Sawney examinó el edificio en busca de señales de vida. Todas las contraventanas de madera del piso bajo estaban cerradas. Creía haber visto antes una luz salir a través de un resquicio de las cortinas de una de las ventanas del último piso, pero no estaba seguro. Sólo había una forma de averiguarlo. Echó una recelosa ojeada a su alrededor y le dio a Maggett un golpecito en el hombro. El corpulento hombre se cargó el saco una vez más y cruzó la calle con paso renqueante tras Sawney. Incrustado en la pared, junto a la puerta, había un llamador de campana. Sawney tiró de él. Oyó un leve ruido metálico procedente del fondo de la casa.
Sawney había medio esperado que bajaran el puente levadizo, como ocurriera la noche anterior cuando llevaban el carro, en cambio, fue la puerta más pequeña de peatones la que se abrió. Dodd apareció por el hueco con una vela en la mano. Iba vestido con ropa informal, con una camisa de cuello abierto y las mangas remangadas por encima de los codos. La mitad inferior de su cuerpo se escondía tras lo que supuestamente había sido un delantal blanco, que ahora estaba cubierto de manchas oscuras. Su intimidante mirada pasó del uno y al otro, examinando a Maggett y el saco que éste portaba. Entonces se apartó para dejarlos entrar, no sin antes echar un rápido vistazo hacia la calle sin luz. No hubo formalidades ni saludos cuando la puerta se cerró tras ellos.
Por un momento, Sawney se preguntó cómo había sabido Dodd quién había llamado, pero después, al cerrarse la puerta, se percató de la diminuta mirilla perforada en la hoja, a la altura de los ojos. También se fijó en las manos del doctor que, al igual que su delantal, estaban totalmente manchadas de una sustancia viscosa y oscura.
Sawney señaló el saco con la cabeza.
—El segundo plato, como prometí.
—Tráigalo —le exhortó Dodd.
Se giró con rapidez haciendo vacilar la llama y permitiéndoles que lo siguieran por la rampa.
Iluminada por velas colocadas en nichos dispuestos por toda la pared, la dependencia que cobijaba las caballerizas al final de la rampa no era muy distinta de una cuadra cualquiera. Tenía el techo bajo y estaba provista de suficientes establos para acomodar una docena de caballos además de contar con espacio para dos carruajes aparcados uno junto al otro. El suelo estaba cubierto por un manto de paja.
Diversas piezas de arreos colgaban de unos ganchos situados a los lados, y junto a la pared había un banco de trabajo y unas cuantas herramientas. En el suelo, cerca del banco, había una cesta grande y cuadrada. Nada más alcanzar la base de la rampa, Sawney percibió un olor nauseabundo que iba aumentando a medida que avanzaban. Sabía que no provenía del fardo de Maggett sino que emanaba de la cesta cuadrada. Era un hedor que Sawney reconocía.
Dodd señaló hacia el banco de trabajo.
Sawney le hizo una seña a Maggett, que subió el saco a la mesa sin hacer apenas esfuerzo, como si su contenido fuera muy liviano. Sawney se sacó el cuchillo del cinturón y cortó los cordeles que ataban el cuello del saco. Maggett extendió el cuerpo mientras Sawney utilizaba el cuchillo para cortar los vendajes. Maggett le estiró las piernas, y en un curioso y casi reverencial gesto, le cruzó las manos a la difunta sobre el pecho.
—Fresco del día —anunció Sawney dirigiéndole una extraña mirada a su acompañante—, ¿no es cierto, Maggsie?
Maggett no dijo nada, contentándose con permanecer en guardia y callado.
Dodd se inclinó sobre el cadáver y lo examinó de cerca. Fue levantando los miembros uno a uno y volviéndolos a colocar en su sitio, al tiempo que presionaba la piel azul grisácea con el pulgar y la palma de su mano. Movió la muñeca, la rodilla, el tobillo y las articulaciones de los dedos. Levantó los hundidos párpados y entreabrió los labios al cadáver para examinarle la dentadura. A Maggett le recordó a la forma en que los mozos de cuadra examinan a un caballo enfermo. Finalmente, se apartó y asintió.
—Parece que la calidad es aceptable.
Sawney hizo un gesto con la cabeza que esperaba pareciese igual de despreocupado, lanzando para sí un suspiro de alivio.
—¿Quiere que le echemos una mano para llevarlo dentro?
La oferta fue rechazada con una negación de cabeza.
—No será necesario. Ya me encargo yo. Lo que sí podéis hacer es libraros de esos… —respondió Dodd señalando la cesta con un movimiento de cabeza.
El olor era ahora muy intenso.
«Cabrón», pensó Sawney.
—Sin problema. ¿Maggsie?
—Dejad la cesta —ordenó Dodd.
Sawney recogió el saco vacío del banco y esperó a que Maggett levantara la tapa de la cesta.
La pestilencia parecía brotar del interior de la canasta. Sawney apartó la cabeza con rapidez. A su lado oyó algo similar a una arcada producirse involuntariamente en la garganta de Maggett y vio cómo los ojos del hombretón se abrían de par en par.
