La muchacha estaba muy pálida y con los ojos febriles. Morgana la sujetó por el brazo para darle un poco del vino especiado.
—Bebe primero esto, hija —murmuró.
Elaine se llevó la redoma a los labios.
—Qué extraño… Arde en la boca y quema por dentro ¿No es veneno, Morgana? ¿Acaso…, no me odias porque voy a casarme con Lanzarote?
Morgana la abrazó y le dio un beso.
—¿Odiarte? No, te lo juro. No aceptaría a Lanzarote por esposo aunque me lo suplicara de rodillas. Anda, acaba ese vino. Perfúmate aquí y aquí. Recuerda qué es lo que desea: sólo tú puedes hacer que olvide a la reina. Y ahora vete, hija. Espéralo en el pabellón. —Una vez más la estrechó contra su cuerpo—. Que la Diosa te bendiga.
«Se parece tanto a Ginebra… Creo que Lanzarote ya está medio enamorado de ella. No hago sino completar la obra.»
Lanzando un suspiro trémulo, se compuso para regresar al salón. Lanzarote, que no había vacilado en servirse más vino, la miró con ojos turbios.
—Ah, Morgana, prima… —La sentó a su lado—. Bebed conmigo.
—No, ahora no. Oíd: os traigo un mensaje.
—¿Un mensaje, Morgana?
—Sí. La reina Ginebra ha venido a visitar a su prima y duerme en el pabellón que está más allá del prado. —Lo cogió por la muñeca para llevarlo a la puerta—. Y os envía este mensaje: para no despertar a sus damas, tenéis que reuniros con ella silenciosamente, cuando ya esté acostada. ¿Lo haréis?
Vio en los ojos marrones una niebla de ebriedad y pasión.
—No he visto a ningún mensajero. Ignoraba que me quisierais tan bien, prima.
—Ve —replicó con suavidad—. Tu reina te espera. Por si dudas de mí, he aquí la prenda que te envía.
Y le ofreció un pañuelo; era de Elaine, pero todos los pañuelos se parecen y ése estaba casi empapado en el aroma que él asociaba con Ginebra.
Lanzarote se lo llevó a los labios.
—Ginebra —susurró—. ¿Dónde, Morgana, dónde?
—En el pabellón. Acaba el vino.
Como sus pasos eran vacilantes, se apoyó en ella; luego la rodeó con los brazos. Ese contacto, por leve que fuera, la excito y tuvo que esforzarse por mantener la calma. Estaba drogado como un animal; la habría poseído sin pensar.
—Ve, Lanzarote. No hagas esperar a tu reina.
Lo vio desaparecer entre las sombras, cerca del pabellón. Entraría sin hacer ruido. Elaine estaría allí, con la luz del candil cayendo sobre su pelo dorado, tan parecido al de la reina; en la penumbra no podría distinguir sus facciones, pero ella y la cama olían a Ginebra. Morgana se atormentó imaginando el cuerpo desnudo, esbelto, que se deslizaría entre las sábanas, cómo cogería a Elaine entre sus brazos para cubrirla de besos. Contorsionada, convulsa, no supo si era su fantasía o la videncia lo que la torturaba así. ¡Con cuánta claridad sentía las manos de Lanzarote en el recuerdo! Regresó al salón, donde los criados estaban retirando las mesas.
—Dadme vino —ordenó con brusquedad.
El hombre le llenó una copa, sorprendido. «Ahora no me creerán sólo bruja, sino también borracha.» No le importó. Bebió el vino hasta apurarlo y pidió más. De algún modo aquello cortó la videncia, liberándola de ver a Elaine, asustada y estática, apretada bajo el cuerpo rudo y exigente.
Inquieta como un gato, se paseó por el salón, entre retazos de videncia. Cuando calculó que había llegado el momento reunió valor para lo que tenía que hacer. El criado que dormía ante la puerta del rey despertó sobresaltado.
