El Resucitador (33 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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—Roliga —apuntó Hawkwood.

—Sí, efectivamente —el cirujano lanzó una mirada interrogante.

—Estuve allí —afirmó Hawkwood preguntándose inmediatamente por qué había sentido la necesidad de confesarlo.

El regimiento n.° 95 había desempeñado un papel crucial en la batalla y en los acontecimientos que la precedieron. Hawkwood había dirigido grupos de asalto contra la retaguardia del enemigo, empleando tácticas de ataque y retirada rápidas que habían enfurecido al general francés Delaborde. Hawkwood recordó el calor abrasador. A Hyde le habría parecido radicalmente distinto a la lluviosa Irlanda.

Carslow lo miró fijamente. Una sombra cruzó el umbral de la puerta. Era uno de los auxiliares.

—Es la hora de las rondas, señor Carslow.

Carslow se volvió.

—Gracias, señor Flynn, puede decirle al señor Gibson que empiece. Enseguida estaré con él.

El auxiliar frunció el ceño, le lanzó una mirada de curiosidad a Hawkwood, y se marchó.

Carslow se inclinó hacia delante.

—Así que usted estaba allí.

—Era soldado —dijo Hawkwood.

Por un momento pareció como si el cirujano esperara que Hawkwood se extendiera en su afirmación, pero la oscura sombra reflejada en sus ojos debió haberle advertido de que no iba a ser así.

—Titus escribió que hubo muchos heridos —dijo Carslow.

Hawkwood asintió.

—Su carta decía que las condiciones en los puestos de socorro eran muy malas.

Eso era quedarse corto. Hawkwood le echó una rápida mirada a los pantalones manchados de sangre del cirujano. Las condiciones en los puestos de socorro del frente y en los hospitales de campaña de los batallones no habían sido malas, sino pésimas.

—¿Dijo que se había producido un cambio en él? —indagó Hawkwood.

El cirujano se quedó pensativo.

—Por aquel entonces no, sino después, al año siguiente, cuando sus cartas se hicieron más frecuentes. Escribió sobre otras batallas. Vimeiro es otra de las que recuerdo —la expresión de Carslow se hizo más solemne—. Esa fue la primera vez que sus cartas mostraron verdadera indignación. Además eran muy descriptivas. Escribía sobre los hombres que trabajaban con él, los soldados a los que atendía, el tipo de heridas que tenía que tratar; la falta de equipo apropiado, la espantosa comida, y la mugre. La lista de enfermedades era interminable: disentería, tifus, neumonía, cólera… todas las habidas y por haber. Morían más hombres a causa de las infecciones que de las heridas. Describía cómo dejaban a los heridos tirados en el campo de batalla, transcurriendo a menudo varios días antes de ser retirados. Y cómo los lugareños aparecían como manadas de lobos a despojar a los muertos y moribundos de sus efectos personales. En sus palabras se entreveía que el ser consciente de no poder salvarlos a todos, iba sumiéndole cada vez en una mayor decepción.

Hawkwood escuchó la letanía sin interrumpir. Lo había visto por sí mismo. No necesitaba que se lo embellecieran. Había visto puestos de socorro y tiendas en las que había dos pacientes por cama, en los que el agobiado personal encendía fogatas con leña de abeto para intentar disimular el hedor del gran número de hombres hacinados. También había estado junto a las fosas de enterramiento y visto cómo los ordenanzas prendían fuego a los cuerpos para evitar contagios. La realidad de la guerra nunca se apartaba de las mentes de aquellos que habían estado de servicio, y sobre todo, de los que habían sobrevivido.

Carslow frunció los labios.

—Titus pensaba que los cirujanos se apresuraban demasiado en intervenir. El creía que manosear las heridas a menudo daba peores resultados que dejarlas cicatrizar por sí solas. Eso lo había aprendido de Hunter. Trabajó entre prisioneros franceses, a veces con cirujanos franceses capturados. Decía que sus métodos eran igualmente malos, que preferían amputar a dejar que el bálsamo de la naturaleza siguiera su curso. Aunque tanto él y como sus homólogos franceses estaban de acuerdo en que la evacuación de los heridos del campo de batalla debía ser mucho más rápida. ¿Estuvo usted en La Coruña, agente Hawkwood?

Hawkwood asintió. «Todos estuvimos allí», pensó.

Se tardaron casi tres semanas de invernó en efectuar la retirada desde Sahagún hacia la costa, atravesando el terreno más inhóspito con el que Hawkwood se había topado jamás. No había medios hospitalarios móviles. A los enfermos y heridos graves los dejaban en las cunetas de los caminos. Casi un cuarto de los supervivientes que había logrado regresar vivo a Inglaterra en los buques de transporte seguían necesitando atención médica.

La boca de Carslow se puso rígida.

