El retorno de los Dragones (39 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El retorno de los Dragones
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Goldmoon estaba ahí, tendida, profundamente dormida, su pecho subía y bajaba al ritmo de su pausada respiración. Sus cabellos de oro y plata se habían soltado del lazo que los anudaba y ondeaban alrededor de su rostro, impulsados por una suave brisa que inundaba la habitación con una fragancia primaveral. La Vara formaba parte de la estatua de mármol una vez más, pero Goldmoon lucía alrededor del cuello el collar que antes llevara la diosa. Poco a poco Goldmoon fue despertando de su sueño, abrió sus bellos ojos y miró pausada y tranquilizadoramente al atribulado Tanis. Después, con una serena alegría se dirigió a los compañeros que habían ido llegando uno tras otro.

—Ahora soy una auténtica sacerdotisa —dijo en voz baja Goldmoon—, una discípula de Mishakal, y aunque todavía tengo mucho que aprender, poseo el poder de mi fe. Por encima de todo, tengo el poder de traer a esta tierra el don de la curación.

Alargando el brazo, Goldmoon tocó la frente de Tanis mientras elevaba una oración a Mishakal. El semielfo sintió que una corriente de paz y de fuerza le recorría todo el cuerpo, purificando su alma y curándolo de sus heridas.

—Ahora tendremos una sacerdotisa entre nosotros —dijo Flint—, y esto siempre puede sernos útil, aunque por lo que hemos oído, el tal Lord Verminaard también es un poderoso sumo sacerdote. Puede que hayamos encontrado a los antiguos dioses del bien, pero él encontró mucho antes a los antiguos dioses del mal. Además, no creo que estos Discos nos sean de mucha utilidad a la hora de enfrentamos contra hordas de dragones.

—Tienes razón —dijo Goldmoon—. Yo no soy un guerrero, y no poseo el poder de aunar a las gentes de nuestro mundo para luchar contra el mal y restaurar la paz. Mi misión es
encontrar
a la persona que posea la fuerza y la sabiduría que esta labor requiere, y entregarle los Discos de Mishakal.

Los compañeros se quedaron callados durante unos segundos y, entonces...

—Debemos irnos de aquí, Tanis —susurró Raistlin que se hallaba cerca de la doble puerta, mirando hacia el patio exterior—. Escuchad.

Todos oyeron el sonido hueco y penetrante producido por los cuernos de batalla.

—Los ejércitos —murmuró Tanis —. La guerra ha comenzado.

Los compañeros huyeron de Xak Tsaroth durante el crepúsculo, en dirección oeste, hacia las montañas. El viento, que comenzaba a ser tan frío y cortante como en invierno, arremolinaba las hojas muertas a su alrededor. Resolvieron dirigirse hacia Solace para abastecerse de provisiones y conseguir toda la información posible antes de decidir hacia dónde se encaminarían en busca de alguien que les guiara para restablecer la paz. Tanis preveía discusiones sobre este asunto, pues ya Sturm había sugerido dirigirse a Solamnia, Goldmoon había hablado de Haven mientras que el mismo Tanis pensaba que el lugar más seguro para los Discos de Mishakal era el reino de los elfos.

Siguieron avanzando hasta que se hizo de noche. No encontraron ningún draconiano en el camino y se imaginaron que los que habían conseguido escapar de Xak Tsaroth se habían dirigido hacia el norte para reunirse con los ejércitos del tal Lord Verminaard, el Señor del Dragón. En el cielo apareció Solinari y más tarde, Lunitari. Continuaron escalando la montaña, acompañados durante todo el trayecto por el agotador sonido de los cuernos. Acamparon en la cima y después de una lúgubre cena, en la que no se atrevieron siquiera a encender un fuego, establecieron los turnos de guardia y durmieron.

Raistlin se despertó una hora antes de que amaneciese envuelto en una atmósfera fría y gris. Había oído algo. ¿o habría soñado? No, ahí estaba de nuevo —era como si alguien estuviese llorando. Es Goldmoon, pensó el mago irritado, tendiéndose de nuevo. Fue entonces cuando vio a Bupu, envuelta en una manta, y quien, efectivamente, lloraba con desconsuelo.

Raistlin miró a su alrededor. Todos los demás dormían a excepción de Flint que estaba haciendo guardia al otro lado del campamento. Al parecer, el enano no había oído nada, pues se hallaba mirando en otra dirección. El mago se incorporó y se arrastró hasta donde estaba la enana, arrodillándose junto a ella y posó una mano sobre su hombro.

—¿Qué sucede, pequeña?

Bupu se volvió hacia él. Sus ojos estaban rojos, tenía la nariz hinchada y sus sucias mejillas estaban inundadas de lágrimas. Sorbió y se frotó la nariz con la mano.

—No querer dejarte. Querer ir contigo —dijo entrecortadamente—, pero... oh..., ¡echar de menos los míos! —Sollozando, hundió el rostro entre sus manos.

