Gerard estaba interesado en saber qué nuevas llevaba con tanta urgencia el caballero negro a Medan. Al ver que el hombre se pasaba el revés de la mano por la boca, Gerard sacó una pequeña cantimplora del cinturón.
—Parece que tienes sed —dijo mientras le tendía el recipiente.
—Supongo que no será brandy lo que llevas ahí, ¿verdad? —preguntó el caballero, que miraba la cantimplora con ansiedad.
—Agua, siento tener que decir.
El caballero se encogió de hombros, tomó la cantimplora y bebió. Calmada la sed, le devolvió el recipiente a Gerard.
—Ya beberé el brandy del gobernador militar cuando me reúna con él. —Miró a Gerard con curiosidad—. ¿Vas o vienes?
—Voy —contestó—. En una misión para el gobernador Medan. Te oí decir que te enviaba lord Targonne. ¿Cómo ha reaccionado su señoría a la noticia del ataque lanzado por Beryl a Qualinesti?
El caballero se encogió de hombros y miró en derredor con desdén.
—Medan es el gobernador de una provincia atrasada. No es de sorprender que la acción del dragón lo cogiera desprevenido. Te aseguro que no pilló por sorpresa a lord Targonne.
—No te imaginas lo duro que es el servicio aquí. —Gerard soltó un profundo suspiro—. Estar atascado en este sitio, entre esos elfos que sólo por el mero hecho de vivir siglos se creen mejores que nosotros. No se puede conseguir una jarra de buena cerveza que te levante el ánimo. En cuanto a las mujeres, todas son unas estiradas, rezuman altivez. Pero, te diré algo. —Gerard se acercó más y bajó la voz—. En realidad les gustamos, ¿sabes? A las elfas les gustan los humanos, sólo que fingen lo contrario. Encandilan a un hombre y luego chillan cuando intenta tomar lo que se le ha ofrecido.
—He oído que el gobernador se ha puesto de parte de esas sabandijas. —El caballero torció el gesto.
—El gobernador, ¡bah! —Gerard resopló con desdén—. Es más elfo que humano, si quieres saber mi opinión. No nos deja divertirnos. Sospecho que eso está a punto de cambiar.
El caballero dirigió una mirada cómplice a Gerard.
—Digamos que, vayas donde vayas ahora, más vale que te des prisa en volver si no quieres perdértelo.
Gerard miró al caballero con admiración y envidia.
—Daría cualquier cosa por estar destinado en el cuartel general. Debe de ser realmente apasionante encontrarse cerca de su señoría. Apuesto que sabes todo cuanto ocurre en el mundo entero.
—Bueno, sé bastante —contestó el caballero, meciéndose sobre los talones y dándose muchos aires—. De hecho, estoy planteándome pedir el traslado aquí. Dentro de poco habrá concesiones de tierras. Tierras elfas y fantásticas casas elfas. Y mujeres elfas, si es lo que te gusta. —Dirigió una mirada desdeñosa a Gerard—. Personalmente, no querría tocar a una de esas frías y viscosas arpías. Se me revuelve el estómago sólo de pensarlo. Sin embargo, más te vale divertirte pronto con una de ellas, o quizá no quede ninguna a tu disposición.
Ahora Gerard podía adivinar el alcance de las órdenes de Targonne a Medan. Veía claramente el plan que el Señor de la Noche tenía en mente, y le asqueaba. Apoderarse de propiedades y tierras elfas, asesinar a sus legítimos dueños y repartir la riqueza como premio a los miembros leales de la caballería. Su mano se ciñó prietamente sobre la empuñadura de la espada. Conque le revolvían el estómago, ¿no? Él sí que se lo revolvería; sacándoselo antes, claro. Tendría que privarse de ese placer y dejárselo al gobernador Medan.
El caballero se golpeó el muslo con los guantes y miró hacia los mozos de cuadra, que seguían gritando a los grifos, los cuales continuaban haciendo caso omiso.
