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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (11 page)

BOOK: El río de los muertos
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El reptil inició el descenso volando en espiral, lentamente.

—Ya es suficiente —dijo Gerard, indicando con un gesto al dragón que se estabilizara en el aire.

El caballero se inclinó en la silla, agarrándose con fuerza, y miró sobre el ala izquierda del dragón.

Un vasto ejército avanzaba por tierra, tan numeroso que se extendía cual una inmensa serpiente negra hasta donde alcanzaba la vista. Una cinta azul que culebreaba entre los verdes bosques era sin duda el río de la Rabia Blanca, que formaba la frontera de Qualinesti. La cabeza de la serpiente negra ya lo había sobrepasado, y se internaba un buen trecho en el territorio.

Gerard se inclinó hacia adelante.

—¿Podrías aumentar la velocidad? —gritó el joven caballero, y a continuación ilustró su pregunta apuntando repetidamente hacia el norte con el dedo.

—Puedo volar más deprisa —gruñó Filo Agudo—, pero a ti no te resultaría cómodo.

Gerard volvió a mirar hacia el suelo, hizo un cálculo del contingente, contó compañías, carretas de suministros, acumulando, en fin, todos los datos posibles. Apretó los dientes, se pegó contra la silla e hizo un gesto de asentimiento para que el dragón procediera.

Las enormes alas del reptil empezaron a batir. Filo Agudo apuntó con la cabeza hacia las nubes y se elevó hacia ellas.

La repentina aceleración aplastó a Gerard contra la silla. Bendijo al diseñador del casco de cuero y entendió la necesidad de las rendijas para los ojos. Aun así, el aullante viento casi lo cegó, haciéndolo llorar. El movimiento de las alas del dragón sacudía la silla atrás y adelante. A Gerard se le revolvió el estómago, pero aguantó y se aferró con todas sus fuerzas mientras rezaba para que en alguna parte hubiese dioses a los que dirigir sus plegarias.

6

La marcha a Silvanost

Nadie sabía exactamente cómo se había corrido la voz por toda la capital del reino de que las manos de la muchacha humana, llamada Mina, eran las de una sanadora. Podría pensarse que a los elfos les había llegado información sobre ella desde el mundo exterior, pero los silvanestis no habían tenido contacto con el resto del mundo desde hacía mucho tiempo, aislados por el escudo que supuestamente los protegía, pero que en realidad los estaba matando lentamente. Ningún elfo era capaz de decir dónde había oído ese rumor por primera vez, pero lo atribuía a un vecino, un primo o un transeúnte.

El rumor comenzó al caer la oscuridad y se extendió a lo largo de la noche, susurrado en la brisa nocturna cargada de perfume a flores, entonado por el ruiseñor, mencionado por el buho. Se propagó con entusiasmo y regocijo entre los jóvenes, si bien hubo otros, entre los elfos de mayor edad, que fruncieron el entrecejo al oírlo y manifestaron su recelo contra él.

La oposición más fuerte provino de los Kirath, los elfos que habían patrullado y guardado las fronteras de Silvanesti. Ellos habían observado con gran congoja cómo el escudo iba matando a todo lo que tenía vida a lo largo de la frontera. Habían combatido contra la cruel pesadilla creada por el dragón Cyan Bloodbane largos años atrás, durante la Guerra de la Lanza. Los Kirath sabían por propia y amarga experiencia con la pesadilla que el Mal podía presentarse bajo la más hermosa apariencia, sólo para volverse progresivamente espantoso cuando se le hacía frente. Advirtieron a la gente contra esa muchacha humana. Intentaron frenar los rumores que se extendían por la ciudad, tan rápidos, brillantes y escurridizos como el azogue. Pero cada vez que el rumor llegaba a una casa donde una joven madre abrazaba contra su pecho a un niño moribundo, el rumor se daba por cierto. Se desoyeron las advertencias de los Kirath.