—No podéis molestar al rey a estas horas, señora.
—Es por el honor de su hija.
Morgana retiró una antorcha del soporte y la sostuvo en alto, asumiendo la forma imperativa de la diosa. El hombre se apartó para darle paso, aterrorizado.
Pelinor dormía en su gran lecho, removiéndose por el dolor de la herida vendada. Él también despertó sobresaltado y alzó la vista hacia el rostro pálido de Morgana, con la antorcha en alto.
—Tenéis que acompañarme inmediatamente, mi señor —dijo con voz suave, tensa de pasión controlada—. Esto es traicionar la hospitalidad recibida. Me pareció que teníais que saberlo, Elaine…
—¿Elaine? ¿Qué…?
—No está durmiendo en nuestra cama. Venid pronto, mi señor.
Había hecho bien en no permitirle beber, de lo contrario no habría podido despertarlo. Pelinor, sorprendido e incrédulo, se echó encima algo de ropa y llamó a gritos a las doncellas de su hija. Mientras descendían las escaleras para salir al exterior, Morgana tuvo la sensación de que se deslizaban como un dragón del que ella y el rey eran la cabeza. Al entrar en el pabellón, levantó la antorcha y observó, con triunfo cruel, la expresión indignada de Pelinor. Elaine sonreía, dichosa, con los brazos rodeando el cuello de Lanzarote. La luz despertó al caballero, que miró a su alrededor, comprendiendo con espanto. Aunque atormentado por la traición, no dijo nada.
—¡Ahora tendréis que enmendar esto, maldito pervertido! ¡Habéis traicionado a mi hija!
Lanzarote escondió la cara entre las manos, diciendo con voz estrangulada:
—Lo… lo enmendaré, mi señor Pelinor.
Luego miró a Morgana directamente a los ojos. Ella no parpadeó, pero fue como si una espada le atravesara el cuerpo. Hasta entonces al menos la había amado como se ama a una prima.
Bueno, era preferible que la odiara. Ella también trataría de odiarlo. Pero ante la cara de Elaine, sonriente en su bochorno habría querido echarse a llorar e implorarles a ambos que la perdonaran.
HABLA MORGANA…
L
anzarote y Elaine se casaron el día de la Transfiguración. De la ceremonia recuerdo poco, salvo la cara gozosa de Elaine. Cuando Pelinor terminó de organizar la boda, sabía ya que llevaba en el vientre al hijo de Lanzarote. Él estaba angustiado, delgado y pálido de desesperación, pero la trataba con ternura y estaba orgulloso de su cuerpo hinchado. Recuerdo también a Ginebra, demacrada por el llanto, y la mirada de infinito odio que me dirigió.
—¿Puedes jurar que esto no fue obra tuya, Morgana?
La miré a los ojos.
—¿Te molesta que tu prima tenga esposo, como tú tienes el tuyo?
Ante eso no pudo replicarme. Una vez más me dije con firmeza que, si ella y Lanzarote hubieran sido francos con Arturo, si hubieran huido juntos de la corte para permitirle tomar otra esposa que le diera un heredero, entonces no habría tenido que intervenir.
Pero a partir de ese día Ginebra me odió. Fue lo que mas lamenté, pues le tenía afecto. En cambio no parecía odiar a Elaine; le envió un rico presente y, cuando nació su hijo, una copa de plata. Cuando bautizaron al niño, que se llamó Galahad, como su padre, la reina quiso ser su madrina y juró que heredaría el reino, si ella no daba un hijo a Arturo. En algún momento de aquel año anunció que estaba embarazada, pero resultó no ser cierto; en verdad, creo que fue sólo una fantasía.
El matrimonio no resultó peor que la mayoría. Aquel año Arturo tuvo que hacer frente a una guerra en la costa norte y Lanzarote pasó poco tiempo en el hogar. Como tantos esposos, dedicaba su tiempo al combate y volvía a su casa dos o tres veces al año, se ocupaba de sus tierras (Pelinor les había obsequiado un castillo próximo al suyo), vestía las finas prendas que Elaine tejía y bordaba para él, besaba a sus vástagos y dormía con su esposa una o dos veces antes de volver a partir.