En el rostro de Raistlin se dibujó una expresión de infinita ternura, una expresión que nadie vería jamás. Acarició el áspero cabello de Bupu, comprendiendo lo que suponía sentirse débil y desdichado, un espectáculo ridículo que inspira compasión.

—Bupu —le dijo—, has sido una amiga buena y fiel, has salvado mi vida y la de mis amigos. Quiero que hagas una última cosa por mí, pequeña. Regresar. Antes de acabar mi largo viaje deberé atravesar sendas oscuras y peligrosas y no voy a pedirte que vengas conmigo.

Por unos segundos, a Bupu se le iluminó la cara, pero un momento después el rostro se le ensombreció.

—Pero si yo no contigo tú no feliz.

—No —dijo Raistlin sonriendo—, seré feliz al saber que estás a salvo, con tu gente.

—¿Estar seguro?

—Estoy seguro.

—Entonces yo ir —Bupu se puso en pie —. Pero primero, darte un regalo —dijo, revolviendo en su bolsa.

—No, pequeña —comenzó a decir Raistlin recordando la lagartija muerta—, no es necesario... Se quedó sin habla al ver que Bupu sacaba de la bolsa, ¡un libro! Cuando la pálida luz matutina iluminó unas runas plateadas grabadas sobre una cubierta de cuero azul oscuro, se la quedó mirando atónito.

Raistlin alargó una mano temblorosa.

—¡El libro de hechizos de Fistandantilus!

—¿Gustar a ti?

—Sí, pequeña. —Raistlin tomó el precioso objeto en sus manos, sosteniéndolo con admiración y acariciando amorosamente la cubierta de cuero—. ¿De dónde lo has sac...?

—Tomar del dragón cuando luz azul brillar. Yo contenta de que a ti gustar. Ahora, irme. Encontrar a Gran Bulp Fudge I, el Grande —se colgó la bolsa al hombro y luego se volvió—. Esa tos... ¿seguro no querer cura lagartija?

—No, gracias, pequeña.

Bupu lo miró con tristeza, y, con gran osadía, le cogió las manos y se las besó fugazmente. Luego se dio la vuelta y bajó la cabeza, sollozando amargamente. Raistlin dio un paso hacia delante y posó la mano sobre su cabeza. .

—Si tengo algún poder —se dijo a sí mismo —, algún poder que aún no me haya sido revelado, haz que la vida de esta pequeña transcurra feliz y segura.

—Adiós Bupu.

Ella le miró con ojos de adoración y después se volvió y se puso a correr con toda la rapidez que sus inmensos zapatos le permitían.

—¿Qué ocurre? —preguntó Flint acercándose—. ¡Ah! —añadió al ver que Bupu se marchaba corriendo—. Veo que te has deshecho de tu querida enana gully.

Raistlin no contestó, pero miró a Flint de forma tan malévola que el enano se estremeció y desapareció de allí rápidamente.

El mago, con gran admiración, sostuvo en sus manos el libro de encantamientos. Deseaba abrirlo y deleitarse con sus tesoros, pero sabía que le aguardaban largas semanas de estudio antes de ser capaz siquiera de leer los nuevos hechizos, por lo que necesitaría aún más tiempo para aprendérselos. Además, ¡esos nuevos encantamientos le otorgarían más poder! Suspirando extasiado, estrujó el libro contra su pecho y luego lo deslizó rápidamente en la bolsa junto con su propio libro de encantamientos. Los demás no tardarían en despertar: Dejaría que intentasen adivinar de dónde había sacado el libro.

Raistlin se puso en pie y miró hacia el oeste, hacia su tierra de origen, contemplando el paisaje que iba aclarándose a medida que el sol se levantaba. De pronto el cabello se le erizó. Dejó caer su bolsa y atravesó corriendo el campamento, arrodillándose al lado del semielfo.

—¡Tanis! ¡Despierta! Tanis despertó y agarró su daga.

—¿Qué suced...?

Raistlin señaló hacia el oeste.

Tanis parpadeó, esforzándose por abrir los ojos. La vista desde la cima de la montaña donde habían acampado, es magnífica. Se podían ver los bosques enmarcando las herbóreas llanuras, y más allá de las llanuras, serpenteando hacia el cielo...

—¡No! —exclamó Tanis con voz ahogada apretando el brazo del mago—. No, ¡no puede ser!

—Sí —susurró Raistlin—. Solace está ardiendo.

LIBRO II

1

La noche de los dragones.

Tika escurrió el trapo en el cubo y observó aburrida cómo el agua iba volviéndose negra. Dejó el trapo en la barra y levantó el cubo, dispuesta a llevarlo a la cocina para volver a llenarlo de agua. Pero entonces pensó, ¿por qué molestarse? Volviendo a tomar el trapo, comenzó a fregar las mesas una vez más y cuando creyó que Otik no la miraba, se secó los ojos con el delantal.

