Estaba amueblada con una mesa, tomada prestada de palacio, varias sillas y un catre, ya que Mina se quedaba a dormir allí a veces, cuando trabajaba hasta muy tarde. Nadie había entrado en la tienda desde el banquete, no se habían tocado sus pertenencias. Un mapa, con anotaciones hechas por ella, seguía extendido sobre la mesa. Pequeños tacos cuadrados y triangulares indicaban movimientos de tropas. Galdar le echó una ojeada falta de interés, creyendo que era un mapa de Silvanesti. Al darse cuenta de su error, suspiró y sacudió la astada cabeza. Una abollada taza de hojalata, medio llena de oscuro té, sujetaba la esquina oriental del mundo. Una vela apagada sostenía la parte noroeste. Había estado trabajando hasta la hora de ir al banquete. Un churrete de cera derretida se había deslizado por el costado de la vela y se había derramado sobre el Nuevo Mar. Un gruñido sordo retumbó en el pecho de Galdar, que se frotó el hocico y apartó la vista.
—¿Qué es eso? —preguntó Samuval mientras se acercaba para echar una ojeada al mapa—. Que me condene —exclamó al cabo de un momento—. Solamnia. Parece que nos aguarda una larga marcha.
—¡Marcha! —El minotauro frunció el entrecejo—. Mina está muerta. Le toqué el cuello para sentir el pulso, pero no le latía. ¡Creo que algo salió mal!
—¡Chitón! Los guardias —advirtió Samuval mientras dirigía un vistazo hacia la lona de la entrada. La había cerrado, pero fuera montaban guardia dos soldados.
—Diles que se retiren —indicó Dogah.
Samuval se dirigió a la salida y asomó la cabeza al exterior.
—Presentaos en la tienda comedor y regresad dentro de una hora.
Se quedó parado un momento para mirar la tienda que había junto a la de mando. Era en la que Mina había dormido durante el singular periplo al que los había guiado, y en la que ahora yacía de cuerpo presente. Él la había tendido en el catre, vestida con su túnica blanca y los brazos contra los costados. Sus armas y armadura se habían colocado a sus pies. Las lonas de la entrada se habían recogido para que todos pudiesen verla y rendirle homenaje. Los soldados y los caballeros no sólo habían ido, sino que se habían quedado. Los que estaban libres de servicio la habían velado durante todo el día después de su muerte y durante la larga noche. Cuando el servicio les reclamaba, otros los sustituían. Los hombres guardaban silencio; nadie hablaba.
Y no era únicamente el silencio del dolor, sino de la ira. Los elfos habían matado a su Mina, y querían que pagaran por ello. Habrían destruido Silvanost la primera noche, cuando se enteraron, pero sus oficiales no se lo permitieron. Dogah, Samuval y Galdar habían pasado unas horas muy duras tras la muerte de Mina, intentando mantener la disciplina en las tropas. Sólo repitiendo una y otra vez las palabras «por orden de Mina» habían conseguido finalmente controlar a los enfurecidos soldados.
Dogah los había puesto a trabajar, ordenándoles que cortasen árboles para la pira funeraria. Los soldados, muchos de ellos llorando, habían realizado su lúgubre tarea con fiero entusiasmo, talando los árboles del bosque de Silvanesti como si estuviesen cortando a los propios elfos. Los silvanestis oyeron los gritos de muerte de sus árboles —los bosques de Silvanesti jamás habían sentido la hoja de un hacha— y sintieron una gran congoja al tiempo que temblaban de miedo. Los soldados habían trabajado todo el día y toda la noche previos, de manera que la pira ya estaba casi lista. Pero lista ¿para qué? Los tres oficiales no lo tenían muy claro.
Tomaron asiento alrededor de la mesa. Fuera, el campamento resonaba con los golpes de hachas y los gritos de los hombres que arrastraban los gigantescos troncos hacia la creciente pira, situada en el centro del campo en el que el ejército elfo había derrotado a las tropas de Mina y que, sin embargo, al final, había caído ante su poder. El ruido tenía un carácter extraño; no sonaban risas ni bromas, no se entonaban cantos de trabajo. Los hombres llevaban a cabo su tarea en un lúgubre silencio.
Dogah enrolló el mapa y lo retiró de la mesa. Era un humano de semblante severo, barbudo, de unos cuarenta años, de baja estatura, que parecía tan ancho como alto. No era corpulento, sino fornido, con enormes hombros y cuello de toro. Su negra barba era tan espesa y rizada como la de un enano, y esto, junto con su corta estatura, había dado pie a que entre sus tropas se le conociera por el apodo de Enano Dogah. No tenía ningún parentesco con los miembros de esa raza, ni en la forma ni en el fondo, como se apresuraba a manifestar, recalcándolo con sus puños, si alguien se atrevía a sugerir tal cosa. Era definitivamente humano, y había sido miembro de los Caballeros de Neraka durante veinte de sus cuarenta años.