Esa noche, cuando la luna se alzaba muy alta en el cielo —la única luna, aquella a la que los elfos jamás se habían acostumbrado a ver en el firmamento, donde antaño la plateada y la roja brillaban entre las estrellas—, los guardias de las puertas de Silvanost que vigilaban la calzada que conducía a la ciudad, una calzada de polvo de luna, divisaron una fuerza humana avanzando hacia Silvanost. Era una fuerza pequeña, veinte caballeros vestidos con la armadura negra de los Caballeros de Neraka y varios cientos de soldados de infantería que marchaban detrás. Su aspecto no era bueno. Los hombres de la infantería caminaban a trompicones, cojeando, doloridos los pies y cansados. Hasta los caballeros iban a pie, pues sus caballos habían muerto en la batalla o habían servido de alimento a sus hambrientos jinetes. Sólo uno de ellos cabalgaba, y era su cabecilla, una esbelta figura montada en un corcel rojo como la sangre.

Un millar de arqueros silvanestis, armados con los excelentes arcos largos elfos, legendarios por su precisión, observaron el paso de aquel ejército y cada cual escogió su blanco. Había tantos arqueros que, de haberse dado la orden de disparar, cada uno de esos soldados habría caído acribillado con tantas flechas como púas tiene un puerco espín.

Los arqueros elfos miraron con incertidumbre a sus oficiales. Tanto los unos como los otros habían oído los rumores. Los arqueros tenían enfermos en casa: esposas, maridos, madres, padres, hijos, todos aquejados por la enfermedad que consumía poco a poco sus vidas. Muchos de los propios arqueros padecían los primeros síntomas de la devastadora dolencia, y permanecían en sus puestos sólo por pura fuerza de voluntad. Lo mismo ocurría con sus oficiales. Los Kirath, que no pertenecían al ejército elfo, se encontraban entre los arqueros, envueltos en sus capas que se camuflaban con los árboles de los bosques que amaban, y observaron el avance con gesto adusto.

Mina cabalgó directamente hacia las puertas plateadas, entró en el radio de alcance de las flechas sin vacilar; su caballo marchaba con la testa erguida y agitando la cola. A su lado caminaba un gigantesco minotauro, sus caballeros venían tras ella, seguidos de la infantería. Al encontrarse ahora a la vista de los elfos, los soldados se esforzaron por alinearse bien en fila, enderezaron la espalda y avanzaron firmes y erguidos, aparentando no sentir temor aunque muchos debían de haber temblado al contemplar las puntas de flechas brillando bajo la luna.

Mina frenó su caballo ante las puertas y alzó la voz, que sonó clara y vibrante como las notas de una campana de plata.

—Me llamo Mina. Vengo a Silvanost en nombre del dios Único. Vengo a enseñar a mis hermanos y hermanas elfos la fe en el dios Único y a admitirlos a su servicio. Invito al pueblo de Silvanost a abrir las puertas para que entre en paz.

—No os fiéis de ella —instaron los Kirath—. ¡No le creáis!

Nadie les hizo caso, y cuando uno de los Kirath, un hombre llamado Rolan, alzó su arco para disparar una flecha a la joven humana, los que estaban a su lado lo golpearon hasta que cayó al suelo, aturdido y sangrando. Al ver que nadie prestaba oídos a sus advertencias, los Kirath recogieron a su compañero herido y abandonaron la ciudad, retirándose de nuevo a sus amados bosques.

Un heraldo avanzó y leyó una proclama.

—Su majestad el rey ordena que las puertas de Silvanost se abran a Mina, a quien su majestad nombra Exterminadora del dragón y Salvadora de los silvanestis.

Los arqueros elfos bajaron los arcos y prorrumpieron en vítores. Los guardias corrieron hacia las puertas construidas con acero, plata y magia; a pesar de parecer tan frágiles como una telaraña, la resistencia que les proporcionaban los antiguos conjuros era tal que ninguna fuerza de Krynn las habría destruido, salvo el aliento de un dragón. No obstante, Mina sólo tuvo que poner su mano sobre ellas para que se abrieran.

