El Resucitador (32 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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—¡Ahí! —anunció Carslow—. El villano está localizado.

Hawkwood advirtió que el cirujano debía estar esperando oír el clac del impacto de la punta curva de la varilla al chocar con la piedra.

Con gran rapidez y sujetando el extremo de la varilla que sobresalía del pene del paciente cual tapón de licorera, el cirujano cogió su escalpelo.

A Hawkwood se le revolvió el estómago.

—Agárrenlo bien, caballeros, hagan el favor.

Los auxiliares sujetaron al paciente contra la mesa, ejerciendo presión. Las correas de cuero estaban fuertemente apretadas.

—Ahora, para la primera incisión, pongo la cuchilla sobre el perineo, así. Y, recuerden, despacio y con firmeza…

Colocando la punta de la cuchilla contra la piel de la parte trasera del escroto del paciente, la empujó con cuidado hacia dentro, para introducirla en el recto. La piel se rasgó como la cáscara de una uva y comenzó a brotar sangre. Un aullido semejante a un balido se escapó de entre los dientes apretados del paciente.

Hawkwood contuvo la respiración.

El paciente se retorció cuando el cirujano prosiguió.

—Divido la glándula prostática, y con la punta de la cuchilla presiono la pared de la vejiga, buscando la ranura de la sonda de la vejiga y teniendo cuidado de evitar dañar el tejido circundante.

Hawkwood vio que había empezado a manar sangre a causa de la incisión.

Del cabezal de la mesa de operaciones salió un chillido parecido al de un cerdo.

—¡Esas cabezas! —Los gritos surgieron de improviso, desde la grada superior a la derecha de Hawkwood—. ¡Esas cabezas!

«Dios,
¿y
ahora qué?» se preguntó Hawkwood. Y entonces se dio cuenta de que las quejas venían de espectadores que no podían ver la operación porque las cabezas de los auxiliares, les impedían la visión.

Otros alumnos se unieron al cántico. Solícitos, los auxiliares se echaron hacia atrás, sin dejar de controlar las piernas del paciente. Cuando cesaron los gritos, los espectadores se calmaron y Hawkwood observó que el paciente también se había apaciguado, como rindiéndose ante lo inevitable. El asistente de Carslow, Gibson, acariciaba la cabeza sudorosa del hombre y le susurraba al oído.

La herida había empezado a sangrar copiosamente. Un chorro rojo y oscuro comenzó a manar de la grieta de las nalgas del paciente cayendo a la caja de debajo de la mesa empleada para recoger la sangre.

—Una vez localizada la ranura, realizo un corte por la pared de la vejiga utilizando la ranura de la sonda como guía —la voz del cirujano provenía de los pies de la mesa de operaciones—. Cojo mis fórceps, los inserto por el perineo hasta la vejiga, y extraigo la piedra. Observen que la inserción y la extracción se realizan de forma gradual y no de golpe.

Presionando hacia abajo con la mano izquierda el extremo de la sonda de la vejiga que asomaba, el cirujano introdujo los fórceps por la incisión. En su rostro se reflejaba una mirada de concentración ya estudiada.

El paciente soltó un chillido desgarrador.

Hawkwood miró disimuladamente a su alrededor. Entre los estudiantes que presenciaban la escena, más de uno parecía algo tembloroso; supuso que eran los que presenciaban su primera operación.

De repente, le llegó un gruñido desde la mesa de operaciones al que la galería respondió con un grito ahogado de sorpresa. Hawkwood se giró con rapidez.

Carslow se hallaba a los pies de la mesa sosteniendo en alto los fórceps con una expresión de satisfacción en el rostro. Las mandíbulas de metal aprisionaban un objeto redondo y oscuro del tamaño de un huevo de gallina del que goteaba sangre.

Con una floritura, el cirujano dejó caer la piedra en el cuenco de metal y extrajo la sonda del pene. Como si se lo hubieran indicado, los espectadores estallaron en aplausos.

Carslow levantó la mano. La sala quedó en silencio.

El cirujano volvió su atención al paciente, que yacía inmóvil, a excepción de su pecho que subía y bajaba con la rapidez del codo de un violinista, pugnando por recuperarse de su agotador trance.

—Lo ha soportado con bravía, señor Ashby. Ya ha pasado lo peor. Mi asistente, el señor Gibson, le atenderá. Señor Listón, señor Oliver, pueden regresar a su sitio.

El paciente no dio muestras de haberle oído.

El cirujano esperó a que sus dos ayudantes regresaran a la galería entre las sonrisas de envidia de sus amigos, antes de dirigirse a la audiencia:

—Recuerden, es deber del cirujano tranquilizar los ánimos, generar alegría, e infundir confianza en la recuperación.

Tras la espalda de Carslow, Gibson había recostado al paciente de lado y taponaba el flujo de sangre con compresas de algodón.

El cirujano hizo una señal enarcando una ceja hacia uno de los miembros del personal médico que estaba de pie en la grada inferior de la galería.

—¿Cuánto tiempo, señor Dalziel?

—Un minuto y cuarenta y tres segundos, señor Carslow.

