Read El retorno de los Dragones Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
—Nunca había visto una mujer tan fea en toda mi vid...ugh...
La criatura cayó hacia delante con una daga clavada en el pecho. Los otros tres draconianos murieron en pocos segundos. Caramon estranguló a uno de ellos. Eben golpeó a otro en el estómago y cuando cayó al suelo, Flint le cercenó la cabeza con un hacha. Tanis apuñaló en el corazón al que parecía ser el jefe, soltando la empuñadura de su espada rápidamente, al creer que quedaría incrustada en el rocoso cadáver de la criatura. Pero ante su sorpresa, su nueva espada salió fácilmente de la carcasa de piedra, como si se tratase de simple carne de goblin.
No tuvo tiempo de considerar este extraño hecho. Los enanos gully, al ver los destellos del acero, dejaron caer las cacerolas y escaparon velozmente por el corredor.
—¡No os preocupéis de ellos! —dijo bruscamente Tanis.
—¡Rápido! ¡Hacia la sala de juegos! —Pasando sobre los cadáveres, abrió la puerta de par en par.
—Si alguien encuentra esos cadáveres será nuestro fin —dijo Caramon.
—¡Todo ha terminado antes de empezar! —exclamó Sturm enojado.
—Hemos sido traicionados, por tanto es sólo cuestión de tiempo.
—¡Seguid adelante! ¡No os detengáis —dijo Tanis con aspereza, cerrando la puerta tras ellos.
—Procurad ser muy silenciosos —susurró Maritta—, normalmente Flamestrike duerme profundamente. Si despertara, actuad como mujeres. Nunca os reconocería. Está ciega de un ojo.
La fría luz del amanecer se filtraba a través de unas pequeñas ventanas situadas a bastante altura, iluminando una siniestra y triste sala de juegos. Esparcidos por el suelo se encontraban unos pocos juguetes viejos; no había muebles. Caramon se dirigió a inspeccionar el inmenso madero que trababa la doble puerta que llevaba al patio.
—Puedo arreglármelas —dijo. El corpulento hombre consiguió levantar la viga sin gran esfuerzo, luego la apoyó contra la pared y empujó las puertas.
—No están cerradas —informó —. Supongo que no creían que llegáramos tan lejos.
O quizás Lord Verminaard quiere que lleguemos al patio, —pensó Tanis. Se preguntó si sería verdad lo que había dicho el draconiano. ¿Se habían ido realmente el Señor del Dragón y el dragón? O se habían queda... —enojado consigo mismo, decidió no preocuparse más. ¡Qué más da!, se dijo, no podemos hacer otra cosa, debemos seguir adelante.
—Flint, quédate aquí —dijo.
—Si alguien se acerca mátale primero y avísanos después.
Flint asintió y se situó ante la puerta que llevaba al corredor, entreabriéndola para echar un vistazo. Los cadáveres de los draconianos se habían convertido en polvo.
Maritta tomó una antorcha de la pared y, prendiéndola, guió a los compañeros a través de un oscuro pasaje abovedado que desembocaba en el túnel que llevaba al cubil del dragón.
—¡Fizban! ¡Tu sombrero! —se arriesgó a susurrar Tas.
Demasiado tarde. El anciano mago hizo un gesto para agarrarlo pero no lo consiguió.
—¡Espías! —chilló Lord Verminaard furioso, señalando hacia el balcón—. ¡Captúralos, Ember! ¡Los quiero vivos!
¿Los quiere vivos?, pensó el dragón. ¡Eso es imposible! Pyros recordó los extraños ruidos que escuchó la noche anterior y comprendió, sin dudarlo, que esos espías le habían oído hablar sobre el Hombre de la Joya Verde. Sólo unos pocos privilegiados conocían aquel terrible secreto, el gran secreto que lograría que la Reina de la Oscuridad conquistase el mundo. Los espías debían morir, y el secreto debía morir con ellos.
Pyros extendió sus alas y se lanzó al aire, utilizando sus poderosas patas traseras para tomar impulso y velocidad.
