El Resucitador (10 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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—Bisturíes y espadas —dijo Hawkwood—. Vaya, vaya.

Locke se sonrojó.

—¿Algo más que deberíamos saber?

Antes de que el boticario pudiera responder se oyó un enérgico golpe en la puerta. Locke dio un respingo en su asiento. Se dio la vuelta, dibujándosele un ligero enojo en el semblante.

—¡Pase!

La puerta se abrió y Mordecai Leech apareció en el umbral.

El boticario enarcó las cejas.

—¿Señor Leech?

—Disculpe, doctor, abajo hay un guardia, un tal Hopkins de la policía de a pie. Quiere ver al agente Hawkwood. Dice que es urgente.

Pero el guardia no estaba abajo sino detrás de Leech, presumiblemente tras haber dado alcance al celador en su dificultoso ascenso por las escaleras sin que éste se percatara de ello. El joven, ataviado con una chaqueta azul que no le sentaba muy bien y un chalequillo escarlata, estaba despeinado y respiraba con dificultad, como si hubiera estado corriendo. Apartando con el codo al sorprendido Leech, irrumpió en la habitación. Sus ojos se posaron en Hawkwood, los cuales se abrieron de par en par al reconocerle.

—¡Lo tenemos, capitán! ¡Tenemos al pastor!

Hawkwood estaba a punto de preguntar de qué maldito párroco hablaba, cuando cayó en la cuenta de que Hopkins era uno de los guardias que James Read había enviado a Saint Mary esa mañana temprano y que, en cuanto a ellos y al magistrado jefe concernía, el hombre que buscaban seguía siendo el reverendo Tombs.

Como cobrando súbitamente consciencia de las personas que le rodeaban, el guardia se quitó el sombrero de fieltro negro, sujetándolo a sus espaldas. Al descubrirse la cabeza, quedaron a la vista una pelambrera rebelde de color rojizo y unas orejas prominentes que habrían sido unas asas perfectas para un par de tazas.

—¿Dónde?

Hawkwood ya se encaminaba hacia la puerta, consciente de que Locke y Leech se habían quedado mirando fijamente al guardia, como si a éste último le hubiera salido una segunda cabeza.

—En la iglesia. Probamos primero en la vicaría. Tocamos a la puerta, pero no hubo respuesta —las palabras le salían a borbotones—. Entonces oímos pasos en el interior y gritamos que veníamos de Bow Street, por orden del magistrado jefe, y que nos tenía que dejar entrar para hacerle unas preguntas sobre un asesinato —el guardia hizo un esfuerzo por recuperar el aliento—. No veíamos nada, así que el jefe Rafferty nos dejó al guardia Dawes y a mí en la parte delantera y se fue hasta la parte de atrás para intentar ver por la ventana lo que estaba pasando. Eso fue lo que… —El guardia hizo una pausa, paralizado por la mirada de Hawkwood.

—¿Rafferty? —un pequeño tic nervioso recorrió la mejilla de Hawkwood—. ¿Edmund Rafferty? —El agente de policía parpadeó en respuesta al gruñido con el que Hawkwood pronunció la pregunta y asintió de nuevo, esta vez nervioso—. ¡Diantre! —exclamó con exasperación Hawkwood, que acto seguido se volvió hacia Locke—. No se vaya demasiado lejos, doctor. Puede que necesite hablar con usted de nuevo. Lo mismo le digo a usted, señor Leech.

Locke asintió desganado.

Pero su gesto fue inútil: Hawkwood, con el guardia Hopkins pisándole los talones, había salido ya de la habitación.

Capítulo 5

Haciendo caso omiso al asombro en los rostros de celadores y pacientes, Hawkwood corrió hacia las escaleras, pensando que aquello era un maldito sinsentido.

¿Qué demonios habría llevado al coronel a refugiarse en casa de su víctima? Arrebatarle la cara al párroco había sido una pieza fundamental de su plan para así hacer creer a las autoridades que el pastor era el asesino. Si de verdad creía que su subterfugio iba a funcionar, aunque fuera por poco tiempo, tenía que saber que la casa del párroco sería el primer sitio adonde acudiría la policía.

La única explicación que se le ocurría a Hawkwood era que Hyde necesitara comida, de seguro también ropa y dinero. Con las señas del pastor en su poder —obtenidas probablemente en el transcurso de sus numerosas conversaciones— no tendría necesidad de vagar por las calles o asaltar alguna casa. Por cortesía de su víctima, tenía una vía de escape ya lista aguardándole. Después de todo, el pastor no iba a regresar a su casa de improviso para molestarle.

Sin embargo, el coronel sabría que iría contra reloj. Entonces ¿por qué no se había limitado a coger las provisiones que necesitaba y darse a la fuga?

La explicación más sencilla era, por supuesto, que el coronel Hyde estaba más loco que una cabra y no tenía por qué existir una razón lógica para ninguno de sus actos.

¡Rafferty! De entre todas las personas posibles, tenía que ser el maldito Rafferty.

