serie de piezas correspondientes a un misterio, pero estas ¡no encajaban! Las tenía continuamente dando vueltas alrededor de su cabeza, en todo momento, incluso en sueños, pero no lograba encontrar el camino correcto que lo llevara a la solución.

Ya en su piso, hojeó
El anticuario
por enésima vez.

Si en los días que quedaban hasta la inauguración del museo no lograba resolver el misterio, quizá fuera el momento de buscar la ayuda de una persona capaz de pensar de una forma diferente, y no de un especialista en arte.

La novela tenía anotaciones en cada una de sus páginas, así que una más no iba a estropearlo. Cogió un bolígrafo y escribió una nueva nota en sus últimas páginas que recogía este nuevo pensamiento: «Alonso: puede ser él».

CUARTA PARTE

Nueva York

24

—¿
E
stás bien? ¿No puedes dormir?

Aún no había amanecido. Enrique estaba apoyado en la ventana de su apartamento y Helena se le había acercado por la espalda sin que él lo percibiera. Lo abrazó; con suavidad, pero también con firmeza. Estaba desnuda, como él, y Enrique percibió la tensión de sus pechos sobre su espalda y la calidez de su cuerpo junto al suyo.

—No pasa nada. Ocurre que tengo cien historias en la cabeza dando vueltas y más vueltas. Es la fuerza de la novela, que me tiene arrebatado.

—¿Quieres que prepare algo para desayunar?

—Sí, por favor. Algo ligero.

—De acuerdo.

Helena deslizó sus labios por la base del cuello de Enrique y él sintió que se le erizaba la piel de la espalda, contuvo el naciente deseo con un simple gesto de su voluntad y permaneció mirando hacia la calle. Era temprano, pero comenzaban a verse los primeros vecinos abandonando sus casas para dirigirse a sus ocupaciones.

Estaba en Nueva York, la capital del mundo, la ciudad más importante del planeta. Había acudido buscando cumplir su sueño: triunfar en el mundo de la literatura a nivel global, ser leído por millones de personas en decenas de idiomas, y parecía que se encontraba en la mejor disposición para lograr este objetivo. Pero allí, asomado al cruce de la Segunda Avenida con la calle Cuarenta y Ocho, no pudo evitar recordar la panorámica de la bahía de La Concha que se veía desde su piso del paseo del Faro, en San Sebastián.

La añoraba.

Tres años de ausencia habían amortiguado este recuerdo, pero su reciente estancia había avivado la llama y cualquier comparación era siempre favorable para el espectáculo perfecto de La Concha.

—Ya está preparado.

En efecto, Helena había dispuesto en la mesa unas tostadas con aceite y azúcar y zumo de naranja recién exprimido. Se había puesto una camiseta de tirantes, nada más. Su indomable cabello rizado caía como siempre, desordenado, a su libre albedrío. Sin maquillar, medio desnuda, estaba aún más hermosa de lo habitual. La noche anterior salieron con unos amigos y acabar en el apartamento de Enrique fue un final natural para ambos.

Ella, tan tranquila y prudente como siempre, comió en silencio, respetando la aparente abstracción de Enrique. Fue este quien inició la conversación.

—Me parece que anoche no fui muy buena compañía.

—Imposible negarlo. Estuviste distraído y ausente… incluso aquí, en la cama.

—Sí. Llevo días así.

—¿Estás preocupado por el contrato?

—No, eso no me preocupa. Podré con ello. Si estoy ausente es porque todavía no he encontrado el pivote sobre el que articular el argumento. El borrador que le envié a Gabriel no es más que un bosquejo general.

Aún no le había contado nada acerca de la muerte de Bruckner como punto de partida de la novela, primero, porque le concedía una importancia relativa, y segundo, porque hacerlo supondría tener que hablar de Bety, y él era consciente de que eso no agradaría a Helena. Sus sentimientos hacia la joven griega eran ambivalentes: deseaba estar junto a ella, pero no podía evitar mirar hacia atrás y, debido a su reciente encuentro, recordar a Bety con mayor fuerza que antes.

—Pues has trabajado muchísimo en documentación, no será por falta de datos. ¿Por qué no te dedicas a ambientar el escenario, la personalidad de los protagonistas, hasta que llegue el momento de urdir la trama? Tendrías que ponerte a escribir cuanto antes.

—Tienes razón.

—Bien. Empieza ahora.

—¿Ahora?

—¿Por qué no? ¿Qué más da un momento u otro? Yo tendré que irme a la agencia sobre las nueve y quisiera pasar antes por mi apartamento. Así que ¿por qué no te pones a trabajar en cuanto me vaya?

—No te falta razón.

Helena había acertado, eso era justo lo que necesitaba: sentarse frente al ordenador y comenzar a trabajar, de inmediato, cuanto antes. Necesitaba acción, movimiento, dinamismo; la reflexión en profundidad nunca fue una de sus virtudes. ¿Por dónde podría comenzar? ¿Por la intriga o por la historia? En el MoMA había recabado una gran cantidad de información histórica sobre los primeros años de Sert en París; esto podría constituir un buen punto de partida. Pero también podría iniciar la acción tal como había fallecido el pobre Craig, un desconocido ahogado en La Concha… Meditaba sobre estas opciones cuando recibió un nuevo beso: Helena estaba junto a él, ya vestida; ni siquiera se había dado cuenta de que se hubiera levantado de la mesa.

