Los kenders que utilizan esta técnica casi nunca llegan a donde van, pero dirán que siempre llegan a donde tienen que estar. Y de esta suerte Tasslehoff deambuló por los bosques de Foscaterra durante muchas horas (él
nunca
se perdía) sin encontrar Solanthus ni la salida, y estaba a punto de utilizar la brújula corporal una última vez cuando oyó voces, voces de verdad, vivas, no los susurros cosquilleantes de los pobres espíritus.
La reacción natural de Tasslehoff habría sido presentarse a los dueños de las voces, que quizás andaban perdidos, y ofrecerse para mostrarles en qué dirección estaba el norte. Sin embargo, en ese momento oyó otra voz. Ésta se encontraba dentro de su cabeza, y pertenecía a Tanis el Semielfo. A menudo Tasslehoff oía la voz de Tanis en ocasiones similares a ésa, recordándole que se detuviera a pensar si lo que iba a hacer «conducía a una larga vida». A veces Tas hacía caso a la voz que sonaba en su cabeza, y a veces, no; casi, casi, lo mismo que pasaba entre ellos cuando Tanis aún estaba vivo.
Esta vez Tas recordó que huía de Dalamar y de Palin, los cuales querían matarlo, y que podrían haber salido en persona —o enviado secuaces— a darle caza. El kender no estaba seguro de lo que significaba «secuaz» —le sonaba a un tipo de pez pequeño—, pero decidió que trepar a un árbol y esconderse entre las ramas era algo que conduciría a una larga vida.
Tasslehoff trepó con destreza y rapidez y enseguida se encontró instalado cómodamente a gran altura, entre las agujas de la conifera. Las voces —tres—, con sus correspondientes cuerpos, pasaron caminando justo debajo de él.
Al ver que eran Caballeros de Takhisis o de Neraka o comoquiera que se llamaran entonces, Tas se alegró de haber hecho caso a Tanis. Todo un ejército, caballeros y soldados de infantería, marchó bajo el árbol de Tas. Avanzaban a buen paso y no parecían sentirse muy animados. Algunos lanzaban miradas inquietas a izquierda y derecha, como si buscasen algo, mientras que otros mantenían la mirada fija al frente, temerosos de lo que podrían ver si echaban ojeadas a los lados.
Casi no hablaban entre ellos, y si lo hacían era en voz baja. El final de la fila de soldados pasaba por debajo de Tasslehoff, y el kender se felicitaba a sí mismo por el éxito de evitar ser detectado, cuando la cabeza de la marcha se detuvo, lo que significó que la parte de atrás también tuvo que pararse.
Los soldados se quedaron inmóviles debajo del árbol. Respiraban con esfuerzo y parecían agotados, a punto de desplomarse, pero cuando se transmitió la orden de que habría un descanso de quince minutos, ninguno de ellos pareció alegrarse. Unos cuantos se sentaron en cuclillas, pero no salieron del sendero ni se desprendieron de las mochilas.
—Pues yo digo que sigamos adelante —comentó uno—. No quiero pasar otra noche en esta guarida de muertos.
—En eso tienes razón —contestó otro—. Marchemos a Solanthus, ahora mismo. Sería un alivio sostener un combate con un enemigo de carne y hueso.
—Somos doscientos, y vamos a tomar Solanthus —añadió un tercero—. ¡Tonterías! Aunque fuésemos doscientos mil no podríamos tomar esa ciudad, ni siquiera con la ayuda del dios Único. Tiene murallas del tamaño del Monte Noimporta, y también máquinas infernales, según me han contado. Balistas gigantescas capaces de derribar a un dragón en vuelo.
—Igual que dijiste que nunca tomaríamos la ciudad elfa —replicó uno de sus camaradas, irritado—. ¿Os acordáis, muchachos? «Tendríamos que ser doscientos mil para barrer a esos orejas puntiagudas.»
Los demás se echaron a reír, pero eran risas nerviosas, en tono bajo y muy breves.
