Todo giraba a su alrededor y era preciso resolver su misterio.
San Sebastián - Barcelona
T
omó la decisión esa misma noche, en su apartamento. Parecía lógico regresar a San Sebastián y dedicarse a seguir todos y cada uno de los pasos del desafortunado restaurador de arte. Buscó un billete por la Web, hizo la reserva e imprimió la tarjeta de embarque.
A la mañana siguiente, a primera hora, Enrique acudió a la agencia para hablar con Goldstein. Como siempre, Gabriel ya estaba allí. Siempre era el primero en llegar, así como el primero en marcharse. Enrique le explicó que regresaba a España para profundizar en la documentación de la novela. Lo hizo tras presentarle el nuevo borrador, modificado tras ocho horas de trabajo ininterrumpido durante toda la noche: ya tendría tiempo de dormir durante el vuelo a Madrid, y era la única manera de tranquilizar a Goldstein, mostrarle que el texto de la primera novela estaba notablemente adelantado, y prometerle que no dejaría de trabajar estuviese donde estuviese. Goldstein examinó los cambios y no puso objeción alguna, considerando que, en efecto, la novela ganaría en interés para los lectores.
Esa fue la parte sencilla. Ahora tocaba la más difícil. Helena acudió a su llamada, a una sala de reuniones anexa. Y con solo verle el rostro, ella supo que no habría buenas noticias. Tras su regreso de San Sebastián, su relación parecía haber dado un paso adelante; pasaban más tiempo juntos y compartían con alegría cada uno de esos momentos, pero Enrique todavía no le había dicho nada acerca de la libreta de Bruckner. A lo largo de la noche estuvo a punto de telefonearla en tres ocasiones, pero cada vez se detuvo antes de marcar su número. Hubiera deseado compartir todo lo que sabía con ella, pero sentía un miedo irracional a involucrarla en una situación que no podía controlar. El recuerdo de su anterior aventura en Barcelona estaba siempre presente, y fue fundamental para la decisión que había tomado; al menos, eso quiso creer: que era más sencillo mantenerla al margen. Se negó a sí mismo que la idea de volver a ver a Bety tuviera alguna relación.
—Helena, tengo que regresar a España. Salgo en el vuelo del mediodía.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
—Nada importante. Pero anoche estuve haciendo unas modificaciones en la novela y necesito más información. Gabriel ya tiene el nuevo borrador; cuando acabe de leerlo te lo pasará.
—Pensaba que ya tenías una idea definitiva.
—Surgió la posibilidad de mejorarla.
—Pudiste llamarme para comentármelo…
—Era tarde. Estuve toda la noche trabajando en ello y no quería molestarte.
—¿Vas a ir a San Sebastián?
—Sí. Debo consultar los archivos del museo San Telmo y hablar con los restauradores. Necesito más información sobre los lienzos de Sert de la que puedo obtener aquí.
—Y ¿cuándo volverás?
—Lo antes posible, Helena. No será como la última vez, te lo prometo.
Ella puso la palma de la mano sobre el pecho de Enrique, y él se acercó para darle un beso; ella lo retuvo, lo suficiente para que se convirtiera en apenas un suave roce de los labios. Siempre había sido una mujer comedida en sus afectos excepto en momentos puntuales y en la intimidad. Su reacción parecía adecuada, al fin y al cabo estaban en la agencia, y, aunque su relación era conocida, Helena siempre se comportaba en público con discreción. Enrique supo ver que estaba dolida; nada, ni en sus palabras, ni en su comportamiento, lo hacía evidente, pero su mirada constituía la más elocuente de las pruebas. Regresar a San Sebastián y al museo supondría reencontrarse necesariamente con Bety. Ese era el verdadero problema al que ni Helena ni Enrique deseaban enfrentarse.
—Te llamaré todos los días.
—No es necesario, de verdad.
—Lo haré.
Lo dijo con toda sinceridad. No quería que se repitiera la velada acusación que le lanzara ella en su anterior viaje. Enrique no sentía por Helena ese arrebato que había caracterizado sus anteriores relaciones, pero consideraba que, precisamente por ello, quizá fuera la persona adecuada para su vida. Cuando había vivido cegado por las pasiones las cosas le habían salido mal, y prefería ir poco a poco para no volver a equivocarse.
De nuevo intentó besarla y, esta vez, ella no se resistió. Pero fue un beso pasivo, ausente de emoción. Antaño esta reacción le habría molestado; hoy en día, mucho más sabio, la comprendió por completo. Él se iba, y ella se quedaba. Aunque entre ellos siguiera sin haberse formalizado un compromiso, existía una relación que bien se le asemejaba.
Enrique se esforzó en sonreír, asintió y abandonó la agencia con una pequeña mochila. Como siempre, iba ligero de equipaje.
Y, como siempre, llevaba el corazón repleto de remordimientos.
—¡
V
aya mañana, menuda locura!
—Desde luego que sí.