Técnicamente era el oficial de mayor rango entre ellos, pero al ser el miembro más reciente del grupo de mandos de Mina se encontraba en cierta desventaja, ya que ni sus oficiales ni sus tropas lo conocían y habían desconfiado de él nada más verlo. También Dogah había recelado de ellos y, en particular, de esa mocosa advenediza que, según descubrió con gran conmoción y mayor indignación, le había enviado órdenes falsificadas, conduciéndolo a Silvanesti en lo que al principio parecía una misión de kender.
Había llegado a la frontera con varios miles de soldados sólo para descubrir que el escudo seguía alzado y le cerraba el paso. Los exploradores habían informado que un gran ejército de ogros se estaba congregando, listo para descargar un golpe mortal a los caballeros negros que habían robado sus tierras. Dogah y sus fuerzas se habían encontrado atrapados; no podían retroceder, ya que eso habría supuesto atravesar de nuevo territorio ogro, y tampoco podían avanzar. Dogah había maldecido el nombre de Mina clamorosa y ferozmente. Y entonces el escudo había caído.
El informe lo había dejado estupefacto, y había ido a verlo personalmente, con incredulidad. Era reacio a cruzar la frontera, temiendo que los guerreros elfos apareciesen de repente, tan numerosos como el polvo de la vegetación muerta que alfombraba el suelo, y cayeran sobre ellos. Pero, al otro lado, montado a caballo y agitando una mano, apareció uno de los caballeros de Mina.
«¡Mina os da la bienvenida, general Dogah! —había saludado el caballero—. El ejército elfo se encuentra en Silvanost y los soldados están considerablemente debilitados tanto por la batalla con el dragón Cyan Bloodbane como por el efecto consumidor del escudo. No significan ninguna amenaza para vuestras tropas. Podéis avanzar sin peligro.»
A pesar de las dudas que albergaba, Dogah había cruzado la frontera, con la mano sobre la empuñadura de la espada, esperando en cualquier momento una emboscada de un millar de orejas puntiagudas. Su ejército no había encontrado resistencia alguna. Los elfos con los que toparon fueron capturados con facilidad y al principio ejecutados, pero después se los había enviado a lord Targonne, siguiendo las órdenes de su señoría.
A pesar de todo, Dogah no había bajado la guardia, y sus tropas permanecieron alertas y nerviosas. Aún quedaba la ciudad de Silvanost. Entonces llegó el sorprendente informe de que la ciudad había caído a manos de unos pocos soldados. Mina había entrado triunfante y estaba instalada en la Torre de las Estrellas. Esperaba la llegada de Dogah con impaciencia y le pedía que se apresurara.
Sólo cuando Dogah entró en la ciudad y recorrió sus calles impunemente se convenció de que los Caballeros de Neraka habían conquistado el reino elfo de Silvanesti. La enormidad de tal hazaña lo abrumó. Los caballeros negros habían realizado lo que ninguna fuerza militar en la historia había sido capaz de hacer, ni siquiera los grandes ejércitos de Takhisis durante la Guerra de la Lanza. A decir verdad, no había creído que la muchacha fuese la persona responsable de tal proeza. Había imaginado que en realidad era algún oficial mayor y más experto el que tenía el mando, utilizando a la chica como fachada para tener contentas a las tropas.
Dogah había descubierto su error inmediatamente, en cuanto la vio. Observando con atención, había visto que todos los oficiales acataban a la muchacha. Y no sólo eso, sino que la miraban con un respeto que rayaba en la adoración. Sus suaves palabras eran órdenes. Sus órdenes se obedecían al punto y sin preguntas. Dogah había estado preparado para respetarla, pero tras encontrarse unos minutos en su presencia se sintió encantado y sobrecogido. Se había unido de todo corazón a las filas de los que la adoraban. Cuando miró los ambarinos ojos de Mina, se había sentido orgulloso y complacido al ver en ellos una minúscula imagen de sí mismo.
Esos ojos estaban cerrados ahora; el cálido fuego que iluminaba el ámbar se había apagado.
—Insisto en que algo ha salido mal —siseó Galdar, que se había inclinado sobre la mesa. Volvió a sentarse erguido, fruncido el entrecejo. Profundas arrugas se marcaban en el pelaje que cubría su rostro—. Parece muerta. Su tacto es de estar muerta. Tiene fría la piel. No respira.
—Nos dijo que el veneno tendría esos efectos —repitió, irritado, Samuval. El hecho de que estuviese irritado era una clara señal de su nerviosismo.
—No alcéis la voz —ordenó Dogah.
—Nadie puede oírnos con ese ruido infernal —replicó Samuval, refiriéndose al golpeteo de las hachas.
—Aun así, es mejor no correr riesgos. Somos los únicos que sabemos el secreto de Mina, y debemos guardarlo como le prometimos. Si se descubriera, la noticia se extendería como un incendio en las praderas en la estación seca, y lo echaría a rodar todo. El dolor de los soldados debe parecer real.
—Quizá son más listos que nosotros —rezongó Galdar—. Quizá saben la verdad y los que nos engañamos somos nosotros.
—¿Y qué sugieres que hagamos, minotauro? —demandó Dogah, con las oscuras cejas formando un trazo recto sobre la ancha nariz—. ¿Desobedecerla?