Elaine parecía siempre dichosa. No sé si de verdad lo era, como esas mujeres que encuentran la felicidad en el hogar y en los hijos, o si, aun deseando más, respetaba con valentía el trato que había hecho.
En cuanto a mí, pasé otros dos años en la corte. Hasta que, en Pentecostés del segundo año, cuando Elaine estaba embarazada por segunda vez, Ginebra logró su venganza.
C
omo todos los años, Pentecostés fue la gran festividad de Arturo. Ginebra estaba despierta desde el amanecer. Era el día en que todos los caballeros que habían combatido junto al gran rey tenían que reunirse en la corte. Y aquel año Lanzarote también estaría allí.
El año anterior había faltado. Se dijo que se encontraba en la baja Britania, respondiendo a una llamada de su padre, el rey Ban, que trataba de calmar ciertos disturbios en su reino. Pero Ginebra sabía, en el fondo, por qué había preferido mantenerse lejos.
No se trataba de que ella no pudiera perdonarle por casarse con Elaine. Eso había sido obra de Morgana, que lo deseaba para sí y habría preferido verlo en el infierno o en la tumba a verlo entre los brazos de Ginebra.
Arturo también añoraba mucho a su amigo. Aunque ocupaba su alto sitial en Camelot para administrar justicia, era obvio que recordaba siempre los días de combate y conquista; probablemente todos los hombres fueran así. Mientras combatía por dar paz al país, año tras año, hablaba de quedarse en Camelot para disfrutar de su castillo; ahora era feliz como nunca cuando podía reunir a unos cuantos de sus antiguos caballeros para charlar de aquellos malos tiempos.
Ginebra observó a Arturo, que aún dormía. Seguía siendo el más apuesto y bondadoso de todo el grupo, quizá más que el mismo Lanzarote. Después de todo, ambos llevaban la misma sangre. ¿Cómo era posible que Morgana hubiera nacido en aquella familia? Tal vez ni siquiera era humana, sino que había sido cambiada en la cuna por el maligno pueblo de las hadas para hacer maldades entre los hombres. Arturo también estaba manchado por esa educación, aunque había logrado que fuera a misa con frecuencia y se considerara cristiano. Eso tampoco agradaba a Morgana.
Pero lucharía hasta el fin para salvar el alma de Arturo, el mejor esposo. Seguramente la locura que se adueñó de ella había quedado muy atrás. Estaba bien que sintiera afecto por el primo de su esposo. ¡Si hasta se había acostado con él, al principio, por voluntad de Arturo! Pero ya se había confesado y estaba absuelta ahora tenía que esforzarse por olvidarlo.
No obstante, aquella mañana no podía dejar de recordarlo, pues Lanzarote iría a la corte con su esposa y su hijo. Ya no era sólo pariente de su esposo, sino también suyo, puesto que estaba casado con su prima. Podría saludarlo con un beso sin que fuera pecado.
Arturo se volvió hacia ella con una sonrisa.
—Es Pentecostés, querida —dijo—. Tendremos aquí a todos nuestros parientes y amigos. Déjame ver una sonrisa.
Y la apretó contra sí para besarla, recorriéndole los pechos con los dedos.
—¿Estás segura de que no te ofende lo que vamos a hacer? —preguntó, preocupado—. No eres vieja; Dios aún podría enviarnos hijos. Pero los reyes menores me lo han exigido; como la vida nunca está asegurada, tengo que nombrar un heredero. Cuando nazca nuestro primer varón, tesoro, será como si este día no hubiera existido. Estoy seguro de que el joven Galahad no negará el trono a su primo, sino que le servirá y honrará como Gawaine lo ha hecho conmigo.