—Allá vamos otra vez —anunció uno mientras se incorporaba.
Los otros se levantaron y formaron en fila. Los de delante se volvieron para decirles algo a los de detrás.
—Ojo avizor al kender. Pasad la orden. —La advertencia llegó al final de la columna—. Ojo avizor al kender.
Los soldados que cerraban la marcha esperaron con impaciencia que los de delante se movieran. Por fin, con una lenta sacudida, la columna empezó a avanzar y poco después Tas los perdió de vista.
—«Ojo avizor al kender» —repitió Tas—. ¡Ja! Ésos deben de ser los secuaces de Dalamar. Me equivoqué en lo de los peces. Voy a quedarme aquí hasta que esté seguro de que se han marchado. Me pregunto quién será ese tal dios Único. Debe de ser muy aburrido tener un solo dios. A menos, claro, que fuera Fizban. Claro que, entonces, seguramente no habría mundo, porque no dejaría de perderlo por ahí, como hace con su sombrero. —El kender soltó un ahogado gemido al reparar en que el ejército se encaminaba en la misma dirección que su dedo había señalado—. Van hacia el norte. Eso significa que tengo que ir en otra dirección. La opuesta, de hecho.
Y así fue como Tasslehoff logró finalmente salir de Foscaterra y a la calzada que conducía a Solanthus, demostrando, una vez más, que la brújula corporal kender funcionaba.
* * *
Al llegar a la gran ciudad fortificada de Solanthus, Tasslehoff caminó alrededor de las murallas hasta dar con la entrada principal. Allí se detuvo para descansar un poco y observar con interés la multitud de gente que iba y venía. Los que entraban formaban una larga fila que avanzaba muy despacio. La gente que iba a pie se abanicaba o charlaba con los que estaban delante o detrás. Los granjeros dormitaban en sus carretas, ya que los caballos avanzaban por sí mismos a medida que lo hacía la fila. Los soldados apostados fuera de la muralla vigilaban para asegurarse de que la hilera siguiera moviéndose, que nadie se impacientara e intentara abrirse paso a codazos. La gente no parecía demasiado molesta por el retraso, sino que daba la impresión de que esperaba que ocurriera así y se lo tomaba con calma.
Los guardias interrogaban a cada persona que entraba en la ciudad. Se registraban las bolsas y las carretas. Si las carretas transportaban mercancías, éstas se registraban también: se abrían los sacos, se levantaban las tapas de las cajas y se hurgaban con horquillas las cargas de heno. Una vez familiarizado con el procedimiento y dispuesto a cumplirlo a rajatabla, Tasslehoff se puso al final de la fila.
—¡Hola! ¿Cómo estás? —saludó a una mujerona con aspecto de matrona que llevaba una gran cesta de manzanas y cotorreaba con otra mujerona que llevaba un cesto de huevos—. Me llamo Tasslehoff Burrfoot. Vaya, qué cola tan larga. ¿Hay alguna otra entrada?
Las dos se volvieron para mirarlo, y ambas lo contemplaron ceñudas; una incluso agitó un puño.
—Mantente lejos de mí, pequeña sabandija. Estás perdiendo el tiempo. A los kenders no les permiten entrar en la ciudad.
—Pues qué sitio tan poco amistoso —comentó Tasslehoff antes de apartarse.
No llegó lejos, sin embargo. Se sentó a la sombra de un árbol próximo a la entrada principal para comerse la manzana a gusto. Mientras masticaba, observó que aunque no se veía entrar a ningún kender en la ciudad, sí vio salir a dos, acompañados por los guardias.
Tas esperó hasta que los kenders se levantaron del suelo, se sacudieron el polvo y recogieron sus saquillos. Entonces empezó a agitar la mano y a gritar. Satisfechos como siempre de encontrar a uno de los suyos, los dos kenders corrieron a saludarle.
—Cenizo Pulgarazote —se presentó uno.