—Cuando las tropas regresaron a casa, el gobierno cerró las puertas de los hospitales de Gosport y Plymouth ante la falta de camas. Tuvieron que usar cuarteles, almacenes, barcos hospitales, cualquier cosa que pudieran encontrar. A algunos heridos los metían incluso en carracas. Tampoco había suficientes cirujanos. Los estudiantes de medicina locales ofrecían sus servicios y se enviaron cirujanos desde Londres. Según Titus, las condiciones eran bestiales. Esa fue la palabra que usó: bestial.

Hyde volvió a la Península el siguiente mes de abril junto con el resto del ejército para comenzar el avance hacia el interior de España. Las condiciones no habían mejorado; seguía sin haber suficientes medios de transporte ni comida. El comisario de guerra no daba abasto. Muchos de los soldados, recién salidos de los cuarteles ingleses, y no acostumbrados al clima, sucumbían al calor y a las duras marchas. El grueso del ejército sobrevivía a base de medias raciones, y algunas compañías incluso con menos. El trabajo de Hyde había comenzado desde el instante en que desembarcó del transporte. Debía haberle parecido como si nunca se hubiera ausentado de allí.

Escuchando el relato de Carslow, Hawkwood podía imaginarse perfectamente la escena. Además, gracias a los documentos del hospital Bethlem sabía que la «enajenación» de Hyde debía haber empezado a manifestarse sobre esa época.

—La siguiente carta que me remitió Titus la escribió poco después de llegar a Portugal. La envió en un paquebote desde Lisboa. Contaba fundamentalmente detalles sobre el viaje y las condiciones a bordo del barco. Esa fue la última carta que recibí. Sólo cuando me pidieron que avalara su fianza tuve noticias de lo que le había ocurrido.

Tal y como lo describía Carslow, la continuas quejas del coronel sobre la escasez de medios médicos y sobre lo que él consideraba una grave desatención por parte del personal general, habían empezado a fastidiar a sus colegas cirujanos y a sus superiores. Según estos últimos, la actitud del coronel se había vuelto cada vez más excéntrica. Al final, lo relevaron de su deber para ser examinado e ingresado en uno de los hospitales base, desde donde lo trasladaron a la costa para devolverlo a casa.

—Una parte de él debe de haber permanecido lo suficientemente lúcida como para mencionar nuestra amistad. Me preguntaron si estaba dispuesto a añadir mi signatura a su fianza. ¿Cómo podía negarme?

—¿De quién era la otra firma?

—De James McGrigor.

Se produjo una pausa. Por un terrible instante, Hawkwood pensó que Carslow se refería al irascible cirujano del juez de instrucción. Entonces por el apellido y por la sutil diferencia en la pronunciación cayó en la cuenta de que se trataba de otra persona completamente distinta, aunque era alguien conocido.

—¿El cirujano general?

Carslow asintió.

—Conocía a Titus. Se conocieron cuando estaban en las Indias Occidentales. Volvió a trabajar con él después de la evacuación de La Coruña. Y fue McGrigor quien estuvo al mando de los hospitales improvisados en Portsmouth para las tropas de regreso. Apoyaba algunas de las ideas de Titus como la de mejorar el transporte de los heridos y la formación de los ayudantes de los cirujanos. Sabía que al devolver a Titus a casa, el ejército perdía a uno de sus cirujanos de mayor experiencia. Se sintió tan abatido como yo.

—¿Visitó alguna vez al coronel Hyde en Bethlem?

—Para mi vergüenza, no.

—¿Por qué razón?

—La presión de mi trabajo aquí tuvo mucho que ver. Además (y esto podrá parecer egoísta) quería recordar a Titus tal y como era antes. Por fortuna, tengo relación con los miembros de la junta directiva del hospital. Así pues, aunque no pude verlo, ellos tuvieron la amabilidad de mantenerme informado de su avance.

—¿No fue a ver a su más viejo amigo? —soltó Hawkwood.

El cirujano se puso rígido. Era la primera vez que Carslow parecía enojarse.

—Permítame que le describa cómo es un día normal para mí, agente Hawkwood, y entonces lo comprenderá. Me levanto a las cinco, a veces a las cuatro. Realizo experimentos en mi sala de disecciones hasta la hora del desayuno, tras lo cual paso consulta gratuita hasta la hora del almuerzo. Después vengo aquí, donde hago las rondas, doy clases y realizo intervenciones. Después visito a mis pacientes privados, los cuales a veces requieren operaciones que realizo en sus propias casas. Regreso a mi casa para tomar una frugal cena, normalmente sobre las siete y a continuación salgo a visitar más pacientes o a dar clases. Raramente estoy acostado antes de medianoche. ¿Contesta esto a su pregunta?

James Read probablemente lo habría calificado de momento recalcitrante, pensó Hawkwood para sí. Pero la reacción de Carslow había sido interesante.

El cirujano parecía más que un poco incómodo. Hawkwood se preguntó si Carslow se había mantenido alejado de Bethlem por el estigma asociado a los internos de un manicomio. El cirujano era un hombre con una reputación digna de proteger. Quizá no quisiera que su relación con un lunático se hiciera pública por temor a que ahuyentara a sus pacientes de mayor prestigio.

