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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (38 page)

BOOK: El río de los muertos
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—He rodeado la Torre con una barrera mágica —manifestó, severo, el hechicero elfo—. El kender no puede haber escapado.

—Eso habrá que verlo —comentó Palin.

Asaltado por una sensación de sobrecogimiento y excitación, entró en el laboratorio que había sido de su tío, el lugar donde Raistlin había llevado a cabo algunos de sus hechizos más poderosos y horrendos. Tales sensaciones se evaporaron rápidamente para ser reemplazadas por la tristeza y la desilusión que cualquier persona experimenta al regresar a la casa de su niñez y descubrir que es más pequeña de lo que recordaba y que los propietarios actuales la han descuidado.

La legendaria mesa de piedra, tan grande que un minotauro podría tumbarse en ella, estaba cubierta de polvo y excrementos de ratón. Jarros que en un tiempo guardaban los experimentos de los intentos de Raistlin Majere de crear vida seguían en las estanterías, con sus contenidos secos y consumidos. Los fabulosos libros de hechizos que pertenecieron no sólo a Raistlin Majere, sino también al archimago Fistandantilus, yacían desperdigados y en desorden, con los lomos desmenuzándose y las hojas sucias y cubiertas de telarañas.

Palin se levantó para estirar las piernas acalambradas. Cogió la lámpara a cuya luz había estado leyendo y caminó hacia el fondo del laboratorio, donde se encontraba el Portal al Abismo.

El temido Portal, creado por los magos de Krynn para permitir que aquellos con la fe, el coraje y el poder mágico suficientes entraran en el oscuro reino de Takhisis. Raistlin Majere lo había hecho, pagando cara su osadía. Tan fuerte era la perversidad del Portal que Dalamar, como Señor de la Torre, había sellado el laboratorio y todo cuanto albergaba en su interior.

La tela de la cortina que otrora cubría el acceso se había podrido y colgaba en jirones. Las cabezas talladas de los cinco dragones que habían brillado radiantemente en homenaje a la Reina de la Oscuridad estaban oscuras. Las telarañas les cubrían los ojos, las arañas anidaban en sus bocas. Antaño daban la sensación de estar lanzando un silencioso grito; ahora parecía que boqueaban para coger aire. Palin miró más allá de las cabezas, dentro del Portal.

Donde antes había eternidad ahora sólo quedaba una oquedad vacía, no muy grande, cubierta de polvo y poblada de arañas.

Al oír el roce del repulgo de una túnica en los escalones que conducían al laboratorio, Palin se apartó apresuradamente del Portal, regresó a su asiento y fingió estar de nuevo absorto en la lectura de los antiguos libros de conjuros.

—El kender ha escapado —informó Dalamar mientras abría la puerta.

Una simple ojeada a la expresión fría y furiosa del elfo fue suficiente para que Palin se tragara el comentario de «te lo dije».

—Realicé un conjuro que me descubriría la presencia de cualquier ser vivo en el edificio —continuó Dalamar—. El hechizo te localizó a ti y a miles de roedores, pero a ningún kender.

—¿Cómo logró salir? —inquirió Palin.

—Acompáñame a la biblioteca y te lo mostraré.

A Palin no le importó demasiado abandonar el laboratorio. Se llevó consigo los libros que todavía no había examinado, porque no tenía intención de regresar allí. Lamentaba haber ido.

—Falta de previsión por mi parte, sin duda, ¡pero jamás imaginé que fuera necesario tapar mágicamente la chimenea! —comentó Dalamar. Se agachó para examinar el interior del hogar e hizo un gesto irritado—. Mira, hay un montón de hollín caído en el suelo, así como varios trozos de piedra rotos que aparentemente se han soltado de la pared. La chimenea es estrecha, y la subida larga y ardua, pero eso sólo sería un acicate para el kender, en lugar de desanimarlo. Una vez fuera, pudo descender por un árbol y abrirse camino por Foscaterra.

