El Resucitador (13 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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Lo que a Locke le había parecido inusual —si bien era una observación que había resuelto no compartir con Hawkwood— era el
leitmotiv
que se repetía en toda la selección de ilustraciones de Hyde. Era algo que había intrigado a la vez que inquietado al boticario, sin saber muy bien por qué.

Todas las figuras que adornaban las paredes de la celda eran de mujer.

Capítulo 6

En una esquina del pub lleno de humo, dos clientes competían por los favores de una prostituta. A pesar de que el albor de su vida había quedado muy atrás, de su obesidad y el colorete exagerado, bajo la tenue luz de la vela y las etílicas miradas del dúo borracho de ginebra a la brega por disfrutar de sus prominentes encantos, sus imperfecciones parecían menos evidentes de lo que lo hubieran sido a plena luz del día.

La mujer se apoyó sobre la mesa manchada de cerveza. Un par de enormes pechos blancos como la leche se apretaban provocativamente contra su escotado corpiño. Pegando la boca al oído de uno de sus acompañantes, la prostituta dejó caer una mano sobre la pierna del otro y empezó a acariciarle la entrepierna.

El borracho al que había estado susurrando provocaciones lascivas sonreía expectante de oreja a oreja. Deslizando una mano por su blusa entreabierta, empezó a juguetear vigorosamente con su pecho derecho. La mujerzuela se apartó hacia un lado emitiendo un gritito travieso y, apartándole la mano de un manotazo, le reprochó con un dedo acusador sus groseras insinuaciones, al tiempo que lanzaba a su acompañante un guiño de complicidad.

Interpretando el guiño como una invitación, el segundo hombre le acercó la jarra a los labios, conminándola a echar un trago, que ella aceptó, echando la cabeza hacia atrás. Una vez vaciada la jarra, se secó la barbilla con el dorso de la mano y se lamió los labios con deleite.

La prostituta, cuyo nombre era Lizzie Tyler, llevaba incitando a los dos borrachos a picarse el uno contra el otro durante unos buenos diez minutos. Era toda una experta en este tipo de juego. No en vano había acumulado gran experiencia con los años.

La pena era que el alojamiento, independientemente de su grado de sordidez, no era gratuito, y ante la perspectiva de las cada vez más largas noches de invierno, Lizzie no tenía intención alguna de transitar por las frías y oscuras calles más de lo necesario.

En varias ocasiones, cuando a Lizzie le habían faltado una o dos monedas para pagar el alquiler, se había visto obligada a pagar en especie por un techo donde cobijarse. Pero su casero, un odioso individuo llamado Miggs, dueño de una pensión de mala muerte infestada de ratas en la esquina de Field Lane, había interpretado este arreglo como un derecho conyugal propio. Y Lizzie para nada deseaba tener que recurrir a esa opción. Después de todo, una dama tenía su dignidad y derecho a que un hombre la respetara, aunque fuera prostituta.

Por eso había decidido ejercer su oficio entre las tabernas y las licorerías de los alrededores de Smithfield y Newgate, soportando humillaciones, insultos y palizas en su continua pugna por mantener a raya al casero Miggs y a flote su piojosa cabeza.

La ventaja de ofrecer sus servicios a clientes bien cargaditos de ginebra era que, la mayor parte de las veces, para cuando habían logrado llevársela al callejón y embestirla contra la pared, estaban demasiado pasados como para poder rematar la faena. Con un poco de ingenio, una chica podía trincar con la parte superior de los muslos la verga de un hombre y, a base de gemidos y jadeos, hacerle pensar que había cumplido mejor que el mismísimo Casanova. Y en este particular tipo de astucia, Lizzie Tyler poseía una habilidad propia de una asistente de prestidigitador. En cualquier caso, estuviera el cliente o no a la altura, el dinero forzosamente debía cambiar de manos. Pero hasta el momento, lo único que Lizzie había sacado de este par era una sonrisa recelosa y dos tragos de aquel matarratas. Así que, mientras aguantaba sus torpes y descoordinados manoseos, Lizzie continuaba a la caza de alguna forma alternativa de remuneración, por si acaso.

Uno de los clientes llamó su atención. Lo había visto entrar un rato antes. Alto y de pelo oscuro, llevaba un abrigo negro largo sobre una chaqueta gris desgastada y lo que parecía ser un viejo calzón del ejército. La costura amarilla que recorría de arriba abajo las perneras del mismo estaba desteñida y raída. Se fijó en que sus botas también eran viejas, aunque de buena calidad, lo que a Lizzie se le antojó extraño, dado el estado de deterioro del resto de su vestimenta. En sus años de fulana, había visto todo tipo de hombres y una asombrosa variedad de calzado, y ni que decir tiene, casi desde cualquier perspectiva imaginable. Según la experta opinión de Lizzie, se podía decir muchas cosas de un hombre por las botas que calzaba. Y éste, sentado a solas en una mesa con bancos al otro lado de la habitación, con la espalda hacia la pared y la cara en la penumbra, la tenía intrigada. Había notado la forma en que se movía y su cicatriz debajo del ojo, la cual, junto con los restos de uniforme, sugerían que era, casi con toda probabilidad, un veterano herido pasando una mala racha que habría acudido a la taberna en busca de empleo. Eso, unido al hecho de que el Perro Negro hacía también las veces de casa de contratas, parecía la explicación más lógica.