—¡Patanes! —masculló, impaciente—. Supongo que tendré que hacerlo yo mismo. Bien, que tengas buen viaje.
—Tú también —contestó Gerard. Siguió con la mirada al caballero, que se dirigió hacia los mozos de cuadra, a los que intimidó con amenazas y golpeó con los puños cuando no le dieron las respuestas que creía merecer. Los mozos se escabulleron, dejando solo al caballero para que llamara a gritos a los grifos él mismo.
—Bastardo —refunfuñó uno de los hombres mientras se tocaba con cuidado la mejilla magullada—. Ahora nos pasaremos toda la noche en vela atendiendo a su maldito dragón.
—Yo que vosotros me lo tomaría con calma —dijo Gerard—. Me da la impresión de que la misión del caballero le ocupará más tiempo de lo que tenía previsto. Mucho más.
El mozo lanzó una mirada malhumorada a Gerard y, sin dejar de frotarse la mejilla, lo condujo a la cueva del Dragón Azul del gobernador.
Gerard se preparó, nervioso, para el encuentro con el Azul recordando hasta la mínima información que tenía sobre los dragones. Lo fundamental sería controlar el miedo al dragón, que, según había oído, podía tener un efecto realmente debilitante. Hizo acopio de todo su valor y confió en que no haría nada que lo deshonrara.
El mozo sacó al dragón de la cueva. Filo Agudo era una criatura magnífica. El sol resplandecía en sus escamas azules, su cabeza estaba elegantemente conformada, sus ojos eran penetrantes, sus ollares aleteaban. Se movía con sinuosa gracia.
Gerard jamás se había encontrado tan cerca de un dragón. El miedo al dragón lo rozó, pero el gran reptil no estaba empleando su poder para despertar el pánico en el humano, y Gerard percibió el miedo con fascinado sobrecogimiento.
El dragón, consciente de que se lo estaba admirando, sacudió la cresta, flexionó las alas y agitó la cola.
Un hombre de edad avanzada se apartó del reptil y se encaminó hacia Gerard. Era un hombre bajo, escuálido y patizambo. Los ojos entrecerrados para protegerse del sol casi desaparecían entre las arrugas, y escudriñó a Gerard con gran curiosidad y desconfianza.
—Soy el entrenador de Filo Agudo, señor —se presentó el viejo—. Nunca he visto que el gobernador permitiera a otra persona montar su dragón. ¿Qué pasa?
Gerard le entregó las órdenes de Medan. El viejo las examinó con igual intensidad; se acercó el sello a la nariz para verlo con el que probablemente era su único ojo bueno. Gerard pensó por un momento que el viejo le impediría partir, y no supo si alegrarse o sentirse desilusionado.
—En fin, siempre hay una primera vez para todo —murmuró el viejo mientras le devolvía las órdenes. Miró la armadura de Gerard, con una ceja enarcada—. No estaréis pensando en volar con eso, ¿verdad, señor?
—Eh... supongo... —balbuceó el caballero.
El viejo parecía escandalizado.
—¡Se os congelarán las partes pudendas! —Sacudió la cabeza—. Veamos, si os dirigieseis a una batalla, sí, querríais llevar puesto todo ese metal, pero no es el caso. Vais a volar lejos y muy deprisa. Tengo una indumentaria de cuero del gobernador que os servirá. Puede que os quede un poquito grande, pero valdrá. ¿Queréis que montemos la silla en algún lugar en particular, señor? El gobernador prefiere justo detrás de los omóplatos, pero he conocido jinetes que la quieren entre las alas. Afirman que así el vuelo es más suave.
—Yo... En realidad no sé... —Gerard miró al dragón, y entonces fue cuando comprendió que de verdad iba a volar.
—Por su Oscura Majestad —exclamó el viejo, asombrado—. Nunca habéis montado en un dragón, ¿verdad?