El jefe Edmund Rafferty, un irlandés obeso, alelado y con tendencia al latrocinio, era, en opinión de Hawkwood, tan inútil como un taburete de dos patas. Su último encuentro no había acabado de la mejor de las maneras. El dedos ágiles de Rafferty había intentado hurtar un reloj de oro perteneciente a un botín incautado a una panda de rateros. Hawkwood había sorprendido al astuto pícaro en plena sustracción y amenazó al irlandés con cortarle las manos si lo veía hacerlo otra vez. Rafferty perdió ese asalto y el reloj fue devuelto a su legítimo dueño. Desde entonces, Rafferty mantenía la cabeza gacha. Con toda seguridad, eso explicaba por qué había enviado al guardia en vez de acudir él mismo; si bien era cierto que el jefe del Cuerpo de Vigilancia no gozaba de la mejor condición física para realizar actividades vigorosas, como ir corriendo a dar un recado, por ejemplo. En cualquier caso, había sido mejor que se quedara.

¿Y éste era el agente que el magistrado Read había enviado para detener a un homicida? Se preguntó Hawkwood amargamente. Si lo hubiera sabido en su momento, le habría protestado a James Read exigiéndole que enviara a otra persona. Aunque, a decir verdad, cuando los guardias recibieron las órdenes, se creía que el asesino era un humilde vicario que, con algo de suerte, se rendiría en cuanto la ley se presentara en su puerta. Lo que desde luego no se habrían esperado es que les hiciera frente un cirujano del ejército perturbado, que le había arrancado la cara al mencionado vicario con un bisturí tan afilado como una cuchilla.

Para cuando Hawkwood hubo llegado a las escaleras, el guardia ya lo había alcanzado y estaba a su lado, gorra en mano y con la cara todavía roja.

—¿Ha dicho que Rafferty fue a la parte trasera de la casa?

Hawkwood se percató de que el tono de su voz posiblemente delatara la mala opinión que le merecía el irlandés.

El guardia asintió.

—Fue entonces cuando el pastor se escapó. Oímos gritar al jefe Rafferty y corrimos a ver qué pasaba. El pastor le estaba atacando con un cuchillo. Intentó rebanarle el cuello, en serio. Tenía a la mujer con él.

—¿La mujer? —Hawkwood se paró en seco—. ¿Qué maldita mujer?

Estaban al pie de las escaleras. Cogido desprevenido, el guardia se había apartado oportunamente para evitar una colisión.

—Ni idea, señor. La llevaba a rastras hacia la iglesia. Cuando llegamos allí, el vicario había cerrado la puerta con llave tras de sí. Nos advirtió que no intentáramos entrar, o la acuchillaría. Fue entonces cuando el jefe Rafferty me dijo que viniera a buscarle, mientras él y el guardia Dawes se quedaban de guardia.

—¿Rafferty resultó herido?

—No, pero estaba bastante conmocionado —jadeó Hopkins—, ¡se zafó con mucha rapidez para lo grande que es!

«Lastima», pensó Hawkwood, volviéndose hacia la entrada. El portero andaba por allí.

—¡Abre la maldita puerta!

Tan pronto oyó el grito y vio que los dos hombres se abalanzaban hacia él cual toros bravos, el portero, haciéndose un lío con las manos, se apresuró a descorrer los cerrojos. Apenas estuvo entornada la puerta, Hawkwood y el guardia lo esquivaron para salir. Dejando boquiabiertos al guardia, a varios residentes y al personal, Hawkwood y Hopkins se alejaron a toda prisa de la entrada del hospital y corrieron hacia la cancela principal.

La iglesia de Saint Mary estaba situada al sur, cerca del río, probablemente a menos de un kilómetro en línea recta. Yendo a pie casi llegaba al kilómetro y medio, si tiraban por las calles principales, pero podían acortar un cuarto de la distancia si cogían por los callejones traseros. Con el agente de policía siguiéndole los pasos, Hawkwood corría para atrapar a un asesino.

En la penumbra de la iglesia de Saint Mary, el jefe del Cuerpo de Vigilancia, Edmund Rafferty, reflexionaba sobre la vida, la suya en particular, y sobre lo cerca que había estado de perderla.

Había sido un afeitado muy apurado, en el sentido más literal de la expresión. Sólo de pensarlo, al irlandés le asaltaba un sudor frío. En su mente se repetía la imagen de la cuchilla a punto de segarle la garganta. Se había sorprendido de su propia agilidad. Era un hombre corpulento y desgarbado, aunque su instinto de supervivencia le había dado una potencia muscular que desconocía poseer, permitiéndole apartar con presteza la cabeza hacia un lado en el último instante. Juraría haber oído el silbido de la hoja rozándole el cuello a la velocidad del rayo. Sólo después, mientras luchaba por recuperar el aliento, se había tanteado la garganta con la mano y había descubierto la fina mancha de sangre de color rojo intenso en la yema de sus dedos. Curiosamente, ni había sentido el contacto de la cuchilla. Intentó recordar el arma. Tenía una hoja muy fina, era de lo único que se acordaba; tan fina como la de una cuchilla de afeitar. Además, la destreza con la que el párroco de ropajes oscuros manejaba el cuchillo le había cogido totalmente desprevenido.