—Foscaterra está abarrotada de muertos... —empezó Palin.

—Un aliciente más para un kender —lo interrumpió secamente Dalamar.

—Yo tengo la culpa. No debí perderlo de vista pero, para ser sincero, no pensé que hubiera una posibilidad de que escapara.

—Es muy propio de la retorcida terquedad de esos pequeños chinchosos. Cuando quieres librarte de alguno, es de todo punto imposible. Y para una vez que queremos tener cerca a uno, no podemos retenerlo. Quién sabe dónde ha ido. Podría encontrarse a mitad de camino de Flotsam a estas alturas.

—Los muertos...

—No lo molestarán. Es la magia lo que persiguen.

—Para entregártela a ti —dijo amargamente Palin.

—Sólo migajas. No he conseguido descubrir qué hacen con el resto. Casi puedo verla ahí fuera, como un vasto océano, y sin embargo recibo únicamente un hilillo, apenas suficiente para aplacar mi sed. Jamás bastante para saciarla. Al principio, cuando el Hechicero Oscuro me condujo a descubrir la necromancia, se me daba toda la que necesitaba. Mi poder era inmenso, y se me ocurrió trasladarme a este lugar para incrementar ese poder. Descubrí, demasiado tarde, que yo mismo me había metido en una celda.

»
Entonces supe por Jenna —continuó— que había llegado a tus manos el ingenio mágico de viajar en el tiempo. Por primera vez en muchos años sentí renacer la esperanza. Por fin ese objeto ofrecía una salida.

—Para ti —comentó fríamente Palin.

—¡Para todos nosotros! —replicó Dalamar, cuyos ojos oscuros centellearon—. En cambio, ¿qué me encuentro? Que lo has roto. ¡Y no sólo eso, sino que te las has arreglado para esparcir las piezas por toda la Ciudadela de la Luz!

—¡Mejor eso que dejar que Beryl se apoderase de él!

—Quizá ya lo tiene en su poder. Quizás es lo bastante lista para recoger los fragmentos y...

—No sabría cómo encajarlos entre sí. Ni siquiera estoy seguro de que nosotros pudiésemos hacerlo. —Palin gesticuló hacia los libros apilados en el escritorio—. No he conseguido encontrar ninguna referencia sobre qué hacer si el ingenio se rompe.

—Porque en ningún momento se pensó que se rompería. Su creador no tenía ni idea de que los muertos se cebarían con su magia. ¿Cómo iba a imaginar algo así? Esas cosas no ocurrían en el Krynn de los dioses. En el Krynn que conocíamos.

—¿Y por qué los muertos han empezado a alimentarse ahora de la magia? —se preguntó Palin—. ¿Por qué no hace cinco años o diez? La magia primigenia me funcionó durante un tiempo, igual que la necromancia te funcionó a ti y la curación le funcionó a Goldmoon y a los místicos. Los muertos nunca nos habían estorbado ni habían interferido en nuestra magia.

—Los más sabios entre nosotros nunca llegaron a saber realmente qué ocurría con los espíritus de los muertos —reflexionó Dalamar—. Sabíamos que algunos se quedaban en este plano, los que seguían teniendo vínculos con este mundo, como tu tío, o los que estaban condenados a permanecer en él. El dios Chemosh tenía potestad sobre esos espíritus que no gozaban del descanso, pero ¿y el resto? ¿Adónde iban? Como nadie regresó nunca para contárnoslo, jamás lo descubrimos.

—Los clérigos de Paladine enseñaban que las almas benditas abandonaban este estadio de desarrollo vital para viajar al siguiente —dijo Palin—. Eso era lo que mis padres creían. Sin embargo...

Miró hacia la ventana, esperando —y temiendo— ver el espíritu de su padre entre aquellos desdichados fantasmas.

—Te diré lo que creo yo —contestó Dalamar—. Ojo, sólo es una opinión, no una certidumbre. Si a los muertos antes se les permitía partir, ahora se les impide hacerlo. La noche de la tormenta... ¿Te llamó la atención esa tormenta horrible?

