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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (7 page)

BOOK: El río de los muertos
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—Uno de los guardias me ha avisado de que hay dos personas esperando abajo y exigiendo entrar en palacio. Uno es el senador... —Hizo una pausa, fruncido el entrecejo—. No recuerdo su nombre. Me armo un lío con los nombres elfos, pero éste es alto y tiene un modo de mirar por encima del hombro que se diría que uno es menos que una hormiga.

Los labios de Medan se curvaron en un gesto divertido.

—¿Y su expresión es la de alguien que acaba de morder un higo podrido? —preguntó.

—Correcto, milord.

—Palthainon. El titiritero. Me preguntaba cuándo aparecería por aquí. —Medan miró al rey a través de los cristales del ventanal—. Como ocurre en ese antiguo cuento, Palthainon descubrirá que su marioneta se ha convertido en un ser real, pero, a diferencia del cuento, dudo que a este titiritero le complazca perder a su muñeco de madera.

—¿Se le permite el acceso a palacio, milord?

—No —repuso fríamente Medan—. El rey está ocupado con otros menesteres. Que espere hasta que su majestad le dé su venia. ¿Quién más quiere entrar?

La expresión de Gerard se ensombreció, y el solámnico bajó la voz.

—El elfo Kalindas, milord. Solicita acceso a palacio porque, según dice, sabe que la reina madre se encuentra aquí. Rehusa marcharse.

—¿Cómo se ha enterado? —inquirió ceñudo Medan.

—Lo ignoro, milord. Por su hermano, no, desde luego. Como ordenasteis, no permitimos salir a Kelevandros. Cuando ya no pude mantener abiertos los ojos por el agotamiento, Planchet me relevó en la vigilancia para que no intentara escabullirse.

Medan lanzó una mirada a Kelevandros. El elfo, envuelto en su capa, aparentemente seguía dormido en el rincón opuesto de la habitación.

—Milord, ¿puedo hablar sin rodeos? —pidió Gerard.

—No has dejado de hacerlo desde que entraste a mi servicio, joven —contestó Medan con una sonrisa irónica.

—Yo no lo llamaría exactamente «entrar a vuestro servicio», milord —replicó Gerard—. Me encuentro aquí, como ya debéis saber o habréis adivinado, porque consideré que quedarme con vos era el mejor modo de proteger a la reina madre. Sé que uno de esos dos elfos es un delator, un traidor que ha faltado a la confianza puesta en ellos por su señora, Laurana. Así fue como supisteis dónde esperar a Palin Majere en el bosque la otra mañana. Uno de esos dos os lo dijo. Eran los únicos que lo sabían. ¿Me equivoco? —Su voz sonaba dura, acusadora.

—No, estás en lo cierto —respondió Medan, mirándolo intensamente—. Créeme cuando digo, solámnico, que ese desprecio que veo en tus ojos no es tanto como el que yo mismo siento. Sí, utilicé a Kalindas. No tenía otra opción. Si ese canalla no me hubiera informado a mí, habría informado directamente a Beryl, y yo no habría sabido lo que pasaba. Hice lo que pude para proteger a la reina madre. Sabía muy bien que estaba ayudando y secundando a los rebeldes. Beryl habría matado a Laurana hace mucho tiempo de no ser por mí, así que no te atrevas a juzgarme, joven.

—Lo siento, milord —se disculpó, contrito, Gerard—. No lo entendí. ¿Qué hacemos? ¿Le digo a Kalindas que se marche?

—No. —Medan se frotó la barbilla, sombreada por la barba canosa de un día sin afeitar—. Es mejor tenerlo aquí, donde podemos vigilarlo. A saber qué daño podría causar si anda suelto por ahí.

—Podríamos... eliminarlo —sugirió Gerard, incómodo.