Gerard confesó, colorado hasta la raíz del pelo, que no.
—Espero que no sea difícil —añadió, recordando claramente su aprendizaje para montar a caballo. Si se caía del dragón tantas veces como había dado con sus huesos en tierra desde el caballo...
—Filo Agudo es un veterano, señor caballero —manifestó el viejo, con orgullo—. Es un verdadero soldado disciplinado, que obedece órdenes, no temperamental como pueden serlo algunos Azules. El general y él combatieron juntos en equipo durante la Guerra de Caos y posteriormente. Pero cuando esos extravagantes dragones hinchados aparecieron y empezaron a matar a los de su propia especie, el gobernador escondió a Filo Agudo. A Filo Agudo no le hizo ninguna gracia, ojo. ¡Menudas broncas tuvieron! —El viejo sacudió la cabeza y miró a Gerard estrechando los ojos—. Creo que, después de todo, empiezo a entender. He oído rumores de que la «Zorra Verde» se dirigía hacia aquí. —Se aceró a Gerard para hablar en un sonoro susurro—. Pero no se lo digáis a Filo Agudo, señor. Si pensara que tendría una oportunidad de vérselas con esa bestia verde que mató a su compañera, se quedaría y lucharía, dijera lo que dijera el gobernador. Lleváoslo lejos, a un lugar seguro, señor caballero. Buena suerte a los dos.
Gerard abrió la boca para decir que él y Filo Agudo regresarían para luchar tan pronto como hubiera entregado su mensaje, pero volvió a cerrarla por miedo a hablar demasiado. Que el viejo pensara lo que quisiera.
—¿Le... importará a Filo Agudo que yo no sea el gobernador? —preguntó vacilante—. No me gustaría incomodarlo. Podría rehusar transportarme.
—Filo Agudo está entregado al gobernador, señor, pero una vez que entienda que Medan os ha enviado, os servirá bien. Por aquí, señor. Os presentaré.
El Azul escuchó atentamente mientras Gerard explicaba, tartamudeando y casi trabándose la lengua, su misión y le mostraba las órdenes de Medan.
—¿Cuál es nuestro destino? —demandó Filo Agudo.
—No se me ha concedido permiso para revelar eso todavía —contestó en tono de disculpa el caballero—. Te lo diré cuando estemos en el aire.
El dragón inclinó la cabeza para indicar su disposición a obedecer. Por lo visto no era muy hablador, y tras aquella única pregunta se sumió en un disciplinado silencio.
Se tardó un rato en ensillarlo, no porque Filo Agudo dificultase la operación en ningún sentido, pero colocar la silla y el arnés, con sus innumerables correas y hebillas, era una tarea compleja que llevaba mucho tiempo.
Gerard se vistió con la «indumentaria de cuero», que consistía en una túnica acolchada de con mangas largas, que se puso encima de un par de pantalones gruesos. Se protegió las manos con guantes y se metió un capuchón que recordaba el de un verdugo y que le tapaba la cabeza y el cuello. Todas las prendas eran de cuero. La chaqueta le quedaba grande, los pantalones eran muy rígidos y el gorro, sofocante. Casi le resultaba imposible ver por las aberturas para los ojos y se preguntó para qué se habrían molestado en hacerlas. La insignia de los Caballeros de Neraka —el lirio de la muerte y la calavera— iba incorporada en los pespuntes del acolchado.
Aparte de eso y de su espada, nada más señalaba a Gerard como un caballero negro. Guardó la valiosa carta en una mochila de cuero, y ésta la ató fuertemente a la silla.
El sol estaba alto en el cielo para cuando dragón y jinete estuvieron dispuestos para emprender el viaje. Gerard montó torpemente, necesitando la ayuda de los mozos de cuadra y del dragón, que aguantaba su incompetencia con paciencia ejemplar. Avergonzado y rojo como la grana, el caballero apenas había agarrado las riendas cuando Filo Agudo dio un increíble salto y se alzó en el aire impulsado por los potentes músculos de sus patas traseras.