—Sí. No era normal. Estaba cargada de magia.

—Había una voz en ella —siguió Dalamar—. Una voz que retumbaba en el trueno y chisporroteaba en los relámpagos. Casi podía oírla y entenderla. Casi, pero no del todo. La voz lanzó una llamada esa noche, y fue entonces cuando los muertos empezaron a congregarse ingentemente en Foscaterra. Los observaba desde la ventana, fluyendo desde todas las direcciones, un inmenso río de almas. Habían sido convocados aquí con algún propósito. Qué propósito es ése no...

—¡Ah de la Torre! —llamó una voz desde abajo, al tiempo que sonaban golpes en la puerta.

Estupefactos, Palin y Dalamar se miraron sin salir de su asombro.

—¿Quién será? —preguntó Palin, pero se dio cuenta, no bien acabó de pronunciar las palabras, de que hablaba consigo mismo.

El cuerpo de Dalamar continuaba delante de él, pero podría ser un muñeco de cera expuesto en cualquier feria ambulante. Tenía los ojos abiertos, fijos en Palin, pero no lo veían. Respiraba, pero ésa era la única señal de vida en él.

Antes de que Palin tuviese tiempo de reaccionar, los ojos de Dalamar parpadearon, y la vida y la mente pensante regresaron a ellos.

—¿Qué pasa? —demandó Palin.

—Son dos Caballeros de Neraka, como se llaman a sí mismos actualmente. Uno es un minotauro, y el otro es muy extraño.

Mientras hablaba, Dalamar empezó a llevar, casi a rastras, a Palin a través de la habitación. Al llegar a la pared del fondo, apretó una piedra de un modo especial. Parte de la pared se deslizó a un lado, revelando una angosta abertura y una escalera.

—¡No deben encontrarte aquí! —apremió el elfo mientras empujaba a Palin para que entrara.

El otro mago había llegado a la misma conclusión.

—¿Cómo han viajado a través del bosque? ¿Cómo encontraron la Torre...?

—¡No hay tiempo para eso ahora! ¡Baja la escalera! —siseó Dalamar—. Conduce a una cámara situada en la biblioteca. Hay un orificio en la pared, por el que podrás ver y oír. ¡Ve, rápido! Empezarán a sospechar.

Los golpes en la puerta y los gritos habían aumentado.

—¡Hechicero Dalamar! —retumbó la voz profunda del minotauro—. ¡Hemos recorrido un largo trecho para hablar contigo!

Palin se agachó y entró. Dalamar empujó la sección de la pared y ésta se deslizó silenciosamente a su sitio, dejando a Palin completamente a oscuras.

El mago dedicó unos segundos a tranquilizarse tras el momento de alarma y aturullamiento, y luego tanteó la fría pared de piedra. Intentó realizar un conjuro de luz, dudoso de tener éxito; el hechizo funcionó perfectamente, para gran alivio del mago. Una llama, pequeña como la de una vela, ardía en la palma de su mano.

Palin bajó los escalones rápida y silenciosamente, sin apartar la otra mano de la pared para mantener la estabilidad. La escalera descendía en espiral en un ángulo tan pronunciado que, al girar en la última vuelta, se topó con un muro liso de forma tan repentina que por poco no se golpeó la cabeza en él.

Buscó el orificio del que le había hablado Dalamar, pero no encontró nada. Las piedras estaban encajadas sólidamente entre sí; no había grietas ni resquicios en la argamasa. De no ser porque oía voces que sonaban cada vez más claras, quizás habría temido que el elfo se hubiera valido de ese engaño para encerrarlo.

Palin extendió la mano y empezó a tantear cada piedra. Las primeras eran sólidas, frías, duras, toscas. Tanteó más arriba, por encima de su cabeza, y al intentar tocar una de las piedras vio que la mano pasaba a través de ella.