—No. —Medan sacudió la cabeza—. Puede que Laurana creyera que uno de sus sirvientes era un espía, pero dudo mucho que lo creyese su hijo. Kelevandros no lo admitiría, desde luego, y si matáramos a su hermano tendría una reacción tan exacerbada que no nos quedaría más remedio que acabar también con él. ¿Qué pensaría el pueblo qualinesti, cuya confianza he de ganarme, si supiera que he empezado a masacrar elfos en la propia residencia de su majestad? Además, necesito averiguar si Kalindas se ha puesto en contacto con las fuerzas de Beryl y qué información les ha pasado.

—De acuerdo, milord. Lo tendré bajo vigilancia —repuso el joven solámnico.

—No, Gerard.
Yo
lo vigilaré —rebatió Medan—. Kalindas te conoce, ¿o lo has olvidado? También te traicionó a ti. Si descubre que estás conmigo, que eres mi ayudante de confianza, despertaremos sus sospechas de inmediato. Podría hacer algo desesperado.

—Tenéis razón, milord —convino Gerard, frunciendo el entrecejo—. Lo había olvidado. Quizá debería volver al cuartel general.

—Lo harás, señor caballero. A tu propio cuartel general. Te envío de regreso a Solamnia.

—No, milord —rehusó obstinadamente el joven—. Me niego a marcharme.

—Escúchame, Gerard —argumentó Medan, poniendo una mano en el hombro del solámnico—, esto no se lo he dicho a su majestad ni a la reina madre, aunque creo que ella ya lo sabe. La batalla que estamos a punto de librar es el último forcejeo desesperado de un hombre que se está ahogando y que se ha hundido por tercera vez. Qualinost no puede resistir el poderío del ejército de Beryl. Este combate es, en el mejor de los casos, una acción dilatoria para ganar tiempo a fin de que los refugiados puedan huir.

—En tal caso, ni que decir tiene que me quedo —manifestó Gerard firmemente, con tono desafiante—. El honor no me permite actuar de otro modo.

—¿Y si te lo ordeno?

—Respondería que no sois mi comandante y que no os debo lealtad —replicó, severo el gesto.

—Y yo afirmaría que eres un joven muy egoísta que no tiene idea de lo que es verdadero honor.

—¿Egoísta, milord? —repitió Gerard, dolido por la acusación—. ¿Cómo puede considerarse egoísta que ofrezca mi vida por esta causa?

—Porque serás más valioso para la causa vivo que muerto —manifestó Medan—. No me has escuchado. Cuando sugerí mandarte de vuelta a Solamnia no te enviaba a un refugio seguro. Tenía en mente que llevaras la noticia de nuestra grave situación al Consejo de Caballeros de Solanthus y solicitaras su auxilio.

—¿Estáis pidiendo a los solámnicos que os presten su ayuda, milord? —preguntó Gerard con escepticismo.

—No. Es la reina madre quien la pide a los Caballeros de Solamnia. Tú serás su enviado.

Saltaba a la vista que Gerard seguía receloso.

—He calculado que disponemos de diez días, Gerard —continuó el gobernador—. Diez días hasta que el ejército llegue a Qualinost. Si partes de inmediato a lomos de un dragón, podrías encontrarte en Solanthus pasado mañana, como muy tarde. Los caballeros no pueden enviar un ejército, pero unos jinetes de dragones sí podrían al menos proteger a los civiles. —Esbozó una sonrisa desganada—. No creas que te mando lejos para que no te pase nada malo, joven. Espero que regreses con ellos y entonces tú y yo no lucharemos el uno contra el otro, sino codo con codo.

La desconfianza desapareció del semblante de Gerard.

—Siento haberos puesto en duda, milord. Partiré de inmediato. Necesitaré una montura veloz.

—La tendrás. La mía. Cabalgarás en Filo Agudo.

—No puedo coger vuestro caballo, señor —protestó Gerard.

—Filo Agudo no es un caballo. Es mi dragón. Un Azul. Ha estado a mi servicio desde la Guerra de Caos. ¿Qué ocurre?

Gerard se había puesto muy pálido.

—Señor —empezó, y tuvo que aclararse la garganta—. Creo que deberíais saber que... nunca he montado en un dragón. —Tragó saliva, muerto de vergüenza.