Un murmullo recorrió la sala. Hawkwood se preguntó si aquello significaba que había tardado más o menos de lo esperado. Al paciente tendido sobre la mesa probablemente le habrían parecido horas.

El cirujano se dio por enterado del tiempo asintiendo con la cabeza pensativo.

—Gracias —levantó la vista hacia sus alumnos—. Se dice que mi predecesor, William Cheselden, podía realizar la operación que acaban de presenciar en menos de un minuto. Sin embargo, aunque la rapidez es un rasgo admirable, nunca permitan que la velocidad dicte sus acciones. Dejen que la conveniencia les guíe. Cheselden era rápido, porque era un buen cirujano, y porque conocía bien la anatomía. La anatomía es la piedra angular de la cirugía. Ténganlo siempre presente y no fallarán… —Carslow hizo una pausa—. Asimismo, he de señalar que Cheselden no fue el pionero de esta intervención, él simplemente la perfeccionó. De hecho, fue un hombre de orígenes modestos, un tal Jacques Beaulieu, el que desarrolló la variante llamada perineotomía lateral. Como habréis supuesto por su nombre, era francés. Y es que no existen fronteras para la ciencia y la medicina, caballeros. Harían bien en recordar eso también.

«Cheselden». Ese nombre aparecía en algunos de los panfletos encontrados en la celda del coronel Hyde, recordó Hawkwood. Conforme los estudiantes iban saliendo del aula con caras animadas por lo que acababan de presenciar, Carslow se acercó hasta la jarra, echó agua en la palangana esmaltada, y empezó a lavarse las manos.

Hawkwood recogió su abrigo.

En la pequeña sala de espera de detrás del aula, Carslow terminó de secarse las manos y le pasó la toalla húmeda a su auxiliar.

—Por favor, informe al señor Savage de que las rondas darán comienzo a las en punto.

El auxiliar, que portaba el delantal manchado de Carslow sobre el brazo, asintió, le entregó al cirujano su abrigo y salió de la habitación, llevándose la toalla. El cirujano lo vio marcharse y después se dio la vuelta con el ceño fruncido.

—Bien, veamos, agente… Hawkwood, ¿no es así? ¿Qué es tan importante que requiere que usted interrumpa mis clases vespertinas?

Carslow deslizó un brazo por la manga de su abrigo.

Hawkwood observó que unas manchas oscuras recorrían las perneras de los pantalones del cirujano. Muchas parecían resecas, como si llevaran tiempo allí. Otras parecían recientes. Recordó la sangre que manaba del trasero del último paciente y supuso que no había sido la única operación del día. También sospechaba que muchas de las manchas no eran sólo de sangre sino probablemente causadas por otros fluidos corporales. Algunas parecían de pus seco.

—¿Le incomoda ver sangre, agente Hawkwood? —El cirujano inclinó la cabeza.

—Sólo si es la mía —respondió Hawkwood.

Carslow consideró la respuesta de Hawkwood y se atrevió a esbozar una tensa sonrisa. Contemplándolo de cerca, a Hawkwood le sorprendió el color rosado de sus mejillas; poseía una tez más bien propia de un campesino. Se preguntó cuáles serían los orígenes del cirujano. En el anfiteatro, su voz, aún sin ser estridente, se había escuchado por todas las esquinas de la sala, y su forma de expresarse había sido clara y concisa. En cambio, a pesar de sus tonos bien modulados, se apreciaba una cierta pronunciación excesiva de las erres que sugería que se había criado a cierta distancia de la capital. Por su forma de arrastrar ocasionalmente las consonantes podría ser algún sitio del este, Suffolk o Norfolk, quizá.

—Bien, señor, creo que estábamos a punto de discutir sobre el motivo de su visita —Carslow hizo ver que se estaba estirando los puños, y a continuación, se acercó a un pequeño espejo de pared donde procedió a arreglarse el cuello de la camisa y el fular.

—El coronel Titus Hyde… —empezó Hawkwood—. Me gustaría saber por qué la fianza de su ingreso en el hospital Bedlam lleva su firma.

La vacilación del cirujano fue tan leve que, de no ser por el estiramiento en la tela de los hombros del abrigo, a Hawkwood le hubiera pasado completamente inadvertida.

Carslow se dio la vuelta, jugueteando con el nudo de su fular con los dedos.

—Me preguntaba si vendría alguien a verme —Hawkwood aguardó—. La respuesta es sencilla: firmé la fianza yo mismo porque pensé que era mi deber hacerlo —el cirujano hizo una pausa, meditando bien sus palabras—. Titus Hyde y yo estudiamos juntos. Nuestros orígenes eran distintos, pero nuestras edades similares. Asistíamos a las mismas clases y teníamos los mismos profesores. Nuestro mentor fue John Hunter. Seguro que ha oído hablar de él.

Sólo por los lomos de los libros que había visto en los aposentos del coronel, pensó Hawkwood. Negó con la cabeza.

Carslow pareció sorprendido.