—Desde luego, estás en las nubes. ¡Date una ducha y ponte a trabajar! Te llamaré por la tarde, cuando acabe en la oficina. ¡
Yasas
!


Yasas
, Helena.

El asintió, acariciándole la mejilla. Helena se fue y Enrique, en efecto, acabó de aclarar sus ideas con una ducha de agua helada. Después recogió la mesa y encendió el ordenador.

Tenía una buena parte de la historia en su cabeza: el comienzo y el final, por supuesto. Y también el argumento general. Pero todavía le faltaba el motivo central que desencadenara la acción. ¿Qué podía originar una intriga literaria en el entorno de Sert y que se prolongara hasta el presente? ¿Los celos? ¿La envidia? ¿El amor?

Tenía que investigar mucho más, por supuesto, hasta dar con la clave. De la vida de Sert conocía mucho, pero la mayor parte eran generalidades, las líneas maestras de su vida. Sería fundamental investigar en las fuentes, escarbar en los detalles. Pero lo importante, como bien expresara Helena, era ponerse en marcha.

Comenzó a escribir: el comienzo no sería difícil. Las vidas de Sert y su entorno fueron tan excesivas en todos los aspectos que solo un escritor muy incompetente sería incapaz de utilizarlas sin acierto.

Necesitaba realizar un borrador. Decidió emplear la primera persona. Unas memorias, que permiten acercarse a la personalidad del protagonista y situar la acción: con ellas tendría la posibilidad de buscar el estilo, y aunque no se correspondieran con el argumento definitivo podrían resultar aprovechables. Y así comenzó a trabajar.

25

PRIMER BORRADOR

VOZ: 1.a PERSONA

TÉCNICA: MEMORIAS PERSONALES

TEMA: TIEMPO PRESENTE + RECUERDOS

IDEAS: VIDA PERSONAL SERT - INTRODUCCIÓN AL MISTERIO

Diciembre de 1939

P
arís: radiante, como siempre. Los bulevares están repletos de gente, que pasea de aquí para allá con la inconsciencia de quien no espera la guerra. Toda la ciudad sueña el sueño de sus habitantes; ciegos, ignorantes, optimistas, como si el conflicto que acaba de comenzar no fuera real, como si no existiera en absoluto. Polonia se derrumba como un castillo de naipes, atrapada entre la ambición alemana y el ancestral odio ruso. Las alianzas entre países nos conducen al abismo, y algo me dice que, en esta ocasión, Francia no resistirá como en el catorce. Quiero pensar que este extraordinario país, que esta tierra de libertad, jamás caerá bajo el yugo nazi. Sin embargo…

Dejé el estudio para visitar a Misia, mi exmujer, mejor dicho mi primera mujer, mi vida que fue y que siempre será, pues he descubierto que tras tantos y tantos años de vida y experiencias solo a su lado me siento completo. Se está recuperando de una grave enfermedad. Ha tardado meses en hacerlo; aún me impresiona pensar cuánto amaba a Roussy y cuánto me ama a mí, y en las extrañas relaciones que mantuvimos los tres.

Misia enfermó tras morir Roussana Mdivani, Roussy, la que fue mi segunda mujer. Cuando conocí a Roussy no era más que una joven de origen dudoso por más que su familia se presentara como una estirpe de príncipes georgianos exiliados debido a la revolución rusa. Se presentó en mi estudio con una franca naturalidad que me embriagó más aún que su notable belleza física, solicitando un rincón en el que poder ejercer su arte como escultora. Se lo concedí, ¡cómo no! Me encantó en todos los sentidos: al principio, deseé su cuerpo; no mucho más tarde, deseé su alma entera, todo su ser.

Mi relación con Misia era, como la mayoría de las relaciones del círculo artístico de París, completamente abierta. Nunca supe si Misia se aprovechó de esta circunstancia, pues, si lo hizo, fue tan prudente con sus amantes como yo intenté serlo con las mías. Que yo tuviera amantes fue algo natural e inevitable: tenía fortuna e inteligencia. La libertad era consustancial a nuestras vidas, y gozábamos de ella en la medida de nuestras posibilidades. Por eso, Roussy se convirtió en un caramelo aparentemente puesto a mi disposición.

No fue tal; ese dulce caramelo, esa flor de primavera aparecida en el comienzo de mi otoño, se convirtió en una obsesión. Misia no tardó en advertir lo singular de esta atracción, y quiso conocerla en persona. Si su objetivo era apartarla de mí, cabe decir que fracasó como jamás habrá habido un fracaso semejante en la historia. Si yo caí embrujado por Roussy, otro tanto le ocurrió a ella.