—Cuando llegué, usted dijo que se había preguntado si alguien vendría por aquí. ¿Por qué razón?

Un fugaz destello de irritación se reflejó en los ojos de Carslow.

—Cuando la junta directiva me informó de la muerte de Titus y de la violencia que la rodeó, pensé que era posible que mi conexión con él propiciara una visita por parte de las autoridades. Aunque tengo entendido que su asesino fue acorralado y que se quitó la vida. ¿No es así?

—Sí —la mentira había salido con gran facilidad.

—Y que era un párroco. No puede ser cierto, ¿verdad?

—Tengo entendido que el coronel tenía un descendiente, una hija —dijo Hawkwood haciendo caso omiso a la pregunta.

El cirujano vaciló y frunció el ceño.

—Sí, así es.

—¿Murió?

—Desgraciadamente, sí.

—¿Y su esposa?

Los ojos del cirujano se oscurecieron.

—No se casó. Hubo una breve… relación; hace mucho tiempo. No dispongo de todos los detalles, aunque sé que la dama estaba… bueno… había otro hombre… y enviaron al regimiento de Titus a las Indias Occidentales. El no se enteró de que ella estaba en estado de buena esperanza hasta varios años después.

Carslow bajó la mirada y después se puso en pie, alisándose el abrigo.

—Le ruego que me disculpe, agente Hawkwood, pero estoy empezando a encontrar esto algo angustiante. Ha despertado recuerdos que hubiera preferido dejar en el olvido. Si no tiene ninguna objeción, me gustaría continuar con mis rondas —el cirujano sacó su reloj una vez más y miró las manecillas—. Mis alumnos deben de estar impacientándose. Si no queda nada más…

Hawkwood se levantó.

—Por ahora no, aunque puede que necesite volver a hablar con usted.

El cirujano se metió el reloj en el bolsillo.

—Dígame, agente Hawkwood, si el asesino está muerto ¿cómo es que está usted aquí removiendo las cenizas?

Hawkwood enarcó una ceja.

—Vaya, interesante elección de palabras…

—¿Qué? —el cirujano pareció desconcertado ante la brusquedad de Hawkwood. Entonces un ligero rubor asomó en su rostro—. Ah, sí, de muy mal gusto. Se me ha escapado. No quise insinuar nada.

—Y yo sólo quería hacerme una idea del tipo de hombre que era, señor Carslow. Eso es todo.

El cirujano sostuvo la mirada de Hawkwood durante unos segundos antes de hacer un ligero cabeceo en señal de asentimiento.

—Entonces, confío en haberle servido de ayuda. Llamaré a uno de mis auxiliares para que le enseñe la salida. El hospital puede convertirse en un auténtico laberinto para los que no lo conocen bien.

—Gracias. La encontraré yo solo.

—Como guste —el cirujano vaciló—. Titus Hyde era un cirujano excepcional, agente Hawkwood. No tenía miedo de probar nuevos procedimientos. Se podría decir que era un adelantado a su tiempo. Por lo que sé, sus pacientes tenían muy buen concepto de él, al igual que los hombres que estaban bajo su mando. Muchos esperaban que su enajenación fuera sólo temporal y pudiera volver a sus obligaciones. Lamentablemente, no fue así. Murió siendo un hombre muy perturbado, agente Hawkwood, y en terribles circunstancias. Los que lo apreciábamos y valoramos su amistad rezamos para que encontrara al menos en la muerte el sosiego que buscó en vida. Al menos, eso se merece.

—Como todos nosotros, ¿no? —respondió Hawkwood.

En el fondo, Sawney sabía que podía tratarse simplemente de su imaginación, pero algo en la casa le había hecho sentirse claramente incómodo. Y Sawney tenía que confesar que eso era algo extraño, puesto que no era del tipo de hombre que solía sentirse molesto con facilidad. En este tipo de trabajo, el malestar era normalmente un castigo que él infundía a los demás.

El lugar tenía un aspecto lúgubre y maligno, como si estuviera al acecho. Hacía negocio con varias escuelas de anatomía en horas nocturnas —como las de Great Windmill Street y Webb Street, por mencionar un par de ellas—, pero aún teniendo en cuenta la sórdida naturaleza de su oficio, ninguna de ellas parecía transmitir una sensación tan amenazante como este sitio, sobre todo con las persianas cerradas.

Sawney no se consideraba un hombre religioso, así que se sintió algo avergonzado cuando se metió la mano en el bolsillo para tocar la cruz de plata. Le dio la vuelta en su mano. No podía dejar de admirar su belleza. Sawney era capaz de apreciar la calidad de un trabajo artesano cuando lo veía. Tenía intención de venderla en cuanto se le presentara la primera oportunidad, pero por alguna razón aún no se había puesto a ello. Era curioso. Lo que también resultaba extraño —aunque Sawney no lo hubiera admitido en un millón de años— era que tenerla entre sus dedos durante toda la noche le parecía extrañamente reconfortante.

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