—Campanilla Espínula —se presentó la otra.
—Tasslehoff Burrfoot —correspondió Tas.
—No, ¿de verdad? —dijo Campanilla, muy complacida—. Vaya, pero si nos conocimos la semana pasada. Sin embargo no pareces el mismo. ¿Te has hecho algo en el pelo?
—¿Qué llevas en los saquillos? —inquirió Cenizo.
Entre la excitación de responder esa pregunta interesante que se produjo a continuación, a la que siguió la pregunta de Tas sobre qué llevaban en sus saquillos y una ronda general de volcar los contenidos e intercambio de objetos, Tas explicó que no era uno de los innumerables Tasslehoffs que andaban por todo Ansalon, sino que era el original. Se sintió particularmente orgulloso de mostrar las piezas del ingenio de viajar en el tiempo, acompañándolo con la historia de cómo Caramon y él habían viajado al pasado y cómo lo había llevado inadvertidamente al Abismo y cómo lo había vuelto a trasladar a un futuro que no era su futuro, sino el de algún otro.
Los dos kenders se mostraron muy impresionados y muy felices de cambiar sus más valiosas posesiones por piezas del ingenio. Tas las vio desaparecer en los saquillos de Cenizo y de Campanilla, sin albergar demasiadas esperanzas de que permanecieran allí. Sin embargo, valía la pena intentarlo. Finalmente, cuando se hubieron intercambiado todos los objetos posibles y se hubieron contado todas las historias que podían contarse, les explicó por qué había ido a Solanthus.
—Tengo una misión —anunció, y los otros dos kenders asumieron una expresión muy respetuosa—. Busco a un caballero solámnico.
—Pues has venido al lugar adecuado —dijo Cenizo mientras señalaba con el pulgar hacia las murallas de la ciudad—. Ahí dentro hay caballeros a montones.
—¿Qué planeas hacer una vez que tengas uno? —quiso saber Campanilla—. A mí no me parece que sean muy divertidos.
—Busco a un caballero en particular, no a uno cualquiera —explicó Tas—. Lo tuve un tiempo, ¿sabes?, pero lo perdí, y esperaba que hubiera venido aquí al ser un sitio donde los caballeros tienden a congregarse, o eso tengo entendido. Es, más o menos, así de alto —Tas se incorporó y se puso de puntillas, con el brazo extendido hacia arriba—, y muy, muy feo, incluso para un humano, y tiene el pelo del color de los molletes de harina de maíz de Tika.
Los dos kenders sacudieron la cabeza. Habían visto a montones de caballeros —describieron a varios—, pero a Tas no le interesaban ésos.
—He de encontrar al mío —dijo mientras volvía a sentarse en cuclillas—. Él y yo somos buenos amigos. Supongo que tendré que ir a buscarlo personalmente. Esas señoras me dijeron... Por cierto, ¿os apetece una manzana? Bueno, como os decía, esas señoras me contaron que a los kenders no nos dejan entrar en Solanthus.
—Eso no es cierto. En Solanthus se aprecia mucho a los kenders —le aseguró Campanilla.
—Lo que pasa es que tienen que decir eso para guardar las apariencias —añadió Cenizo.
—En Solanthus no meten en la cárcel a los kenders —continuó Campanilla con entusiasmo—. ¡Imagínate! Cuando te atrap... ¡Ejem! Cuando te encuentran, te ponen una escolta armada que te acompaña por la ciudad...
—Para que veas los lugares de interés...
—Y te echan por la puerta principal. Como a una persona normal y corriente.
Tasslehoff estuvo de acuerdo en que Solanthus parecía un sitio maravilloso. Lo único que tenía que hacer era encontrar un acceso a la ciudad. Sus nuevos amigos le proporcionaron información sobre varias entradas que eran poco conocidas por la gente, y añadieron que era mejor tener una ruta alternativa por si acaso resultaba que la primera que intentara había sido cerrada por los guardias.