La joven entró en Silvanost, con el minotauro pegado a su estribo y lanzando ojeadas desconfiadas y feroces a los elfos, puesta la mano sobre la empuñadura de su espada. A continuación lo hicieron sus soldados, nerviosos, vigilantes, recelosos. Los elfos guardaban silencio tras su vítor inicial. Una muchedumbre de silvanestis se alineaba en la calzada, blanca como tiza bajo la luz de la luna. Nadie hablaba, y sólo se oían el tintineo metálico de cotas de malla, armaduras y espadas y el ruido apagado y regular de botas de las tropas al paso.

Mina sólo había recorrido un corto trecho y algunos de sus soldados todavía no habían cruzado las puertas, cuando la joven hizo detenerse a su caballo. Oyó un sonido y miró hacia la multitud.

Desmontó y dejó la calzada para dirigirse hacia el gentío. El enorme minotauro desenvainó la espada y habría ido en pos de ella para cubrirle las espaldas, pero la joven alzó una mano en una orden silenciosa, y él se frenó como si lo hubiese golpeado. Mina llegó junto a una joven elfa que intentaba en vano acallar el lloriqueo de una pequeña de unos tres años. Había sido el llanto de la niña lo que Mina había oído.

Los elfos le abrieron paso, apartándose con un respingo, como si su roce les hiciese daño. Sin embargo, una vez que hubo pasado, algunos de los más jóvenes extendieron las manos, titubeantes, para volver a tocarla. Ella no les hizo caso y cuando llegó ante la mujer se dirigió a ella hablando en elfo.

—Tu pequeña llora. Arde de fiebre. ¿Qué le ocurre?

La madre estrechó a la niña protectoramente e inclinó la cabeza sobre ella; sus lágrimas cayeron en la frente ardorosa de su hija.

—Sufre el mal consumidor. Lleva enferma varios días, y no deja de empeorar. Me temo que... se está muriendo.

—Déjamela —dijo Mina mientras tendía las manos.

—¡No! —La elfa apretó contra sí a la niña—. ¡No, no le hagas daño!

—Déjamela —repitió quedamente.

La madre alzó los ojos temerosos hacia los de la joven humana. El cálido ámbar fluyó sobre la madre y la hija, y la elfa le tendió la niña a Mina. La pequeña pesaba muy poco; parecía tan liviana como un fuego fatuo.

—Te bendigo en nombre del Único —entonó Mina— y te llamo de vuelta a esta vida.

El llanto de la pequeña cesó; se quedó fláccida en brazos de Mina, y los elfos mayores dieron un respingo.

—Ahora está bien —dijo Mina mientras le entregaba a la pequeña—. La fiebre ha desaparecido. Llévala a casa y mantenía caliente. Vivirá.

La madre contempló temerosa el semblante de la niña y luego soltó un grito de alegría. El lloriqueo había cesado y se había quedado fláccida porque ahora dormía plácidamente. Tenía la frente fresca y respiraba con facilidad.

—¡Mina! —gritó la mujer al tiempo que caía de rodillas—. ¡Bendita seas!

—Yo no —contestó la joven—. El Único.

—¡El dios Único! —entonó la madre—. Le doy gracias al Único.

—¡Mentiras! —chilló un elfo, que se abrió paso a empujones entre la multitud—. Mentiras y blasfemias. El único dios verdadero es Paladine.

—Paladine os abandonó —repuso Mina—. Paladine se marchó. El dios Único está con vosotros. El Único se preocupa por vosotros.

El elfo abrió la boca para expresar una dura réplica, pero Mina se adelantó antes de que pudiese hablar.

—Tu amada esposa no te acompaña esta noche.

El elfo cerró la boca y, mascullando entre dientes, empezó a dar media vuelta para marcharse.

