Rafferty era consciente de que, si abandonaba su puesto y el vicario se largaba a toda prisa, consiguiendo evadirse, Hawkwood le arrancaría, literalmente, las entrañas, a tenor de lo ocurrido en su anterior encuentro.
Rafferty clavó la mirada en la puerta de la iglesia. No se oían voces, aunque creyó advertir un sonido de rozamiento, como si alguien estuviera arrastrando muebles por el suelo de piedra. Rafferty probó a mirar por una de las ventana, pero los alféizares inferiores quedaban demasiado altos para él, aun poniéndose de puntillas. En cualquier caso, las ventanas estaban formadas por vidrieras de colores que impendían por completo la visión.
La necesidad de vaciar su vejiga se había convertido de pronto en su única obsesión. El irlandés divisó el indicio de la tumba más cercana: una alta cruz de piedra revestida de musgo. No le quedaba otra alternativa. Tendría que mear y seguir vigilando la iglesia al mismo tiempo.
Justo cuando se hallaba en plena faena, cayó en la cuenta de que hacer las dos cosas a la vez no era tan fácil como había supuesto en un principio. Si se concentraba sólo en la puerta, se arriesgaba a acabar mojándose el calzón. A Rafferty no le pasó por alto la ironía de la situación. Conforme se desahogaba en el pedestal de la cruz, se le ocurrió pensar que Hawkwood aún no había llegado al lugar y él ya corría el peligro de mearse encima.
Con la vejiga vacía, Rafferty, aliviado en muchos sentidos de que el delicado momento hubiera pasado sin incidentes, se dispuso a abotonarse el calzón.
—¡Che!
Pillado, si no con el calzón bajado, sí desabrochado, Rafferty se giró, la verga aún en la mano y con el corazón en la boca. Un hombre de unos sesenta años, menudo, de hombros redondos y rostro agrio, se dirigía a él con pasos contundentes blandiendo una azada de mango largo.
—¿Qué coño está haciendo?
En un dos por tres, Rafferty puso sus partes a buen recaudo, abrochándose el calzón.
—Le he preguntado que qué está haciendo —gruñó el hombre de nuevo. Levantó la azada, cruzándosela delante del cuerpo cual una lanza.
Recuperada su decencia, Rafferty tuvo la suficiente prudencia de seguir el viejo dicho de que un ataque es la mejor defensa.
—Asunto policial. ¿Y usted es?
—Quintus Pegg, el maldito asistente parroquial, ese soy yo. ¿Y desde cuándo un asunto policial le da derecho a mearse en las jodidas lápidas?
El portador de la azada señaló con la cabeza las delatadoras manchas oscuras sobre la piedra tallada al pie de la cruz y las finas espirales de vapor que ascendían de la hierba.
Rafferty frunció el ceño ante la inesperada y feroz respuesta. Evitó la inclinación natural de seguir la mirada airada del asistente parroquial y, en cambio, se enderezó.
—¿El asistente parroquial, dice? Bueno, amigo, cuando me ocupan asuntos policiales, creo que puedo mear donde me dé la real gana, incluso en su pescuezo, si así me lo parece. Y ahora dígame, ¿hay puerta trasera?
El asistente pestañeó ante el súbito cambio de tema.
—¿Qué?
—Ya me ha oído. La iglesia, ¿tiene una puerta por detrás?
Quintus Pegg parecía confundido.
—Sí, claro que hay, pero está cerrada y llave no hay. ¿Por qué pregunta?
Eso explicaba por qué Dawes no había regresado, pensó Rafferty. Al encontrar otra puerta, seguro que el pobre diablo estaba cagándose tan sólo de pensar que alguien pudiera franquearla. Pero al menos seguía en su puesto.
—¡Virgen Santísima! —exclamó Rafferty alzando los ojos ante la pregunta de su interlocutor—. Porque el vicario se ha encerrado dentro, por eso y…
—¡Capullo de mierda! —profirió el asistente.