—¡Dios! —exclamó Magget, respirando hondo y lanzándole a Sawney una mirada—; necesitaremos otro saco, Rufus.
Sawney miró a su alrededor. Había varios sacos de paja vacíos tirados junto a uno de los establos. Se acercó y cogió uno.
Dodd no pareció enterarse. Se había dado la vuelta y examinaba de nuevo el cadáver recién entregado.
Maggett permanecía de pie con la boca cerrada y apretando fuertemente los labios. A Sawney le dio la impresión de que el hombretón se esforzaba por contener la respiración. Sawney cubrió a toda prisa la cesta con la abertura del saco.
Después, ladeando la cesta, los dos hombres traspasaron la primera parte de la carga. Gracias a la fuerza de Maggett y a la destreza de Sawney para mantener la abertura del saco bien pegado a la cesta durante toda la maniobra, la ejecución de la operación se desarrolló sin complicaciones. Sawney ató el extremo del saco y los dos hombres repitieron el procedimiento con el resto del contenido de la cesta. Sawney atrajo la atención de Dodd, y señalando con un movimiento de cabeza el banco de trabajo, enarcó una ceja interrogante.
Dodd asintió, y contempló cómo Sawney arrastraba la cesta vacía hasta el banco y volcaba el cadáver dentro. Tuvo que flexionar las rodillas y empujar la cabeza del cuerpo hacia abajo para poder meterlo y cerrar la tapa.
—Toda suya —anunció Sawney una vez acabada la tarea limpiándose las manos en la chaqueta—. ¿Está seguro de que podrá apañárselas?
—Bastante seguro, gracias.
—Bien —dijo Sawney—, entonces nos vamos.
Le hizo un gesto con la cabeza a Maggett, el cual se echó uno de los sacos al hombro. Sawney levantó el otro.
—Pueden salir por sí solos, caballeros —dijo Dodd—. Yo iré dentro de un momento a cerrar la puerta.
Sawney hizo una pausa.
—¿Hay algo más? —preguntó Dodd volviendo la cabeza.
—Estaba pensando —confesó Sawney— sobre el próximo. ¿Cuándo va a querer que se lo entreguemos?
—No estoy seguro. Lo sabré cuando haya examinado la partida de esta noche. Volved en veinticuatro horas. Os lo diré entonces.
—Como ordene.
Sawney le dio un golpecito a Maggett en el brazo y los dos empezaron a subir por la rampa.
Una vez en la calle, Maggett echó una ojeada nerviosa a su alrededor. Le dio un codazo al saco que llevaba al hombro.
—¿Qué cojones vamos a hacer con estos? Pensé que nos habíamos librado de ellos —espetó dirigiéndole a su acompañante una mirada de inquietud—. ¿Rufus?
—¡Por el amor de Dios, cállate y déjame pensar! —replicó Sawney bruscamente.
Se mordió el labio. Nunca debió haberse ofrecido a llevarse los malditos materiales. Si no lo hubiera hecho, posiblemente Dodd se los habría quedado. Era culpa suya por haberle dado la idea al doctor así como la impresión de que el acuerdo incluía la devolución de cualquier mercancía comprada no deseada, lo cual era una forma rematadamente estúpida de comerciar con cadáveres; pues sí que había dado en el clavo el doctor al decirle que demostraba tener buen ojo para los negocios. De hecho, la transacción no era en ningún modo ventajosa, ya que el doctor se había quedado con la parte más jugosa, dejando el resto para que ellos se lo llevaran; era como dejar a un lado del plato un trozo de cartílago duro de masticar.
Pero era demasiado tarde para hacer nada. A su lado, Maggett movía incesantemente los pies, ansioso por marcharse.
—Podemos llevarlos al hospital Saint Bartholomew —dijo Sawney al fin—. Nos queda de camino.
—Pero es un trecho de la hostia —respondió Maggett vacilante—. ¿Estás seguro?
—Sé que es un trecho de la hostia, Maggsie, pero ¿se te ocurre alguna idea mejor?
—¿Y Chapel Street? Fueron ellos los que hicieron la primera oferta.
—Ya, pero eso era cuando estaban de buen ver. No creo que les interesen unas sobras.
—Podríamos deshacernos de ellos —sugirió Maggett.
—Ni de coña voy a deshacerme de ellos. Sobre todo cuando aún podemos sacarles unos cuantos chelines. No, probaremos con Bartholomew. Nunca se sabe. Venga ¿vienes o no?
Maggett suspiró y asintió.
—Lo que tú digas, Rufus.
—Bien, entonces, eso es lo que haremos.
Maldiciendo entre dientes, Sawney se subió el cuello, y con el saco al hombro, guió a su acompañante por la calle desierta. «Esto —pensó— era lo último que le faltaba».
Cinco minutos más tarde comenzó a nevar.
—Vaya, vaya —exclamó el cirujano Quill levantando la vista—. Agente Hawkwood, ¿tan pronto de vuelta? Es un verdadero honor.