Pero lo que le había helado la sangre a Rafferty más aún que el ataque en sí, había sido la mirada en el rostro de su atacante. La expresión del pastor no revelaba pánico, como cabría esperar de una persona acorralada y temerosa ante su inminente arresto. Durante el breve instante en que sus miradas se cruzaron, Rafferty tuvo una visión del infierno, una malevolencia que trascendía todo lo visto hasta entonces. Si el diablo o cualquiera de sus acólitos pudieran cobrar forma humana, jefe Rafferty estaba convencido de haberse enfrentado cara a cara, si no con Belcebú, con uno de sus subordinados.

La expresión en el rostro de la mujer también era difícil de olvidar. No había color en su piel, sólo la enfermiza lividez propia de un terror atávico. Rafferty había visto que, al hacerla entrar a la fuerza por la puerta, la mujer abrió de repente los ojos fuera de las órbitas, quizás por haber reconocido su uniforme de policía y albergar la esperanza, frustrada al instante, de un rápido rescate. Rafferty apenas había tenido tiempo de percatarse del aprieto en que ella se encontraba hasta verse obligado a defenderse del ataque. Entonces, al apartarse bruscamente, la había oído soltar un estridente chillido que se ahogó en su garganta cuando la mano del párroco la agarró con fuerza por el cuello, arrastrándola hacia la iglesia mientras ella intentaba evitarlo revolviéndose desatinadamente. Rafferty se había desplomado de rodillas en el suelo, con el corazón saliéndosele del pecho, contemplando impotente cómo la pesada puerta de madera se cerraba de un portazo tras ellos.

Fue entonces cuando Hopkins y Dawes irrumpieron en escena.

Los tres agentes de policía se habían acercado con aprensión a la puerta de la iglesia; Rafferty iba cojeando y algo más rezagado que sus colegas. Puesto que acababa de salir con vida de un encontronazo de infarto, era lógico que el irlandés procediera con la máxima cautela.

Para alivio de Rafferty, la puerta de la iglesia estaba cerrada con llave. Fue Hopkins quien aporreó la puerta, repitiendo la misma advertencia que anteriormente se hiciera en la puerta principal de la casa; a saber, que venían por orden de Bow Street para iniciar la investigación concerniente a un asesinato ocurrido en el hospital Bethlem.

La respuesta fue un alarido que dejó a los tres hombres petrificados. Era un sonido que Edmund Rafferty no tenía deseo alguno de volver a oír. Le había puesto la carne gallina y un gélido escalofrío le había recorrido la columna. A su lado, los dos guardias contemplaban fijamente la puerta cual conejos hipnotizados.

Los gritos de la mujer continuaron durante lo que parecieron ser varios minutos, aunque en realidad tan sólo fueran unos segundos, hasta apagarse en un silencio incómodo. Acto seguido, vino la advertencia: una exaltada voz masculina les había gritado que no intentaran entrar por la fuerza o la mujer moriría.

Rafferty había esperado a que el vello de los antebrazos se retrayera antes de pegar una oreja a la puerta. Era vieja y de madera maciza, por lo que no pudo oír gran cosa. Le llegaba sobre todo lo que parecía ser el sollozo de una mujer. Pero también se escuchaba un débil e incesante murmullo, como si alguien estuviera rezando. Había algo inquietante en las casi inaudibles palabras y expresiones. Sonaban más a conjuro que a oración.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dawes nervioso. De más edad que Hopkins, era un hombre larguirucho y sin ambición, que no albergaba la más remota intención de acometer proeza alguna.

—Tú a la parte trasera. Mira a ver si hay otra puerta. Si la hay, te quedas vigilando. No quiero heroicidades.

Rafferty se volvió hacia Hopkins.

Cuando esa mañana temprano le comunicaron el nombre del
runner
asignado al caso, Rafferty pensó que eran pocas las probabilidades de pasar un día agradable. Hawkwood. Tan sólo con oír el nombre le entraban palpitaciones. En opinión de Rafferty, no existía ser vivo más cabrón sobre la faz de la tierra. El mero hecho de pensar que tendría que enfrentarse a esos ojos azules grisáceos y admitir haber sido amenazado y engañado por un maldito vicario, era suficiente para que a Rafferty se le encogieran los cojones como grosellas.

No obstante, si había una máxima por la que Rafferty se regía era que, incluso los rangos intermedios tenían sus privilegios. Rafferty era consciente de que, mandando a Hopkins a Bedlam a localizar a Hawkwood en lugar de ir él mismo, no estaba sino retrasando lo inevitable, aunque al menos así pudo disfrutar de un pequeño respiro. Siempre cabía la posibilidad de que entre la marcha de Hopkins y la llegada de Hawkwood, el vicario se diera cuenta de lo erróneo de sus actos y se rindiera. Después de todo, estaban en una iglesia.
Podían
ocurrir milagros.

Los dos guardias no habían hecho más que marcharse a cumplir sus respectivas misiones, cuando otra incómoda realidad ya corroía el subconsciente de Rafferty: necesitaba echar una meada.

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