Interrumpido por la observación, Rafferty pestañeó. Entonces reparó en que el asistente Pegg, ajeno a los sucesos de aquella mañana, suponía que el vicario se había quedado encerrado en la iglesia por accidente.
Estaba a punto de aclararle la situación, cuando el asistente parroquial enarcó una ceja.
—¿Quién dio el aviso? ¿Fue mi mujer?
—¿Su mujer? —repitió Rafferty. De repente le asaltó un oscuro presentimiento.
Mostrándose indiferente a la tardía respuesta del irlandés, Pegg sacudió la cabeza en dirección a la vivienda situada a sus espaldas.
—Es su ama de llaves. Por eso me dio por pasarme. Salí para que me afilaran esto —el asistente parroquial señaló la azada—, y pensé que volvería a tiempo para pillar algo de desayunar. Aunque la verdad es que antes no andaba por aquí; seguro que está en lo de su hermana. Son tontas del culo las dos. Esa bruja cascarrabias pasa más tiempo con ella que conmigo.
Rafferty vaciló, aunque sabía que la pregunta era obligada.
—Su mujer… ¿qué aspecto tiene la buena señora?
El asistente se sorbió la nariz y levantó la mano izquierda, con la palma hacia abajo.
—Así de alta, con cara de arpía, y una nariz buena para abrir cerrojos.
Rafferty supo entonces, sin sombra de dudas, la identidad de la mujer que se encontraba en la iglesia. Sospechaba que, dada su situación actual, se sentiría cualquier cosa menos cascarrabias.
—¿Para qué quiere saberlo? —preguntó Pegg mostrándose de pronto receloso.
Rafferty, irritado porque el asistente parroquial parecía hacer todas las preguntas pertinentes, se lo dijo.
El asistente miró aterrado la puerta de madera maciza. La azada se le resbaló entre los dedos.
—¡Por todos los demonios! ¿Qué vamos a hacer?
«¿Vamos?» pensó Rafferty. Entonces se acordó de que él era el agente de policía y por tanto el que supuestamente estaba a cargo de la situación.
—Esperaremos.
—¿Esperar? —el asistente parecía dudoso— ¿A qué?
—A los refuerzos —respondió Rafferty con sensatez—. Ya los hemos pedido.
«Dejemos que sea el maldito capitán Hawkwood quien arregle esto».
Pegg no pareció muy convencido con la respuesta del irlandés.
—¿Y eso cuánto va a tardar? —El asistente señaló hacia la iglesia con la cabeza—. No puede dejarla ahí dentro con él. Acaba de decirme que ya lo intento con usted, y usted es un agente de policía, ¡coño! A saber lo que puede hacerle a mi mujer. ¿Y si le da por propasarse con ella?
En contraste con el tono despiadado de sus comentarios anteriores, el asistente parecía ahora claramente angustiado ante la posibilidad de que su esposa se convirtiera en la víctima de una grave agresión sexual perpetrada por un vicario.
Antes se helaría el infierno, pensó Rafferty. Al darse la vuelta, descubrió que Pegg ya no seguía a su lado. Entonces llegó a sus oídos el finísimo sonido de un chorreo intermitente. Buscó la procedencia del mismo y vio que el asistente parroquial, habiéndose deshecho de la azada, estaba ocupado aliviándose junto a la misma lápida.
Nervios, supuso Rafferty. Cuando estaba a punto de soltarle un agudo comentario, el asistente parroquial elevó la nariz olfateando el aire.
—¿No huele…?
Rafferty le lanzó una mirada.
Quintus Pegg se abotonó el calzón y se secó las manos en ellos.
—No, eso no. Huele… como a quemado.
Los dos hombres se volvieron hacia la iglesia justo a tiempo para ver las primeras lenguas de fuego asomando desde detrás de las vidrieras.
Y los gritos empezaron de nuevo.