—Se encuentra en casa, enferma —continuó Mina—. No se siente bien desde hace mucho, mucho tiempo. Ves cómo se va consumiendo de día en día, tendida en el lecho, incapaz de caminar. Esta mañana ni siquiera podía levantar la cabeza de la almohada.

—¡Se está muriendo! —clamó ásperamente el elfo, sin volver la cabeza hacia Mina—. Muchos han muerto. Soportamos nuestros sufrimientos y seguimos adelante.

—Cuando llegues a casa, tu esposa te recibirá en la puerta —afirmó Mina—. Te tomará de las manos y bailaréis en el jardín como solíais hacer.

El elfo se volvió hacia la joven. Las lágrimas corrían por sus mejillas y su expresión era recelosa, incrédula.

—Esto es alguna clase de truco.

—No, no lo es —respondió, sonriente, Mina—. Digo la verdad, y lo sabes. Ve con ella. Ve y lo verás.

El elfo la miró fija, intensamente, y después, con un grito ahogado, se abrió paso a empujones y desapareció entre la multitud.

Mina extendió la mano hacia una pareja. El padre y la madre llevaban de la mano a dos niños. Eran gemelos; estaban delgados y lánguidos, sus rostros infantiles tan transidos de dolor que parecían las caras arrugadas de unos ancianos. La joven hizo un gesto a los chiquillos para que se acercaran a ella.

—Venid —pidió.

Los niños se encogieron y se echaron hacia atrás.

—Eres humana —dijo uno de ellos—. Nos odias.

—Nos matarás —abundó su hermano—. Lo dice mi padre.

—Para el Único da lo mismo que seas humano, elfo o minotauro. Todos somos sus hijos. Pero debemos ser unos hijos obedientes. Venid a mí. Venid al dios Único.

Los chiquillos miraron a sus padres, que a su vez miraron a Mina sin pronunciar palabra, sin hacer gesto alguno. La multitud contemplaba el drama en absoluto silencio. Finalmente, uno de los crios se soltó de la mano de la madre y se adelantó, caminando con pasos vacilantes, débiles, y asió la mano de Mina.

—El Único tiene poder para sanar a uno de los dos —manifestó la joven—. ¿A cuál de vosotros será, a ti o a tu hermano?

—A mi hermano —contestó de inmediato el chiquillo.

Mina puso su mano sobre la cabeza del niño.

—El Único admira el sacrificio. Se siente complacido. El Único os cura a ambos.

Un color saludable tifió las pálidas mejillas del chiquillo. Los lánguidos ojos brillaron con vida y vigor. Las débiles piernas dejaron de temblar, y la espalda encorvada se irguió. El otro chico se soltó de su padre y corrió junto su hermano; los dos se abrazaron a Mina.

—¡Bendita! ¡Bendita seas, Mina! —empezaron a clamar los silvanestis más jóvenes y se aproximaron a ella extendiendo las manos para tocarla, suplicándole que los sanara, a sus esposas, a sus maridos, a sus hijos. La multitud se agolpó alrededor de la joven hasta el punto de que ésta corrió el peligro de morir en el despliegue de adoración.

El minotauro, Galdar, segundo al mando de Mina y autoproclamado guardián de la joven, se abrió paso entre la muchedumbre. Agarró a Mina y la sacó de la enfervorizada masa, apartando a empujones a los desesperados elfos.

Mina montó a caballo, se irguió sobre los estribos y alzó la mano para pedir silencio. Los elfos callaron al punto, ansiosos por escuchar sus palabras.

—Se me ha concedido que os diga que todos aquellos que se lo pidan con humildad y reverencia al dios Único serán curados de la enfermedad que os aqueja y que provocó el dragón Cyan Bloodbane. El Único os ha liberado de ese peligro. Orad al Único de rodillas, reconocedlo como el único dios verdadero de los elfos y seréis curados.

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