—Pues va siendo hora de que lo hagas —contestó Medan mientras le daba una palmada en la espalda—. Es una experiencia excitante. Siempre he lamentado que mis ocupaciones como gobernador me hayan impedido volar tanto como me hubiese gustado. Filo Agudo está en un establo cuya ubicación es secreta, fuera de Qualinost. Te daré indicaciones y órdenes por escrito con mi sello para que el jefe de establo sepa que te he mandado yo. También escribiré un mensaje para Filo Agudo. No te preocupes. Te transportará rápidamente y sin peligro. No tendrás miedo a las alturas, ¿verdad?

—No, milord —contestó Gerard, tragando con esfuerzo. ¿Qué otra cosa podía decir?

—Excelente. Redactaré las órdenes de inmediato.

Volvió a la sala, haciendo señas a Gerard para que lo acompañara, se sentó al escritorio de Planchet y empezó a escribir.

—¿Qué hay de Kalindas, milord? —preguntó Gerard en voz baja.

Medan miró a Laurana y a Gilthas, que estaban al otro lado de la estancia, todavía conversando.

—No le pasará nada por tener que esperar un rato.

Gerard guardó silencio mientras observaba cómo se movía la mano del gobernador sobre el papel. Medan escribió deprisa y concisamente, de manera que no tardó mucho en redactar las órdenes; ni por asomo tanto como le habría gustado a Gerard. No le cabía duda de que iba a morir, y prefería hacerlo con una espada en la mano en lugar de precipitándose desde la espalda de un dragón, en una aterradora caída que acabaría con su cuerpo despachurrado. Llamándose cobarde para sus adentros, se recordó la importancia y la urgencia de su misión, de modo que fue capaz de tomar las órdenes escritas de Medan con mano firme.

—Adiós, sir Gerard —dijo el gobernador mientras le estrechaba la mano.

—Mejor hasta pronto, milord. No os defraudaré. Regresaré y traeré ayuda.

—Entonces debes partir de inmediato. Beryl y sus seguidores lo pensarán dos veces antes de atacar a un Dragón Azul, en especial a uno perteneciente a los caballeros negros, pero sería mejor que aprovecharas la ventaja de que los reptiles de Beryl no están por aquí de momento. Planchet te acompañará hasta la salida posterior, a través del jardín, para que Kalindas no te vea.

—Sí, milord.

Gerard alzó la mano en un saludo, el que los Caballeros de Solamnia dirigían a sus enemigos.

—Muy bien, hijo mío, estoy de acuerdo —la voz de Laurana les llegó desde el otro lado de la estancia. La elfa se encontraba cerca de un ventanal y los primeros rayos del sol tocaban sus cabellos como la mano de un alquimista, transformando la miel en oro—. Me has convencido. Has heredado de tu padre el poder de persuasión para hacer siempre las cosas a tu modo, Gilthas. Se habría sentido muy orgulloso de ti. Ojalá estuviera aquí para verte.

—Ojalá estuviera aquí para contar con su sabio consejo —dijo el joven monarca mientras se inclinaba para besar suavemente la mejilla de Laurana—. Y ahora, si me disculpas, madre, debo escribir las palabras que tendré que pronunciar muy pronto. Esto es tan importante que no quiero cometer ningún error.

—Majestad —dijo Gerard al tiempo que adelantaba un paso—. Si podéis dedicarme un momento, querría presentaros mis respetos antes de partir.

—¿Nos dejáis, sir Gerard? —preguntó Laurana.

—Sí, mi señora. El gobernador me ha dado órdenes. Me envía a Solamnia, donde presentaré vuestra causa ante el Consejo de Caballeros y pediré su ayuda. Si pudieseis darme una carta, majestad, escrita por vos y con vuestro sello, dando fe de mis credenciales como vuestro mensajero, así como exponiendo la gravedad de la situación...

—A los solámnicos nunca les ha importado Qualinost —lo interrumpió Gilthas, ceñudo—. No veo razón para que empiecen ahora.