—¡Ya está! —pensó Tasslehoff. Esta vez lo hemos estropeado todo. Ahora nos será imposible escapar.
Justo cuando comenzaba a resignarse a la idea de ser devorado por un dragón, el mago gritó una autoritaria palabra y una espesa oscuridad lo envolvió.
—¡Corre! —gritó Fizban agarrando al kender de la mano y arrastrándolo.
—Sestun
—¡También está con nosotros! ¡Corre!
Tasslehoff comenzó a correr. Salieron de la habitación, llegaron al corredor y después Tas no tuvo ni idea de qué camino habían tomado. Simplemente continuaba corriendo, agarrado de la mano del mago. Tras él podía escuchar el agudo silbido proferido por el dragón, pero de pronto, le oyó hablar.
—¡Espía! ¡Ya veo que eres mago! —gritó Pyros. —No podemos permitir que sigas corriendo en la oscuridad. Podrías perderte. ¡Permíteme que te ilumine el camino!
Tasslehoff oyó cómo el dragón aspiraba profundamente y, un segundo después, una terrible llamarada crepitó a su alrededor. Las llamas acabaron con la oscuridad, pero, ante su asombro, ni siquiera le rozaron. Atónito, miró a Fizban, que corría a su lado con la cabeza descubierta. Se hallaban en la galería de cuadros y se dirigían hacia la doble puerta.
El kender volvió la cabeza y pudo vislumbrar al dragón; nunca hubiera podido imaginar un ser tan terrorífico, era incluso más aterrador que el dragón negro de Xak Tsaroth. Una vez más, el dragón lanzó su llamarada sobre ellos. Tas se vio rodeado por las llamas. Los cuadros de las paredes ardieron, los muebles se quemaron, las cortinas prendieron como antorchas y la habitación se llenó de humo. Pero la llamarada no rozó ni a Sestun, ni a Fizban ni a él mismo. Tasslehoff miró al mago con admiración, verdaderamente impresionado.
—¿Cuánto tiempo más podrás protegemos? —le gritó a Fizban cuando giraron por una esquina, vislumbrando al fin la doble puerta de bronce.
El anciano lo miró con los ojos muy abiertos.
—¡No tengo ni idea! —jadeó.
—¡No sabía que fuera capaz de hacer algo así!
— Una nueva llamarada se expandió a su alrededor. Esta vez, Tasslehoff sintió el ardor y miró a Fizban alarmado. El mago asintió.
—¡Estoy perdiendo el poder!
—¡lntenta mantenerlo! ¡Ya casi hemos alcanzado la puerta! El no podrá atravesarla.
Empujaron la doble puerta de bronce que llevaba al corredor, en el preciso momento en que el encantamiento de Fizban perdía su poder. Ante ellos, aún abierta, estaba la puerta secreta que llevaba a la Sala del Mecanismo. Tasslehoff cerró de un golpe las puertas de bronce y se detuvo un momento a recuperar el aliento.
Pero en el preciso instante en que iba a exclamar: «¡Lo hemos conseguido!», una de las garrudas patas del dragón, atravesó la pared, apareciendo a poca distancia de la cabeza del kender.
Sestun, dando un chillido, corrió hacia las escaleras.
—¡No! ¡No! –Tasslehoff lo agarró a tiempo.
—¡Esas escaleras dan a las habitaciones de Verminaard!
—¡Corramos hacia la Sala del Mecanismo! —gritó Fizban. Se deslizaron por la puerta secreta justo cuando el muro de piedra se venía abajo con un ruido ensordecedor. Pese a los esfuerzos, les fue imposible cerrar la puerta secreta.
—Me parece que tengo mucho que aprender sobre dragones —murmuró Tas.
—¿Conoces algún buen libro sobre el tema...?
—O sea que os he obligado a huir hacia vuestra madriguera y ahora estáis atrapados —retumbó la voz de Pyros desde fuera.