«Por supuesto —se dijo para sus adentros—. Dalamar es más alto que yo. Me saca la cabeza. Debería haberlo tenido en cuenta.»

Disipada la imagen ilusoria de la piedra, Palin contempló la biblioteca a través de ella. Desde su aventajada posición, podría ver el escritorio, la persona que estuviera sentada tras él y a cualquier visitante. Podría oír cada palabra tan claramente como si se encontrara en la estancia, y tuvo que hacer un esfuerzo para dominar la inquietante sensación de que los que estuviesen dentro lo verían a él con igual facilidad.

Quizás el aprendiz Dalamar se había escondido allí antaño para espiar a Raistlin Majere, su
shalafi.
La idea le dio que pensar a Palin mientras se preparaba para observar lo que ocurriera dentro, un procedimiento algo incómodo, puesto que tenía que estirarse todo lo posible, cuello incluido, para ver a través del orificio. La posibilidad de que Raistlin estuviera enterado de que su aprendiz lo espiaba no lo ayudó a sentirse más cómodo. Se acordó que él había estado en esa biblioteca y que indudablemente habría mirado esa pared sin imaginarse que una pequeña parte de ella no era real.

La puerta se abrió y Dalamar hizo entrar a sus visitantes. Uno era un minotauro corpulento, con su apariencia bestial y el brillo de inteligencia en sus ojos animales que resultaba desconcertante y peligroso por igual. El otro caballero negro era, como Dalamar había dicho, «muy extraño».

—Vaya... —exclamó en un susurro Palin, impresionado al verla entrar en la biblioteca del elfo, brillante la armadura a la luz del fuego—. ¡La conozco! Es decir, la conocía. ¡Mina!

La chica entró en la estancia y miró alrededor con lo que al principio Palin interpretó como ingenuo asombro. Observó los estantes de libros, el escritorio bellamente tallado, las polvorientas cortinas de terciopelo, las desgastadas alfombras de seda de fabricación elfa que cubrían el suelo de piedra. El mago conocía a las adolescentes —había tenido alumnas en su escuela— y esperaba oír los habituales chillidos a la vista de los objetos más espeluznantes, como la calavera de un draconiano baaz. (Raistlin se había dedicado al estudio de esas criaturas en cierto momento, quizá con intención de recrearlas él mismo. El resto del esqueleto se hallaría en el viejo laboratorio, junto con algunos órganos internos conservados en una solución dentro de un jarro.)

Mina permaneció silenciosa y aparentemente sin inmutarse por lo que veía, incluido Dalamar.

Recorrió la habitación con la mirada, sin perder detalle. Se volvió hacia la pared tras la cual se escondía Palin y sus ojos del color del ámbar se quedaron prendidos exactamente en el punto donde estaba el mago oculto. Palin tuvo la impresión de que lo veían a través de la imagen ilusoria con tanta claridad como si se encontrara en la habitación. La sensación fue tan intensa que reculó y miró en derredor buscando una vía de escape, pues estaba convencido de que el siguiente movimiento de la chica sería señalar en su dirección, exigiendo su captura.

Los ojos siguieron fijos en él, lo absorbieron. El ámbar líquido lo rodeó, se solidificó y después continuó investigando la estancia. La joven no dijo nada, no lo mencionó, y los desbocados latidos del corazón del mago empezaron a recobrar un ritmo más normal.

Por supuesto que no lo había visto, se reprendió para sus adentros. No podía de ningún modo. Pensó en la última vez que la había visto, una huérfana en la Ciudadela de la Luz. Por entonces era una chiquilla escuálida, de rodillas huesudas y una densa mata de espléndido cabello rojo. Ahora se había convertido en una joven, con el pelirrojo cabello casi rapado, disfrazada con una armadura de caballero. Empero, la expresión de su rostro no tenía nada de infantil, sino que era resuelta, decidida, segura; todo eso y mucho más. Exaltada...

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