Habían dejado el hospital atrás y tomado un atajo por el callejón de Little Bell, que no era tanto un callejón como un pasaje de apenas dos metros de anchura infestado de ratas y anegado por las aguas residuales. En su carrera atraía miradas y abucheos por donde quiera que pasaban, pero el uniforme de Hopkins estaba resultando ser de gran utilidad para despejar la vía; además, la determinación en el rostro de Hawkwood conforme se abría paso entre el gentío, dejaba claro que sería una insensatez intentar interponerse en su camino.
Hawkwood respiraba con dificultad. Igualmente, empezaba a arrepentirse de haberse puesto el abrigo de montar, el cual ondeaba como si de una capa se tratara y parecía ganar peso con cada zancada que daba. Según la tradición, los
runner
se ganaron ese sobrenombre por la ligereza con la que se desplazaban. Medio kilómetro más, pensó Hawkwood, y terminarán llamándonos los caracoles de Bow Street. Se preguntaba cómo le iría a Hopkins. Oía a su espalda el golpeteo de las botas del guardia sobre la calzada.
Hawkwood no veía ninguna utilidad inmediata en informar a Hopkins de que el reverendo Tombs estaba muerto y de que el hombre al que perseguían era en realidad un interno del psiquiátrico de lunáticos de peor reputación del país. El agente, recordó Hawkwood, acababa de estrenarse en el puesto y ya parecía bastante excitado. Mejor no abrumarlo con un exceso de información. Aunque lo que sí era evidente era que el chaval tenía resistencia.
Hopkins estaba pensando lo mismo sobre Hawkwood, al tiempo que apretaba el paso para seguirle el ritmo.
El guardia se las había arreglado para esquivar la mirada de Hawkwood desde que salieran del hospital. Sospechaba que Hawkwood había notado su nerviosismo y eso no hacía más que incrementar aún más su agitación. Le había lanzado al
runner
unas cuantas miradas furtivas durante el trayecto, asimilando sus austeros rasgos, la cicatriz debajo del ojo y el pelo recogido con una cinta, y se preguntaba cuánto había de verdad y cuánto de habladurías en la temible reputación del capitán.
Había oído decir que Hawkwood era hombre que no soportara bien a los imbéciles, así que lo último que Hopkins deseaba era parecer imbécil, sobre todo ahora en los inicios de su carrera. Asimismo, había oído rumores de que Hawkwood se regía por sus propias normas, y que tenía valiosos contactos entre la delincuencia de los bajos fondos. Hopkins no estaba seguro de lo que entrañaban exactamente esas murmuraciones, y tampoco él iba preguntar, pero era evidente que incrementaban el aire amenazador asociado a la estela de Hawkwood. La simple mención de su nombre había bastado para dejar lívido al jefe Rafferty cuando éste se enteró de la identidad del agente encargado del caso.
En el corto espacio de tiempo que llevaba adscrito a Bow Street, Hopkins no había tardado en descubrir algunos de los rasgos cuanto menos poco encomiables de la personalidad del jefe Rafferty, entre los que destacaban la pereza y una mente retorcida. A Rafferty le gustaba además hacerse el gallito entre los nuevos. Por lo que la susceptibilidad a la intimidación no era una de sus debilidades más obvias. A Hopkins le había intrigado, pues, descubrir qué tendría Hawkwood para que el jefe Rafferty se lo hiciera en el calzón.
Ahora lo sabía.
Un ruido atronador interrumpió las cavilaciones del guardia. Levantó la cabeza, justo a tiempo de ver como el carruaje se abalanzaba hacia él. Se apartó con un torpe salto, a punto de perder el equilibrio en el intento. Al pasar el carruaje traqueteando a toda velocidad, le falto un pelo para ser empellado por el flanco del jadeante caballo, pero lo que no pudo evitar fue el salpiconazo de agua que las pesadas ruedas le lanzaron al hundirse éstas en uno de los enfangados charcos dejados por la lluvia nocturna. El agente soltó un improperio al ver que su calzón sucumbía víctima del aluvión. Recuperando el equilibrio y lo que le quedaba de dignidad, el empapado y desventurado guardia se apresuró a recuperar el terreno perdido.