Estaban ultimando los detalles de la que iba a ser la primera gran exposición temporal del museo, y Bety, junto con el resto del equipo, debía atender a un verdadero aluvión de trabajo. La exposición, un audiovisual preparado por un equipo de prestigio internacional, requería ser adecuado al espacio expositivo de San Telmo. Y, en la parte que a Bety le tocaba, era necesario que todos los medios de prensa se volcaran en su difusión y las autoridades políticas comprometieran su presencia el día de la apertura. Su teléfono no dejaba de sonar y los correos electrónicos se agolpaban sin pausa en la bandeja de entrada. El museo, todavía un recién nacido, seguía necesitando la máxima atención. Por fortuna tenía una nueva ayudante, una joven becaria muy despierta que le estaba facilitando el trabajo en tal medida que no descartaba pedirle a la directora del museo su incorporación a la plantilla.
—Ana, voy a bajar a tomarme un café. No cojas el teléfono, he conectado el contestador. Céntrate en el dosier para la prensa.
—Muy bien, jefa. ¡No tardes en volver!
Extrajo un café de la máquina y, con él en la mano, tomó la escalera interior para descender desde las oficinas del tercer piso a la planta baja. Por una puerta oculta en la pared salió al pasillo distribuidor, prácticamente frente al claustro. Era un poco más tarde de lo habitual, cerca de las doce. A esa hora apenas había visitantes en el museo, y no se detuvo a mirar a los tres o cuatro que deambulaban por el claustro. Caminó hacia su crujía habitual, aquella que el sol del mediodía siempre iluminaba. Un hombre estaba sentando en el pretil de piedra, de espaldas a ella, en la tercera arcada, la que Bety consideraba su lugar habitual; no le importó, ya que cada crujía tenía un total de seis arcos y bien podía desplazarse a cualquiera de los siguientes. Rebasó la posición del hombre cuando este le habló; al escuchar esa voz tan conocida sintió cómo le daba un vuelco el corazón.
—Hola, Bety.
No podía creerlo: se volvió hacia el hombre para comprobar, que, en efecto, se trataba de Enrique.
—¡Parece que se te ha comido la lengua el gato!
—¿Qué…? ¿Qué haces aquí?
Enrique se incorporó de un salto, acercándose a Bety; esta permaneció inmóvil, paralizada por la sorpresa. Por último, sonrió, y fue una sonrisa sincera por lo inesperado, hermosa por responder a un sentimiento incontrolable. Él le ofreció sus brazos, abiertos de par en par, y ella correspondió a su abrazo incluso sin saber por qué lo estaba haciendo. No hubo beso, ninguno hizo el ademán, pero el abrazo fue largo y profundo. Todos los lazos que los habían unido seguían ahí, escondidos, esperando manifestarse en libertad, rompiendo las ataduras que siempre imponen la razón o la conveniencia.
Bety no tardó en rehacerse, atrapada por la ambivalencia de sus sentimientos: Enrique la había sorprendido con las defensas bajas y, ahora que se difuminaba el efecto de la sorpresa, comenzaba a recuperar el control de sus emociones. Tarde, sí, porque él había podido ver su corazón tan al desnudo como si no hubiera músculo y piel a su alrededor. Pasó de la alegría a sentirse rabiosa consigo misma por haberse dejado llevar, pero decidió contener este sentimiento. Enrique disimuló, con el mismo acierto que ella. Se deshizo de su abrazo; ambos sonrieron, mirándose a corta distancia.
—Ya lo ves: aquí estoy de nuevo.
—Sí, pero ¿cómo has venido? ¿Para qué? ¿Por qué has venido al museo?
—¡Demasiadas preguntas a la vez!
—¿Qué ha sucedido?
A Enrique le pareció curioso que tanto Helena en Nueva York como Bety en San Sebastián le plantearan idéntica pregunta. Parecía que ambas mujeres pudieran tener un sexto sentido para saber que sí había ocurrido algo especial. Quiso responderle; pero no supo cómo comenzar. Si estaba allí, en ese lugar en concreto, era porque sabía que Bety iba cada mañana a la crujía del claustro a esa hora, y que era allí donde había trabado relación con Bruckner. Quizá ese recuerdo pudiera servir como punto de partida…
—¿Era este el lugar donde charlabas con Craig Bruckner?
—Sí, justo aquí. ¿Por qué…? Ya entiendo.
El humor de Bety cambió de forma radical: la sonrisa se desvaneció de su rostro y se alejó un par de pasos hacia atrás, separándose de él. Enrique recordó el correo que ella le enviara tres semanas atrás, y comprendió que, de alguna manera, Bety debía estar esperando algo semejante. En su fuero interno maldijo su intuición y fue directamente al grano.
—Con retraso, pero ha habido una novedad.
—Dime cuál.
—Poco después de regresar a Nueva York retiré el correo de la agencia. En aquel momento estaba comenzando el trabajo preparatorio para una nueva novela y decidí dejar las cartas para una mejor ocasión. Hace unos días, en una pausa de escritura, las abrí para entretenerme. Y esto estaba entre ellas.