—Aunque esté... —empezó Samuval, e hizo una pausa, reacio a pronunciar la aciaga palabra—. Aun en el caso de que algo haya salido mal —rectificó—, esas órdenes serían las últimas que nos habría dado. Yo, por lo menos, las obedeceré.
—Y yo —abundó Dogah.
—No la desobedeceré —dijo Galdar, eligiendo cuidadosamente sus palabras—, pero, afrontémoslo, sus instrucciones están supeditadas a cierto suceso y, hasta el momento, su predicción no se ha cumplido.
—Pronosticó un atentado contra su vida —argüyó el capitán Samuval—. Anuncio que el estúpido elfo sería el instrumento. Ambas cosas han ocurrido.
—Sin embargo, no vaticinó el uso de un anillo que inoculaba veneno —adujo Galdar con voz ronca—. Visteis la aguja. Visteis que le pinchó la piel.
Tamborileó los dedos sobre la mesa mientras miraba a sus compañeros estrechando los ojos. Tenía algo en mente, algo desagradable a juzgar por su ceño, pero parecía dudar si decirlo o no.
—Vamos, Galdar —instó Samuval por fin—. Suéltalo de una vez.
—De acuerdo. —El minotauro miró alternativamente al uno y al otro—. Ambos la habéis oído decir que incluso los muertos sirven al Único.
Dogah rebulló intranquilo en la silla, que crujió bajo su peso, y Samuval hurgó con la uña la cera derretida de la vela, pero ninguno de ellos respondió.
—Prometió que el Único frustraría la tentativa de sus enemigos —continuó Galdar—, pero no prometió que volveríamos a verla viva...
—Saludos, tienda de mando —gritó una voz—. Traigo un mensaje de lord Targonne. Pido permiso para entrar.
Los tres oficiales intercambiaron miradas. Dogah se levantó presuroso y desató las lonas de la puerta para dar paso al mensajero. Éste llevaba la armadura de jinete de dragones e iba cubierto de polvo. Tras saludar, entregó a Dogah un estuche de pergaminos.
—No requiere respuesta, milord —aclaró el mensajero.
—De acuerdo, puedes retirarte. —Dogah miró el sello del estuche y de nuevo intercambió una mirada con sus compañeros.
Cuando el mensajero se hubo ido, Dogah rompió el sello con un golpe seco contra la mesa. Los otros dos aguardaron expectantes mientras abría el estuche y sacaba el pergamino. Desenrolló el papel, le echó una ojeada y luego alzó la vista de la hoja; en sus ojos había un brillo de triunfo.
—Va a venir —dijo—. Mina tenía razón.
—Alabado sea el Único —exclamó el capitán Samuval, que soltó un suspiro de alivio y le dio un codazo a Galdar—. ¿Qué dices ahora, amigo?
El minotauro se encogió de hombros y asintió sin decir palabra. Cuando los otros dos se hubieron marchado, llamando a voces a sus ayudantes y dando órdenes de disponerlo todo para la llegada de su señoría, Galdar se quedó solo en la tienda donde persistía el espíritu de Mina.
—Cuando toque tu mano y sienta tu carne cálida de nuevo, entonces alabaré al Único —le susurró—. Pero no antes.
* * *
Hacía más o menos una hora que había amanecido cuando lord Targonne llegó, acompañado por seis escoltas. Su señoría montaba un Dragón Azul, al igual que los otros. A diferencia de muchos altos mandos de los Caballeros de Neraka, Targonne no tenía un dragón a su servicio exclusivo, sino que prefería utilizar cualquiera de los establos. Esto reducía los gastos de su propio bolsillo, o eso era lo que siempre argumentaba. En realidad, si hubiese querido tener su propio dragón lo habría hecho y habría cargado el coste de mantenimiento y alimentación a los cofres de la caballería. La verdadera razón era que no lo tenía porque ni le gustaban ni confiaba en los grandes reptiles. Quizá se debía a que, como mentalista, Targonne sabía perfectamente que el desagrado y la desconfianza eran mutuos.
No le hacía gracia volar a lomos de un reptil y lo evitaba siempre que podía, prefiriendo hacer los viajes a caballo. En aquella ocasión, sin embargo, cuanto antes se consumiera en llamas esa molesta chica, mejor, y con tal de que fuera así Targonne estaba dispuesto a sacrificar su comodidad. Se había hecho acompañar por otros jinetes de dragones no porque quisiera alardear ni por temor a un ataque, sino porque estaba convencido de que su dragón iba a hacer algo para ponerlo en peligro, ya fuera metérsele en la cabeza hacer un picado, o provocar que le cayese un rayo encima o tirarlo al vacío a propósito. Quería una escolta de jinetes para que pudieran rescatarle.
Sus oficiales sabían todo eso. De hecho, Dogah lo comentó entre risas con Galdar y Samuval mientras observaban a los Dragones Azules descender en círculos para aterrizar. Todo el ejército de Mina estaba en formación en el campo de batalla, con excepción de los pocos que seguían trabajando en la pira. El funeral de la muchacha se realizaría a mediodía, la hora que ella misma había señalado.