Aún podía ser, pensó Ginebra, entregándose a las caricias de su esposo. La Biblia contaba casos así y ella aún no había cumplido treinta años. Lanzarote había dicho una vez que su madre era ya mayor cuando él nació. Quizás esta vez, después de tantos años, abandonara el lecho de su marido portando, una vez más, la simiente de su hijo. Y ahora que había aprendido, no sólo a someterse como buena esposa, sino a gozar con su contacto, estaría sin duda más dispuesta a concebir y gestar…
Tres años antes había creído llevar un hijo de Lanzarote, Pero algo había salido mal, sin duda fue lo mejor. Como la sangre lunar no se presentó en tres meses, dijo a una o dos de sus damas que estaba embarazada; pasados tres meses más, cuando habría tenido que sentir los primeros movimientos, resultó no ser así. Pero esta vez sería como deseaba, sin duda, Elaine no volvería a regodearse de su triunfo sobre ella. Tal vez fuera durante un tiempo la madre del heredero del rey, pero Ginebra sería la madre de su hijo.
Algo así dijo más tarde, mientras se vestían, y Arturo la miró con aire atribulado.
—¿La esposa de Lanzarote es desatenta o desdeñosa contigo Ginebra? Creía que erais buenas amigas.
—Oh, lo somos —dijo parpadeando para alejar las lágrimas—, pero las mujeres somos así, las que tienen hijos se creen mejores que las que no pueden dar un heredero a su señor.
Arturo se acercó para besarla en la nuca.
—No llores, dulzura mía. Te prefiero a cualquier otra que pudiera haberme dado diez o doce hijos.
—¿De verdad? —inquirió Ginebra, con un tono despectivo en la voz—. Sin embargo, me aceptaste sólo para recibir los cien jinetes de mi padre, como parte del negocio… Pero fui un mal negocio.
Arturo le clavó una mirada incrédula.
—¿Eso piensas, Ginebra? ¡Tú sabes que desde el primer momento en que te vi no hubo nadie que me fuera más querido! —La envolvió con los brazos y la besó en el lagrimal—. Ginebra, Ginebra, cómo puedes pensar… Eres mi amada esposa y nada en la tierra podría separarnos. Si quisiera una yegua de cría para tener hijos varones, Dios sabe que podría haber tenido varias.
—Pero no es así —dijo ella, rígida y fría entre sus brazos—. Yo estaría bien dispuesta a tomar a tu hijo bajo tutela y criarlo como heredero tuyo. Pero no me creíste digna de criar a tu hijo… Y fuiste tú quien me empujó a los brazos de Lanzarote…
—Oh, Ginebra —musitó Arturo, contrito como un niño castigado—. ¿Aún me reprochas esa vieja locura? Estaba borracho y me pareció que amabas a Lanzarote; quise darte placer.
—A veces me ha parecido que amas a Lanzarote más que a mí —dijo Ginebra, con la cara pétrea— ¿Fue por darme placer a mí o a él, a quien amas como a nadie?
Arturo dejó caer los brazos, como herido por un aguijón.
—¿Es pecado, pues, amar a mi primo y pensar también en su placer? Es cierto que os amo a ambos…
—Las Sagradas Escrituras hablan de una ciudad que fue destruida por pecados como ése.
Arturo se quedó blanco como su camisa.
—Amo a mi primo Lanzarote con todo honor, Ginebra. Lo juraría ante el trono de Dios.
Ginebra oyó su voz, quebrada por la histeria.
—Cuando lo trajiste a nuestra cama te vi tocarlo con más amor que a mí. ¿Puedes jurar que no buscabas disimular el pecado de Sodoma?
—Estás loca, mi señora. Aquella noche de la que hablas… No sé qué viste, pero yo estaba ebrio. Creo que de tanto rezar y pensar en el pecado has perdido la cabeza, Ginebra.
—¡Ningún cristiano podría decir algo así!