—No tenéis a donde ir y las paredes no me detienen.
Se oyó un tremendo crujido. Las paredes de la Sala del Mecanismo temblaron y comenzaron a agrietarse.
—Lo has hecho muy bien —dijo Tas con tristeza.
—Este último encantamiento ha sido maravilloso. Te diría que casi compensa correr el riesgo de ser devorado por un dragón para ver algo así...
—¿Que nos devore...? —Fizban pareció reaccionar.
—¿Qué nos devore un dragón? ¡No lo creo! ¡Nunca me había sentido tan insultado! Debe haber una forma de salir de aquí... —Sus ojos comenzaron a brillar.
—¡Descendamos por la cadena!
—¿La cadena? —repitió Tas creyendo haber oído mal ¿cómo podía ocurrírsele una cosa así cuando las paredes se resquebrajaban a su alrededor y el dragón rugía enfurecido.
—¡Descenderemos por la cadena! ¡Vamos! —Riendo alegremente el anciano mago se volvió en dirección al túnel.
Sestun miró a Tasslehoff dubitativo, pero justo en ese instante, la inmensa pata del dragón resquebrajó la pared El kender y el enano gully corrieron tras Fizban. Cuando consiguieron llegar a la enorme rueda, el mago ya había trepado por la cadena que se prolongaba por el túnel y había alcanzado el primer diente de la rueda. Arremangándose la túnica hasta las caderas, Fizban se dejó caer desde el diente hasta el primer eslabón de la inmensa cadena. El kender y el enano se colgaron tras él. Cuando Tas ya se hacía a la idea de que quizás salieran con vida del apuro, especialmente si el elfo oscuro se había tornado el día libre Pyros irrumpió repentinamente en el hueco por el que la cadena descendía.
Empezaron a caer inmensos pedazos de piedra del túnel que aterrizaban en el fondo con un estruendoso golpe. Las paredes se resquebrajaban y la cadena comenzó a temblar. El dragón se cernía sobre ellos; ahora no hablaba, pero los contemplaba con sus terroríficos ojos rojos. Un segundo después comenzó a aspirar una inmensa bocanada de aire. Instintivamente Tas cerró los ojos, pero enseguida los abrió de par en par. Nunca había visto a un dragón expulsando fuego y no iba a dejar pasar la oportunidad... además, seguramente sería la última.
El dragón lanzó su llamarada. La oleada de calor casi hizo que Tasslehoff se soltase de la cadena. Pero, una vez más, el fuego lo quemó todo a su alrededor, pero a él ni lo rozó. Fizban cloqueaba entusiasmado.
—Bastante hábil, anciano —bramó el dragón enfurecido.
—Pero también yo tengo poderes mágicos y me he dado cuenta de que estás debilitándote. Espero que tu destreza os acompañe en... ¡vuestra caída!
Volvió a vomitar fuego, pero esta vez no dirigió su llamarada a las temblorosas figuras que pendían de la cadena, sino a la cadena misma. Los eslabones de hierro comenzaron a brillar incandescentes. Pyros expulsó su flamígero aliento una vez más, y los eslabones se volvieron aún más rojos. El dragón exhaló una tercera vez. Los eslabones se fundieron y la cadena, con una última sacudida, se rompió, cayendo en la oscuridad del hueco.
Pyros la observó caer. Luego, satisfecho al ver que los espías no vivirían para contarlo, voló de vuelta a su cubil, donde Lord Verminaard lo esperaba llamándolo a gritos.
Tras la marcha del dragón, en plena oscuridad, la inmensa rueda dentada, libre ahora de la cadena que la había fijado a su lugar durante siglos, chirrió estridentemente y comenzó a girar.
Matafleur.
La espada mágica. Las plumas blancas
La antorcha de Maritta iluminó una amplia habitación vacía y sin ventanas. No había muebles; los únicos objetos visibles en la fría estancia de piedra eran una enorme vasija de agua, una cubeta con olor a carne podrida y la terrible presencia de un dragón.