Si precisabas los servicios de un profesional, un abogado o un actuario, buscabas en La Posada de Lincoln o a Bartholomew Lane. Si necesitabas a alguien de un gremio totalmente opuesto —un sastre, un zapatero, o quizá una tejedora— acudías al Dragón Verde. Si querías a trabajador de menor categoría —un deshollinador, un trapero, o alguien por el estilo—, había que ir a los Tres Muchachos. Pero si lo que buscabas era una persona que hiciera los trabajos verdaderamente sucios —un sepulturero o un estibador para descargar las barcazas que transportaban abono de cloaca— entonces, lo más probable era que la encontraras en el Perro.

Lizzie le echó una ojeada al hombre alto y se preguntó qué tipo de trabajo estaría buscando. Otras dos o tres chicas ya se habían acercado furtivamente a su mesa, meneándole las tetas y pasándole la mano por los hombros, en un intento nada sutil de atraer su interés. Todas habían obtenido la misma respuesta. Habían mantenido un breve intercambio de palabras, seguido de una negación de cabeza y una mirada intimidante que parecía decir: «vale, ya lo has intentado conmigo una vez, así que no vuelvas a molestarme otra vez». Así que no lo habían hecho.

Un fuerte pellizco en su pezón derecho despertó súbitamente a Lizzie de su ensoñación. El borracho que tenía a su lado estaba intentando gorronearle otro tocamiento gratis. Lizzie decidió que había tenido suficiente. La farsa había acabado.

—Ya está bien, encanto —le espetó con brusquedad, apartándole la mano de una guantada—. Si quieres que Lizzie te conduzca al paraíso, tienes que pagar la tarifa —entonces se giró hacia el segundo hombre—. Tú también, tesoro. ¿Qué va a ser? Lizzie no tiene toda la maldita noche.

Los dos hombres parpadearon repetidamente con ojos miopes. Lizzie suspiró y echó un vistazo por la habitación. El hombre del cabello oscuro seguía sentado solo, con una jarra entre las manos. Lizzie consideró sus opciones, que no eran muchas. Bueno, pensó ociosa, puede que valga la pena intentarlo…

Hawkwood se sintió observado. Se acercó la jarra a los labios como si fuera a echar un trago y recorrió la habitación con la vista. Era la fulana regordeta de la esquina. La había visto apartar de un guantazo las sobonas manos de sus acompañantes de mesa y había percibido un atisbo de curiosidad cuando sus miradas se cruzaron.

Ignorando su insinuación, depositó la jarra en la mesa y miró a su alrededor. Por toda la estancia se sucedían escenas similares. Había un gran contingente de prostitutas. Tenían una buena razón para ello: era sábado noche y día de cobro.

En un compartimento parcialmente tapado por una cortina, pasando un arco bajo a la izquierda de la barra, un grupúsculo de hombres con ropas harapientas hacía cola ante un hombre calvo, circunspecto y con cráneo puntiagudo sentado a la mesa de pago. Ante él, había un libro de contabilidad y un saco con dinero. De pie, a su espalda, había dos hombres más jóvenes, de constitución fuerte, con chalecos y camisas arremangadas que dejaban a la vista unas impresionantes moles de músculos bien desarrollados. Los dos iban armados con sendos garrotes de madera.

Hawkwood observó cómo los hombres de la fila se aproximaban a la mesa uno a uno para estampar su firma o hacer una señal, a cambio de dinero. Tras recoger sus ganancias, se iban derechos al mostrador y a la ginebra, con una mezcla de resignación y desesperación grabada en sus rostros. Hawkwood había visto la misma expresión de angustia en los ojos de los prisioneros de guerra franceses. Era la mirada propia de hombres derrotados y con un futuro incierto.

El pagador de cráneo puntiagudo se llamaba Hanratty y era el tabernero. Los hombres que le protegían las espaldas eran sus hijos. Pocos acertaban a recordar cuánto tiempo llevaba Hanratty siendo el dueño del Perro, y el lugar ya era una agencia de colocación incluso mucho antes.

Aunque el Perro ofrecía varios trabajos de baja categoría, su principal fuente de actividad derivaba de su situación geográfica. La taberna estaba a un tiro de piedra de Smithfield y por tanto era inevitable que ofreciera sus servicios al mercado cárnico. Hanratty había sido matarife antes de convertirse en tabernero y continuaba teniendo contactos en el gremio, así que, cuando alguien necesitaba porteadores, ayudantes de carnicero, embutidores y gente por el estilo, el Perro era su primer puerto de atraque.