—Sí que les importó, en cierta ocasión —intervino suavemente Laurana, dirigiendo una mirada escrutadora a Gerard—. Hubo un caballero llamado Sturm Brightblade a quien le importó muchísimo. —Tendió la mano a Gerard, que rozó con los labios la tersa piel—. Id y que os guarde el recuerdo de aquel caballero valeroso y noble, sir Gerard.

La historia de Sturm Brightblade nunca había significado gran cosa para Gerard hasta entonces. Había oído narrar su muerte en la Torre del Sumo Sacerdote tantas veces que ya sonaba a cuento trasnochado. De hecho, incluso había expresado sus dudas de que aquel episodio hubiese ocurrido realmente. Sin embargo, en ese momento recordó que ante él se encontraba la compañera que se plantó protectoramente junto al cadáver del caballero, la compañera que había llorado por él mientras enarbolaba la legendaria Dragonlance para desafiar a su verdugo. Recibir sus bendiciones en nombre de Sturm Brightblade hizo que Gerard se sintiese humilde y enmendado. Hincó la rodilla ante ella, aceptando la bendición con la cabeza inclinada.

—Así lo haré, mi señora. Gracias.

Se incorporó, exaltado. Sus temores de montar en un dragón le parecieron mezquinos e innobles, y se avergonzó de ellos. El joven rey también parecía escarmentado y le tendió la mano a Gerard.

—Olvidad mis palabras, señor caballero. Hablé sin pensar. Si a los solámnicos no les ha importado Qualinesti, entonces también puede decirse que Qualinesti no se ha interesado por los solámnicos. El que unos ayuden a los otros sería el principio de una nueva y mejor relación para ambos. Tendréis esa carta.

El monarca mojó la pluma en el tintero, escribió unos pocos párrafos en una fina hoja de papel y estampó su nombre. Debajo puso su sello, presionando la cera blanda con un anillo que llevaba en el dedo índice. El sello dejó grabada la imagen de una hoja de álamo. Esperó a que la cera se endureciera y luego dobló la carta y se la tendió a Gerard.

—Se la haré llegar al Consejo, majestad —dijo el caballero. Miró de nuevo a Laurana para llevar consigo su bella imagen como un estímulo inspirador. Lo intranquilizó ver que la tristeza empañaba los hermosos ojos de la elfa al mirar a su hijo, y oírla suspirar suavemente.

Planchet le indicó cómo encontrar el camino de salida por el jardín y Gerard partió, salvando torpemente la barandilla del balcón y dejándose caer pesadamente en el paseo. Alzó la vista para hacer un último ademán de despedida, para conseguir un último atisbo, pero Planchet había cerrado el ventanal a su espalda.

Gerard recordó la mirada de Laurana, su tristeza, y sintió un repentino miedo de que aquélla fuese la última vez que la veía, la última vez que contemplaba Qualinost. El miedo era arrollador, y su anterior resolución de quedarse y ayudarlos a luchar resurgió de nuevo. Sin embargo, difícilmente podía regresar; no sin quedar por necio, o —peor aún—¦ por cobarde. Aferrando con fuerza las órdenes del gobernador, el caballero se marchó corriendo por el jardín que empezaba a cobrar vida con los cálidos rayos del sol.

Cuanto antes llegara ante el Consejo, antes regresaría.

4

El traidor

El silencio reinaba en la habitación. Sentado al escritorio, Gilthas redactaba su discurso, y la pluma se deslizaba rápidamente sobre el papel. El monarca había pasado la noche pensando qué decir, y las palabras se plasmaban en la hoja con facilidad, como si la tinta fluyera de su corazón, no de la pluma. Planchet preparaba un ligero desayuno de fruta, pan y miel, aunque no era probable que alguien tuviese mucho apetito. El gobernador Medan permanecía de pie junto al ventanal, observando la marcha de Gerard a través del jardín. Medan vio al joven caballero hacer un alto, quizás incluso adivinó lo que Gerard estaba pensando. Cuando el solámnico giró finalmente sobre sus talones y se alejó, Medan sonrió para sí y asintió con la cabeza.

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