Tanis contuvo la respiración. En Xak Tsaroth, el dragón negro le había impresionado vivamente, pero ahora se quedó horrorizado al ver el inmenso volumen de este dragón rojo. El cubil era enorme, probablemente de más de cien pies de diámetro, y el dragón rojo lo llenaba por completo, el extremo de su cola quedaba apoyado contra la pared del fondo. Los compañeros lo contemplaron atónitos durante unos instantes, y se imaginaron fantasmagóricas visiones de aquella gigantesca cabeza alzándose y reduciéndoles a cenizas con su ardiente llamarada, la misma que había destruido Solace.
No obstante, a Maritta el peligro no parecía preocuparle. Avanzó con paso firme y los compañeros, tras unos segundos de duda, la siguieron. Al aproximarse a la criatura vieron que Maritta tenía razón; el dragón estaba en unas condiciones penosas. Tendido sobre el frío suelo de piedra, su inmensa cabeza estaba arrugada por la edad y la brillante piel roja era ahora grisácea y moteada. Respiraba pesadamente por la boca, con las mandíbulas abiertas, mostrando unos dientes que anteriormente habían sido afilados como espadas, pero que ahora estaban amarillentos y resquebrajados. Tenía grandes cicatrices en los costados y sus alas coriáceas estaban secas y agrietadas.
Entonces Tanis comprendió la actitud de Maritta; era indudable que se había abusado del dragón. Se sorprendió a sí mismo sintiendo compasión y bajando la guardia. Se dio cuenta de lo peligroso que esto era cuando el dragón —alertado por la luz de la antorcha—, se movió aún en sueños. Tanis se recordó a sí mismo que, a pesar de su aspecto derrotado, sus garras estaban tan afiladas y su aliento era tan destructivo como el de cualquier otro dragón rojo de Krynn.
De pronto los párpados del dragón se entreabrieron y estrechas rendijas rojas brillaron a la luz de la antorcha. Los compañeros se detuvieron, arma en mano.
—¿Ya es hora de desayunar, Maritta? —preguntó Matafleur (Flamestrike era su nombre para los mortales comunes) con voz soñolienta.
—Sí, hoy hemos venido un poco más temprano, querida —dijo Maritta suavemente.
—Temo que vaya a estallar una tormenta y quiero que los chicos hagan ejercicio antes de que rompa a llover. Tú continúa durmiendo. Ya me ocuparé de que no te despierten al salir.
—Oh, no me importa —el dragón bostezó y abrió un poco más los ojos. Al hacerlo Tanis pudo ver que uno de ellos estaba recubierto por una viscosa membrana; estaba ciega de ese ojo.
—Espero que no tengamos que luchar contra ella —susurró Sturm.
—Me sentiría como si estuviésemos atacando a la abuela de algún conocido.
Las facciones de Tanis se endurecieron. —No olvides que es una abuela peligrosa y que puede matarnos a todos.
—Los chiquillos han pasado una noche tranquila —murmuró el dragón.
—Si comienza a llover, procura que no se mojen, Maritta, especialmente el pequeño Erik, que tuvo un buen resfriado la semana pasada. —Sus ojos se cerraron y, aparentemente, volvió a sumirse en un sueño profundo.
Girándose, Maritta les hizo una seña, llevándose un dedo a los labios. Sturm y Tanis caminaban en último lugar, con las armas y cotas de mallas ocultas bajo los numerosos ropajes y capas. Cuando se hallaban a unos treinta pies del dragón, Tanis comenzó a oír un extraño zumbido.
Al principio creyó que era imaginación suya y que debido al nerviosismo oía un sonido zumbante en su cabeza, pero el ruido era real y subía de volumen. Sturm se volvió, mirándolo alarmado. El zumbido siguió aumentando de tono, hasta parecerse al producido por un enjambre de miles de langostas. Todos se habían vuelto ya hacia él, expectantes. Tanis los contempló con impotencia, con una expresión tan aturdida que rayaba en lo cómico.