Casi habían llegado. Hawkwood percibió el olor del río: una acre mezcla a dogales, alquitrán, cieno, pescado podrido y mierda procedente de las barcazas nocturnas que navegaban río abajo transportando estiércol. La fábrica de cervezas de Calvert estaba a un kilómetro de distancia y el olor a lúpulo fermentado flotaba pesadamente en el ambiente. Hawkwood pensó que a los lugareños no les haría falta acudir a una taberna para disfrutar de ella. Les bastaba con abrir las ventanas para embriagarse en el acto.
En esta parte, las calles eran más angostas y los edificios estaban más deteriorados. El comercio de la ciudad había propiciado el florecimiento tic la industria en las márgenes del río, y en vez de carruajes y faetones, en su carrera hacia la iglesia, se veían esquivando carretones, carretillas, y carros de mano.
Cuando su oído captó el sonido de la campana, Hawkwood pensó primero que se trataba de uno de los barcos mercantes de los que descargaban en un muelle cercano. Mas cuando los tañidos se intensificaron, entendió que avisaban de un asunto más urgente que un cambio de guardia.
Fue entonces cuando divisó el humo.
Invadido por una repentina sensación de temor, Hawkwood avivó su zancada. Sentía a Hopkins avanzando detrás de él. Los dos hombres salieron del callejón a la vez, y se pararon en seco.
—¡Por todos los demonios! —el agente Hopkins contempló la escena con ojos de asombro, olvidando por completo su calzón empapado.
La iglesia de Saint Mary se consumía por el fuego.
La iglesia era más pequeña de lo que Hawkwood había supuesto; sencilla, y de forma rectangular, con el campanario en el extremo norte. Había visto capillas más imponentes. Los muros exteriores parecían relativamente intactos, pero las vidrieras, iluminadas por cortinas de llamas danzantes provenientes del interior del edificio, resplandecían como joyas. Se produjo una sucesión de estallidos que sonaron a lejanos disparos de mosquete. Los curiosos congregados en el lugar gritaban al ver los fragmentos de cristal irisado estallar en los marcos a causa del calor y precipitarse sobre el suelo cual lluvia de granizo. Las columnas de humo negro que se escapaban por los cristales de las ventanas recién destrozadas, ascendían cual remolinos hacia el cielo como buscando cobijo entre las nubes grises. Pequeñas y feroces erupciones, que aunque tímidas al principio cobraron confianza rápidamente, brincaban asomándose desde el cuerpo de la iglesia. Hawkwood observó como las llamas comenzaban a devorar los bordes del tejado cual lenguas serpentinas.
A primera vista parecía que la torre fuera a quedar inmune a la destrucción que estaba desatando abajo. Pero, poco a poco, empezaron a salir fumaradas por las contraventanas de la cúspide de la torre. El edificio, con su aguja perfilándose en el horizonte, pronto adquirió el aspecto de un resplandeciente cirio de altar. La campana continuó sonando con gran estruendo, ahogando los gritos de alarma de la multitud que presenciaba la escena.
Entonces se produjo una súbita conmoción en la entrada de un callejón cercano. Media docena de hombres aparecieron a toda carrera tirando de un carro de madera. Había llegado el cuerpo de bomberos. La muchedumbre se apartó sumisa para dejarlos pasar. Tras detener su artilugio, los hombres se quedaron mirando estupefactos el edificio en llamas. En un principio, Hawkwood pensó que estaban buscando la placa que indicaba que el edificio estaba cubierto por la compañía de seguros que les contrataba. Sin placa a la vista, la cuadrilla se marcharía con toda probabilidad por donde había venido. La placa, empero, estaba colocada en la pared, a la derecha de la puerta, donde los bomberos no podían sino verla. Hawkwood se dio cuenta de que en realidad se habían parado, porque se sentían completamente abrumados. Y no era difícil entender el porqué: su rudimentario equipo era harto insuficiente para sofocar un incendio de tal magnitud.