Pero Otik sí la estaba mirando. Con su mano regordeta sujetó a Tika por el brazo e hizo que se volviese. Sollozando, Tika apoyó la cabeza sobre el hombro de Otik.

—Lo siento, pero no consigo que esto quede limpio.

Por supuesto, Otik sabía que éste no era el verdadero motivo por el que la muchacha lloraba. Le acarició suavemente la espalda.

—Lo sé, pequeña, lo sé. No llores.

—Es este maldito hollín. Lo deja todo negro, cada día lo limpio y al día siguiente vuelve a estar igual. ¡Siguen quemándolo todo!

—No te preocupes, Tika, y agradece que la Posada siga aún en pie...

—¡Agradecer! —Tika le apartó con el rostro enrojecido—. ¡Ni hablar! Ojalá se hubiese quemado como el resto de los edificios de Solace. Si así fuese,
ellos
no vendrían aquí. ¡Ojalá se hubiese quemado! ¡Ojalá! —La muchacha se hundió en una silla, sollozando desconsoladamente.

—Lo sé, querida, lo sé —repitió él, mientras alisaba las abombadas mangas de la blusa que Tika, con tanto orgullo, había intentado mantener blanca y limpia pero que ahora, como todas las cosas de aquella asolada ciudad, estaba sucia y cubierta de hollín.

El ataque había comenzado de improviso. Cuando los primeros refugiados provenientes del norte, habían empezado a llegar a la ciudad contando terribles historias sobre unos inmensos monstruos alados, Hederick, el Sumo Teócrata, había asegurado a los habitantes de Solace que se encontraban a salvo, que su ciudad sería respetada. Y la gente lo había creído, pues deseaban que así fuera.

Entonces llegó la noche de los dragones.

Aquella noche la posada estaba repleta. Era uno de los pocos lugares a los que la gente podía ir para olvidar aquellas nubes tormentosas que se divisaban en el cielo en dirección norte. La chimenea caldeaba el ambiente, la cerveza estaba fresca, las patatas picantes estaban deliciosas. No obstante, la tensión del ambiente se sentía incluso allí: todos discutían acaloradamente sobre la guerra.

Las palabras de Hederick tranquilizaron sus inquietos corazones.

—Nosotros no somos como esos temerarios locos del norte, que cometieron el error de desafiar el poder del Señor del Dragón —chilló desde encima de una silla a la que se había encaramado para poder ser oído—. Lord Verminaard ha asegurado personalmente al Consejo de Sumos Buscadores de Haven que sólo desea la paz. Nos pide permiso para que sus ejércitos atraviesen nuestra ciudad, pues van hacia el sur, a conquistar las tierras de los elfos. y yo digo, ¡que su poder sea aún mayor!

Hederick hizo una pausa para que la gente pudiese aplaudirlo y vitorearlo.

—Hemos soportado durante demasiado tiempo que los elfos viviesen en Qualinesti. Yo propongo, ¡dejemos que ese Verminaard los obligue a regresar a Silvanost o al lugar de donde proceden! —Hederick se fue enardeciendo—. Algunos de vosotros, los más jóvenes, puede que consideréis la idea de uniros a los ejércitos de ese gran señor. ¡Pues él es un gran señor! ¡Yo lo conozco! ¡Bajo su liderazgo, entraremos en una nueva era! Expulsaremos a los elfos, enanos y demás extranjeros de nuestras tierras, y...

En aquel momento se oyó un estruendo sordo y continuado, como el de la acumulación de las aguas en una gran presa. Se hizo el silencio. Todos callaron y prestaron atención, extrañados, intentando imaginar qué era lo que provocaba aquel fragor. Hederick, irritado al comprender que había perdido la atención de su audiencia, miró a su alrededor. Poco a poco, el estruendo fue subiendo de tono, acercándose. De pronto la posada se sumergió en una espesa y sofocante oscuridad. Hubo gritos y la mayoría corrió hacia las ventanas para intentar ver algo a través de los pocos cristales transparentes que había mezclados entre las cristaleras de colores.

—Que alguien baje a averiguar qué está sucediendo —dijo una voz.

—Está tan oscuro que no puedo ver ni las escaleras —murmuró otra.

De pronto se hizo la luz.

Hubo una explosión de llamas fuera de la posada. Una ola de calor sacudió al edificio con tanta fuerza, que llegó a destrozar las ventanas, salpicando de cristales el interior. El inmenso vallenwood, que había permanecido imperturbable a lo largo de los años, flaqueó a causa de la bocanada. La posada tembló. Las mesas se volcaban, los bancos se deslizaban por los suelos y se estrellaban contra las paredes. Hederick perdió el equilibrio y cayó de la silla. La chimenea vomitaba ascuas ardientes, las lámparas de aceite caían del techo y las velas, de las mesas; se iniciaron pequeños incendios.

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