Enrique extrajo un sobre de tamaño folio de su portadocumentos y se lo tendió a Bety. Esta miró alternativamente el sobre y a Enrique, como si, aun sabiendo de qué se trataba, no se atreviera a tomarlo entre sus manos. Suspiró antes de hacerlo: lo abrió y la libreta de Bruckner hizo su aparición. El rostro de Bety exhibió una expresión inescrutable; ni siquiera Enrique pudo imaginar qué le pasaba por la cabeza. Como tampoco pudo imaginar la que iba a ser su respuesta.
—¡Ya era hora!
—¿
C
ómo has dicho?
—Has tardado demasiado tiempo en traerlo. ¡Mira la fecha del matasellos! Viajó por correo aéreo: Craig te lo envió el 28 de octubre y no pudo tardar más de dos o tres días en llegar a Nueva York. ¿Lo has tenido todo este tiempo en tu apartamento sin saberlo? ¡No me lo puedo creer!
La indignación de Bety era tan genuina que Enrique no pudo sino avergonzarse, aunque no tardó en comprender que también él tenía tanto derecho como ella a sentirse molesto.
—¡Bety, tú lo sabías! ¡Sabías que Bruckner me la había enviado! ¡Por eso me mandaste aquel correo electrónico al poco tiempo de llegar a Nueva York!
—No, no estaba segura de ello. ¡Pero lo imaginaba, sí! ¿Dónde podía estar, si no?
—En las manos de quien lo mató.
Por vez primera, bajo la presión de verse discutiendo con Bety, Enrique reconoció que quizá Bruckner fuera asesinado. Esto supuso un golpe para Bety; ella, que fue la primera en insinuar que pudo haber algo extraño en la muerte del restaurador, tampoco había interiorizado esta idea por completo.
—¿Crees que lo mataron? ¿Por qué? ¿Qué buscaban? ¿La libreta? ¿Qué hay en ella para que hayas regresado a San Sebastián? ¿Qué sabes que yo no sé?
—De nuevo haces demasiadas preguntas a la vez. ¡No estoy seguro de nada!
—Está bien, vayamos por partes. ¿Qué hay en la libreta?
—Mírala tú misma: ¡no hay nada o, al menos, nada que yo sepa ver! No es más que el resultado de treinta años de trabajo de Bruckner, treinta años estudiando la obra de Sert. Todo lo que he visto en ella son cuestiones técnicas, el resumen de toda una vida de trabajo.
—Entonces, ¿por qué crees que lo mataron?
—Si te digo la verdad, ¡no lo sé! La primera vez que esta idea me ha venido a la mente ha sido ahora, hablando contigo.
—Las cosas no funcionan así, Enrique. ¡Y aún menos, en ti! Tu comportamiento siempre fue espontáneo, pero tu pensamiento, nunca. Es tu mentalidad de escritor: siempre reconociste que las ideas te llegaban cuando ya tenías los datos en esa dura cabeza tuya. Puede que sea ahora cuando lo has dicho, pero fue antes cuando lo pensaste.
—Es posible.
—Volvamos a ello. ¿Tienes datos para pensarlo?
—No, no los tengo.
—¿Una intuición, entonces?
El tono de voz de Bety era manifiestamente burlón; ella no creía en ese tipo de presentimientos, por más que Enrique sí los experimentara. Pero ¿cómo podía explicarle que estaba novelando todo lo que les estaba sucediendo, y que había imaginado un motivo plausible basado en la vida de Sert como justificación de la muerte de Bruckner? Solo había una manera de mostrárselo. Extrajo de su cartera el
pendrive
que siempre llevaba consigo con todo su trabajo literario, y se lo tendió.
—Tendrás que leer esto para entenderlo.
—¿Tu
pendrive
? ¿El de tus novelas? ¿Estás escribiendo esta historia?
—Sí.
—¡Vamos arriba, a mi despacho!
Bety se puso en marcha caminando con una energía tal que obligó a trotar a Enrique. Accedieron a la zona reservada y Bety pulsó el botón de llamada del ascensor, que tardó en responder, así que acabó por tomar la escalera, subiendo los escalones de dos en dos hasta llegar a las oficinas. Anduvo por el pasillo con el
pendrive
en la mano hasta su despacho, sin ser consciente de que todos los trabajadores del museo la miraban completamente estupefactos. Allí, en la mesa de reuniones, estaba sentada Ana frente a la pantalla de un ordenador. Bety la despidió sin contemplaciones. Desde luego, esta Bety no le recordaba a la mujer que fue su esposa.
—Ana, vete a trabajar al salón anexo. Desvía las llamadas de mi número y toma nota de todos los recados. Si llaman de la Diputación, concreta el número de asistentes. No quiero que me molesten en… ¿Cuántas páginas son, Enrique?
—Ciento cuarenta.
—Dos horas, Ana. No estoy para nadie. ¡Para nadie!
—Entendido, jefa. ¿Todo está…?
—Todo bien. Ponte a ello, Ana.
Mientras daba estas instrucciones, Bety había acoplado el
pendrive
al puerto USB y abierto el menú. Los archivos con todas las obras de Enrique se desplegaron ante ella.