El hechizo con el que Roussy embrujó a Misia fue de tal calibre que los tres no tardamos en compartirlo absolutamente todo. Misia la veía como la hija que nunca tuvo, pero su creciente y particular intimidad excedía ese ascendente de carácter familiar. Pronto, todo París comenzó a hablar sobre nosotros. Las especulaciones sobre nuestras peculiares relaciones se convirtieron en la comidilla de nuestros amigos.

¿Cómo podría describirlas?

No solo era sexo; había mucho más, y en todas las direcciones del triángulo. Nuestra mutua admiración se convirtió en una pasión desaforada cuyas complicaciones crecían a la par que nuestros excesos. La repercusión de esta relación se hizo tan notoria que Roussy debió marcharse un año a Estados Unidos, donde sus hermanos estaban haciendo fortuna como cazadotes con notable éxito.

Y, cuando regresó, enferma, pues siempre fue proclive a la debilidad, fue Misia quien la acompañó al mejor especialista suizo. Allí fue cuando el triángulo se rompió. Roussy le comunicó a Misia su deseo de contraer matrimonio conmigo; durante algunas semanas, las pasiones se desataron: celos, dolor, amor dominaban nuestras vidas. Yo no me sentía capaz de abandonar a Misia, a la que tanto amaba, pero era incapaz de renunciar a mi pasión por Roussy. Al final, como no podía ser de otra manera, Misia cedió en un gesto supremo de amor ante su joven rival, a la que tanto amaba a su vez. ¡Noble sacrificio en el que ella solo podía salir perdiendo!

Mi vida entró en una vorágine de cambios: hubo un divorcio y, después, una boda. La vida en común cambió en la medida en que era ahora Roussy la que vivía conmigo, y Misia quien me visitaba, y no al revés.

Fueron años difíciles los que pasamos juntos: conocí la existencia de los celos en paralelo a la del amor, y hubo de ambos en abundancia. Pero Roussy, a diferencia de Misia, era débil, y su vida, regida por las pasiones, entró en un declive inusitado tras la muerte de su hermano Alejandro.

Si alguna vez sentí celos por otro hombre, jamás lo fueron más que en una mínima media en comparación con los que sentí hacia Alejandro. Hubo entre ambos una adoración tal que nadie sería capaz de interpretarla correctamente, en la misma medida en que nadie hubiera podido juzgar correctamente nuestra relación a tres bandas con Misia. Pero Alejandro Mdivani fue alguien especial para ella, su contrapartida masculina, el yang de su yin, su alma gemela.

La muerte de Alejandro en 1935 fue una hecatombe en nuestras vidas. Las circunstancias de la misma fueron poco claras, por no decir directamente confusas. Alejandro había estado casado con Bárbara Hutton, que fuera conocida como la mujer más rica del mundo. Tras su divorcio, debido a su radiante belleza, Alejandro se convirtió en un hombre tan rico como disponible. No tardó en entablar una relación sentimental con Maud Thyssen, e, invitados por su hermana Roussy, pasaron parte del verano en Mas Juny, mi casa de verano en Gerona. Pero una llamada de su marido obligó a Maud a emprender un viaje urgente a París. De camino a Portbou, donde Maud iba a tomar el tren, el Rolls que conducía Alejandro se salió de la carretera. Él murió y ella quedó gravemente herida. La maledicencia habló de que el accidente fue debido a que iban ligeros de ropa, enfrascados en juegos amorosos mientras él conducía. Yo me encontraba en Venecia instalando unos lienzos y tuve que regresar urgentemente para asistir a Roussy y hacerme cargo de una delicada situación social: Maud quedó desfigurada y con la conciencia perdida, y tuve que informar a su marido, el barón Thyssen, de lo ocurrido. Por desgracia, no llegué a tiempo para acallar la rumorología y a los periodistas, que aparecieron de inmediato, como buitres sobre la carroña.

Los allí presentes fueron incapaces de conducirse con acierto. Estaba Dalí, que, como vecino del lugar, hubiera podido evitar estos problemas. Como siempre que debe afrontar un problema de la vida real, se comportó con su habitual infantilismo hablando del «profundo pesar ocasionado por la muerte de un príncipe». Todo lo que tiene de gran artista lo tiene de incompetente. Fue mala suerte que no se encontrara allí Pla; cuya capacidad va pareja a su ingenio. ¡Este buen amigo sí hubiera sido de utilidad!

Esta incompetencia general me obligó a multiplicarme: recoger los efectos personales de Maud, asistirla en su evacuación al hospital de Gerona, afrontar una difícil conversación telefónica con su marido, preparar el funeral de Alejandro y consolar a la inconsolable Roussy. Fueron verdaderos problemas logísticos, y no pocos en número.

Si al principio pude sentir una suerte de liberación por la muerte de Alejandro, esta no tardó en desembocar en un terrible castigo. Roussy jamás fue capaz de superarla, e inició un lento camino hacia la autodestrucción del que nadie lograría apartarla ni un ápice. Su vitalidad se esfumaba a la par que aumentaba su adicción a la morfina. Una tuberculosis agravó su estado, hasta acabar con su vida. Murió en diciembre del 1938.

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