Después de despedirse de sus nuevos amigos, Tas fue a probar suerte. La segunda ubicación funcionó extraordinariamente bien (se nos ha pedido que no la revelemos) y sólo tras una hora de brega, Tasslehoff entró en la ciudad de Solanthus. El kender estaba acalorado y sudoroso, sucio y lleno de arañazos, pero sus saquillos se encontraban intactos y eso, por supuesto, era de primordial importancia.
Fascinado por la inmensidad de la urbe, así como por la ingente cantidad de personas, deambuló por las calles hasta que le dolieron los pies, y las manzanas que había tomado de comida sólo fueron un lejano recuerdo. Vio montones de caballeros, pero ninguno que se pareciese a Gerard. Tas habría parado a alguno de ellos para preguntar, pero temía que le dieran el amable trato que le habían descrito los otros dos kenders, y aunque le habría gustado que unos guardias armados le enseñaran los lugares de interés de la ciudad, y de que nada le habría encantado más que ser lanzado por el aire a través de las puertas principales, no le quedó más remedio que renunciar a esos placeres en favor de la más importante tarea de cumplir su misión.
Cerca ya del anochecer, Tas empezó a sentirse realmente enfadado con Gerard. Habiendo decidido que el caballero tendría que estar en Solanthus, el hecho de que no se encontrara donde se suponía era muy irritante. Cansado de recorrer las calles buscándolo, harto de esquivar a guardias de la ciudad (lo que al principio resultó divertido, pero que se volvió aburrido al cabo de un tiempo), Tas decidió que se sentaría y dejaría que fuese Gerard quien lo encontrase
a él,
para variar. El kender se acomodó a la sombra de una gran estatua, cerca de una fuente próxima a la entrada principal, en la calle mayor, imaginando que desde allí vería a todos los que entraban y salían, y que Gerard acabaría dando con él antes o después.
Se encontraba sentado, con la barbilla apoyada en la mano e intentando decidir qué posada iba a honrar con su presencia a la hora de la cena, cuando vio entrar por las puertas a alguien conocido. No era Gerard, sino alguien mucho mejor. Tasslehoff se incorporó de un brinco y soltó un grito de alegría.
—¡Goldmoon! —llamó a voces mientras agitaba las manos.
Mostrando gran respeto por los ropajes blancos de Goldmoon, que la señalaban como una mística de la Ciudadela de la Luz, uno de los guardias la acompañaba como escolta al interior de la ciudad. Luego señaló en una dirección. Ella asintió y le dio las gracias. El guardia saludó llevándose la mano a la frente y después regresó a su puesto. Una figura pequeña y cubierta de polvo trotaba detrás de Goldmoon, y se veía en apuros para mantener el paso de las largas zancadas de la mujer. Tas no prestó mucha atención a esa persona. Se sentía tan contento y tan agradecido de ver a Goldmoon que no se fijaba en nadie más, y se olvidó completamente de Gerard. Si había alguien que pudiera salvarlo de Dalamar y de Palin, era Goldmoon.
Tas corrió a través de la avenida atestada de viandantes. Chocando contra la gente y evitando ágilmente el largo brazo (y las manos) de la ley, Tasslehoff estaba a punto de saludar a Goldmoon con el estrecho abrazo habitual cuando se paró en seco.
Era Goldmoon, pero no lo era. Seguía en el cuerpo joven que tan aborrecible había sido para ella. Seguía siendo hermosa, con su brillante cabello rubio plateado y sus encantadores ojos, pero llevaba el pelo despeinado y desgreñado y en su mirada había algo de vago y distante, como si no viese lo que tenía cerca, sino que contemplara algo muy lejano. Sus ropas blancas estaban manchadas de barro y con el repulgo deshilachado y rozado. Parecía cansada hasta el punto de desplomarse en cualquier momento, pero caminaba resueltamente, usando un cayado de madera como apoyo. La persona pequeña y polvorienta mantenía su paso.