Escalpelo en mano, el cirujano, que se hallaba inclinado sobre una de las mesas de exploración, había hecho una pausa a mitad de una incisión. Delante de él yacía el cuerpo de un hombre y había comenzado ya a diseccionarlo. Le había practicado una incisión en forma de Y en el pecho que partía desde los hombros hasta la base del esternón y bajaba hasta el hueso púbico. La piel había sido retirada para dejar al descubierto la caja torácica, los músculos y el tejido blando subyacente. Los musculosos antebrazos del cirujano estaban teñidos de rojo hasta los codos.
—Tiene un par de cuerpos —dijo Hawkwood.
No estaba de humor para preámbulos. Intentó no mirar la sanguinolento carnicería de la mesa, y sospechó que Quill estaría sonriéndose para sus adentros a causa de su malestar.
—Exactamente. De hecho tengo varios —el cirujano alargó un brazo, abarcando toda la sala de exploración. El movimiento hizo que un pegote de sangre se desprendiera de la hoja del escalpelo y salpicara el suelo. Quill no pareció percatarse de ello. Hizo una pausa sólo para limpiar la hoja en su sucio delantal y enarcó una ceja—. ¿Imagino que tiene en mente algunos en concreto?
—¿Los trajeron esta mañana?
—Efectivamente —respondió el cirujano asintiendo con la cabeza.
—Me gustaría verlos —prosiguió Hawkwood.
El cirujano hizo una mueca, enseñando los dientes.
—Pensé que así sería. Por aquí.
Hawkwood siguió al cirujano hasta una mesa situada en medio de uno de los tenuemente iluminados nichos de la cámara. Quill extrajo una vela de uno de los nichos más próximos y la sostuvo en alto. La mesa y su contenido estaban cubiertos por una sábana, casi tan mugrienta como el delantal del cirujano. Quill la retiró.
—Aquí tiene —le dijo.
Hawkwood contuvo la respiración y bajó la mirada. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo; y no tenía nada que ver con la temperatura de la cámara.
Los habían descubierto de madrugada dos guardias de la patrulla nocturna. Los agentes se encontraban haciendo su ronda, protegiendo la capital de granujas, vagabundos, criaturas nocturnas y todo tipo de malhechores, cuando empezó a nevar. Padeciendo ya los efectos del frío y el cansancio, el dúo había decidido cobijarse temporalmente bajo el arco de entrada del hospital Saint Bartholomew con idea de coger fuerzas para aguantar el resto de la patrulla con unas caladas de pipa de tabaco y un trago caliente de grog de la pequeña petaca que ambos llevaban.
Cuando se dirigían con paso rápido hacia la entrada del hospital, los ojos de lince del guardia John Boggs alertaron a su acompañante, Nathan Hilley, de las dos figuras agazapadas al otro lado de la cancela del hospital. A pesar de su oficio, ninguno de los patrulleros era curioso por naturaleza, y en circunstancias normales se lo habrían pensado dos veces antes de pasar a la acción. No obstante, los dos estaban ateridos y no les hacía nada de gracia tener que seguir caminando bajo los remolinos de copos de nieve que empezaban a caer en torno suyo en busca de un cobijo alternativo. Además, el rápido lingotazo de grog había servido para insuflarles una confianza en sí mismos que de otra manera no hubieran disfrutado.
Como era de prever, fue Boggs, el más joven de los dos, el primero que, sujetando la linterna en alto, rompió a correr identificándose y exigiendo a las dos figuras que se mostraran.
Las dos figuras parecían ser hombres. Uno de estatura media, mientras que su acompañante era más alto y corpulento. Ambos portaban una especie de fardo pero, como los bajos del arco estaban sumidos en una profunda oscuridad, era difícil distinguir bien los detalles. Boggs advirtió la facilidad con la que el hombre más voluminoso se movía con el objeto a sus espaldas, todo lo contrario que su acompañante, quien parecía batallar con su carga. La pareja se movía con impresionante rapidez, aunque con dos guardias pisándole los talones, no era de extrañar.
Los agentes no tardaron en percatarse de que los fugitivos se habían desprendido de su carga. Con las prisas, habían soltado lo que llevaban para evitar caer en las garras de sus perseguidores.
Cuando alcanzaron la entrada del hospital, Hilley y Boggs vieron cómo sus presas se perdían en la oscuridad entre los copos de nieve, y decidieron que era inútil continuar la persecución. Sin sentirse excesivamente apesadumbrados, los guardias regresaron al arco para averiguar de qué se habían deshecho el par de fugitivos. Se aproximaron con cautela con las linternas en alto. A pocos pasos de la entrada, había tres grandes canastas de enea apoyadas contra la pared. Los guardias levantaron con cierta indecisión la tapa de cada una ellas y miraron en su interior. Las tres estaban vacías. Los dos hombres se miraron estupefactos.
Entonces Hilley divisó los sacos. Estaban tendidos en el suelo, entre la última canasta y la pared, y parecía como si los hubiesen arrojado a toda prisa. Mientras su acompañante levantaba las dos linternas para alumbrarlos, Hilley se sacó la navaja, y con manos temblorosas, cortó las ataduras del saco más próximo, padeciendo ya los efectos de la espantosa pestilencia.