—¿De veras? Fue un gran cirujano. Un pionero. Nos enseñó tanto: anatomía, respiración, la circulación de la sangre… Hunter cambió la forma de enseñar a los estudiantes. Nuestras clases no eran simplemente de medicina; incluían química, historia natural, fisiología, la función de los seres vivos; incluso filosofía. Hunter quería desterrar las viejas supersticiones. Deseaba que los alumnos preguntaran, que pensaran por sí mismos. Una vez dijo que los hospitales no eran simplemente lugares en los que los cirujanos obtenían experiencia antes de probar su suerte con los ricos, sino centros para educar a los cirujanos del futuro. Titus y yo trabajamos de auxiliares suyos en varias de sus operaciones. Éramos como exploradores surcando los océanos, descubriendo nuevos mundos…

El boticario Locke había dicho más o menos lo mismo, recordó Hawkwood. Podría haber sido su eco.

Carslow sonrió.

—Nos decía que no tomáramos notas durante las clases, porque él mismo también estaba aprendiendo, y sus puntos de vista cambiaban constantemente. Recuerdo que alguien (puede que fuera Titus) le cuestionó a ese respecto, y Hunter contestó que cambiando sus puntos de vista esperaba ganar en sabiduría año tras año. Sé que algunos consideraban su estilo demasiado informal, y ciertamente tenía tendencia a divagar, pero a Titus y a mí su metodología nos parecía maravillosamente liberadora. Solía llamar al cuerpo «la máquina». Era el mejor cirujano de su época, y, sin embargo, tenía un profundo respeto hacia los poderes curativos de la naturaleza. Fue el único profesor que nos dijo que siempre se debía considerar la cirugía como el último recurso —Carslow hizo una pausa—. Era una fuente de inspiración; un hombre excepcional —el cirujano se quedó callado. El color de sus mejillas se hizo más intenso. Parecía levemente avergonzado—. Discúlpeme, agente Hawkwood; parece que heredado el don de mi mentor de entretenerme en lo tangencial. Después de todo, está usted aquí para preguntarme sobre Titus Hyde.

«¿Tangencial?» pensó Hawkwood.

El cirujano recuperó su compostura.

—Una vez concluidos nuestros estudios en Londres, cada uno se fue por su lado. Yo pasé una temporada en París. Titus se marchó a Italia. Sus escuelas de anatomía gozan de una especial buena reputación. Cuando regresé, empecé a ejercer la medicina privada. Titus se embarcó en su carrera militar. Su padre estaba en el ejército; así como su abuelo. Lo consideraba como una continuación de la tradición familiar. Tuvo la suerte de contar con el mecenazgo de John Hunter, el cual le ayudó en su ascenso. El señor Hunter acababa de ser nombrado cirujano general. Gracias a la ayuda de Hunter y a las conexiones familiares, Titus pudo conseguir su cargo.

Hawkwood se había preguntado sobre el rango de Hyde. Los cirujanos del ejército normalmente ostentaban el grado de capitán. Pocos, casi ningunos, poseían el de coronel. Según un viejo dicho, los rangos gozaban de ciertos privilegios. En el ejército, a menudo ocurría lo contrario.

—¿Cuál era su regimiento?

—El sexto regimiento de infantería. —La expresión del rostro de Carslow se suavizó—. Es un hecho desgraciado, agente Hawkwood, que el campo de batalla ofrezca grandes oportunidades para el cirujano. Le brinda la posibilidad de investigar toda suerte de heridas. Creo que fue Larrey quien dijo que la guerra eleva a la cirugía al máximo exponente de la perfección. Es el cirujano jefe de Bonaparte, así que estoy más que dispuesto a aceptar su palabra. La ironía es que la gran cantidad de heridos que han regresado de España ha otorgado a cirujanos civiles como yo mismo la oportunidad de perfeccionar
nuestras
particulares destrezas.

Hawkwood recapacitó. Por lo que recordaba del regimiento de Hyde, había estado en los combates más intensos desde el principio. El sexto probablemente había presenciado tanta acción como los fusileros. En su calidad de cirujano de regimiento, Hyde habría tenido trabajo de sobra, de eso no cabía duda.

—Titus y yo seguimos escribiéndonos, a pesar de que nuestra correspondencia se hizo cada vez más infrecuente conforme pasaba el tiempo. Trascurrían unos cuantos meses, a veces un año, y, en eso, llegaba una carta suya contándome sus viajes por alguna tierra lejana. Yo le respondía contándole mi vida en Londres, y después volvía a pasar otro año o dos. Entonces, cuando creía que ya no volvería a saber nada más de él, llegaba una carta de improviso. Y así sucesivamente. —El cirujano vaciló. Había dos sillas en la habitación. Carslow se sentó en una y le hizo una seña a Hawkwood para que cogiera la otra—. Fue en las cartas remitidas desde la Península donde empecé a notar el cambio. Había transcurrido algún tiempo desde la última vez que había recibido correspondencia suya, aunque me envió una breve nota desde Irlanda… Recuerdo que no le hacía mucha gracia el tiempo de allí. Llovía tanto que pensaba que iba a oxidarse. La siguiente carta provenía de España. Había tenido lugar una batalla, Rol… No recuerdo el nombre exacto. Yo…

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