Hanratty, en calidad de intermediario entre patronos y trabajadores, llevaba su casa de contratas con mano de hierro. Se trataba de un arreglo eficaz y —al menos para el astuto tabernero— altamente lucrativo.

Los hombres en busca de empleo tenían que pagar un precio. Si querías trabajar tenías que alistarte. Si no había tajo, Hanratty te daba crédito para comprar comida y provisiones, aunque única y exclusivamente en el Perro. Cuando te encontraba uno, Hanratty te daba la paga en nombre del patrono, descontando primero el importe de cualquier suma debida. Si la deuda excedía a la paga, que era lo que normalmente ocurría, mala suerte. Hiciera lo que hiciera un hombre, Hanratty lo tenía cogido por las pelotas. Los rostros pálidos y demacrados que se alejaban de la mesa de pago lo decían todo.

Para la mayoría de ellos, la única forma de aliviar su miseria, aunque fuera sólo por una o dos horas al final de la jornada, era la bebida. Hanratty se aseguraba de tener siempre abundantes existencias de aquella particular panacea. Y tampoco era mera coincidencia que la paga se entregara por la noche.

Cuando no era la bebida, lo más probable es que hubiera algún juego de naipes como el
whist
o el
cribbage.
Esa noche, había varias partidas en juego y un par de mesas más allá, había varios clientes enfrascados en una ruidosa partida de dominó. El repiqueteo de las fichas contra el tablero de la mesa se mezclaba con las estridentes risotadas de los jugadores.

Hawkwood observaba la escena con desganada fascinación. Cartas y alcohol: una de las mejores alianzas profanas jamás forjadas. Si ya en los clubs de juego de alta alcurnia de la zona de Saint James era una mala combinación, en ésta era la excusa perfecta para armar jaleo; sobre todo si además había fulanas a la carta. Pero Hanratty tenía a sus chicos a mano por si las cosas se ponían feas. Si un hombre era lo bastante estúpido como para liarla, lo sacaban al callejón y se le demostraba lo equivocado de sus maneras. Algo que ya era en sí un castigo lo suficientemente duro, aunque no tanto como que eliminaran tu nombre del libro de contabilidad. Una vez que borraban tu nombre, no tenías ingresos. Y si carecías de ingresos, te morías de hambre. Y tu familia contigo.

Era la primera vez que Hawkwood entraba en la taberna, pero no la primera que visitaba una casa de contratas. Había docenas de establecimientos similares en un radio de kilómetro y medio del mercado, y el Perro era el cuarto de una lista de posibles garitos de la zona de Smithfield que el hombre que había aparecido ahorcado en Cripplegate, y que en esos momentos yacía en una fría sala de disección, podría haber frecuentado, según la información facilitada por el sepulturero Edward Doyle a Hawkwood. Sin embargo, hasta el momento, no tenía ni una puñetera pista.

A Hawkwood se le ocurrían tres razones para explicar su falta de éxito: la pura ignorancia, el temor a la autoinculpación, y el miedo a las represalias. Había percibido indicios de ésta última en las respuestas obtenidas hasta entonces, a pesar de haber llevado con disimulo sus pesquisas. Lo cual significaba que probablemente se había corrido la voz sobre la crucifixión, y que la gente tenía demasiado miedo de señalar con el dedo.

Por el momento, lo único que podía hacer era continuar descartando posibilidades en su lista de tabernas con la esperanza de que con el tiempo surgiera algo. Naturalmente, ello no quería decir que no pudiera darse el gusto de disfrutar mientras tanto de una libación sin importancia. Además, decidió que después del día que había tenido se lo había ganado. Y en un lugar como el Perro, la gente se daría cuenta si no tenía una bebida delante.

También era una forma de apartar de su mente la horrorosa pestilencia.

El hedor le había asaltado desde el mismo momento en que había entrado en la taberna, y pronto descubrió que no procedía de un sitio concreto. Venía de todas partes, manaba de cada poro del edificio, desde los cimientos y los ladrillos de la pared, hasta las vigas por encima de su cabeza. Lo desprendían los cuerpos faltos de aseo, la ropa de los bebedores, y ascendía como una fina neblina desde los sótanos y desde los patios de ejecución que, en sucesivas reencarnaciones, habían constituido una parte integral del vecindario durante gran parte de un periodo de seis siglos. Allí, el aroma dulzón de carne putrefacta y el inmundo olor a muerte eran una entidad viva, que respiraba.

En días de mercado, las calles y callejones de los alrededores de Smithfield se teñían del espumoso rojo de la sangre de los mataderos. Las aceras estaban resbaladizas por los desechos de vísceras, mientras que, en las poco profundas cunetas cubiertas de sebo, se pudrían los montones de despojos arrojados por los carniceros así como por los fabricantes de salchichas y cuerdas de tripa.

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