El tirón hizo que el estómago de Gerard se le bajara, más o menos, hasta sus botas, y el joven se aferró con tanta fuerza que los dedos se le quedaron dormidos. Sin embargo, cuando Filo Agudo extendió las alas y ascendió hacia el cielo matinal, el espíritu de Gerard se elevó asimismo.
Nunca había entendido por qué alguien querría formar parte de una escuadrilla de dragones. Ahora sí lo comprendía. La experiencia de volar resultaba excitante a la par que aterradora. A su mente acudieron los recuerdos de aquellos sueños infantiles suyos en los que volaba como las águilas. Incluso lo había intentado hacer, saltando del tejado del granero con los brazos extendidos, sólo para ir a estrellarse en un almiar, a punto de romperse el cuello. Un estremecimiento de placer calentó su sangre y disipó el miedo que agarrotaba su vientre.
Observó cómo se alejaba el suelo a sus pies y le maravilló la sensación de que era el mundo el que lo abandonaba, en lugar de al contrario.
Lo embelesaba el silencio, un silencio absoluto y total, no lo que se llamaba silencio en tierra firme. Ese silencio estaba compuesto por diversos sonidos pequeños que eran tan constantes que ya no se oían: el piar de los pájaros, el murmullo del viento entre las hojas, el sonido de voces distantes, el murmullo de las aguas de un arroyo.
Ahora Gerard no oía nada salvo el chasquido de los tendones de las alas del dragón, y cuando el animal flotaba en las corrientes ascendentes, ni siquiera eso. El silencio lo embargaba con una sensación de euforia, de paz. Ya no formaba parte del mundo. Flotaba por encima de sus inquietudes, sus aflicciones, sus problemas. Se sentía ingrávido, cómo si se hubiese despojado del lastre de carne y huesos. La idea de regresar al suelo, de recobrar el peso, de soportar de nuevo esa carga, de repente se le antojaba aborrecible. Podría haber volado para siempre, al lugar donde el sol se iba cuando se ponía, a los espacios donde la luna se escondía.
El dragón dejó abajo las copas de los árboles.
—¿Hacia dónde? —gritó Filo Agudo con voz retumbante, sacando a Gerard de su ensueño.
—Al norte —voceó el caballero. El viento, que pasó veloz junto a él, arrastró las palabras. El dragón giró la cabeza para oír mejor—. A Solanthus.
Los ojos de Filo Agudo lo miraron con recelo, y Gerard temió que rehusara obedecer. Solanthus era un territorio libre sólo de nombre. Los Caballeros de Solamnia habían transformado la ciudad en una plaza fuertemente fortificada, seguramente la más fortificada de todo Ansalon. El Azul podría preguntarse por qué se le ordenaba volar a una plaza fuerte enemiga, y si no le gustaba la respuesta quizá decidiera tirar a su jinete de la silla.
Gerard ya preparaba una explicación, pero fue el mismo dragón el que la facilitó.
—Ah, una misión de reconocimiento —dijo y ajustó el curso de vuelo.
Filo Agudo permaneció en silencio durante el viaje, cosa que le vino bien al solámnico, que estaba preocupado con sus propios pensamientos; unos pensamientos sombríos que oscurecían el maravilloso panorama del paisaje que iba quedando allá abajo, atrás. Había hablado confiada, positivamente, sobre ser capaz de persuadir a los caballeros solámnicos para que acudiesen en ayuda de Qualinesti, sin embargo, ahora que estaba en camino empezaba a dudar de poder convencerlos.
—Señor —llamó Filo Agudo—, mira ahí abajo.
Gerard así lo hizo, y el alma se le cayó a los pies.
—Desciende —ordenó al dragón. Ignoraba si el animal lo escuchaba, de modo que acompañó las palabras con un ademán de su mano enguantada—. Quiero verlo mejor.