Authors: Isaac Asimov
—¿Y había algo estropeado?
—Nada absolutamente. Todo era perfecto. Liso y perfecto como el luminífero éter. Sólo un pequeño e insignificante detalle me turbó... "no había mineral".
—Te diré lo que hay, Mike. Nos hemos encontrado con misiones asquerosas en nuestra vida, pero se lleva la palma la del asteroide de iridio. Todo esto es de una complicación que sobrepasa la resistencia. Mira, este robot Dv-5 tiene seis robots que dependen de él. Y no sólo que dependen de él... que forman parte de él.
—Lo sé...
—¡Cállate! Yo sé que lo sabes, pero estoy diciéndote Cuál es el busilis de la cosa. Estos seis robots forman parte de ti, y les dan sus órdenes no por radio ni de viva voz, sino directamente a través de campos positrónicos. Ahora bien..., no hay en toda la U.S. Robots un solo robotista que sepa lo que es un campo positrónico ni cómo funciona. Yo tampoco lo sé. Ni tú.
—Esto último —dijo Donovan— ya lo sabía.
—Fíjate en nuestra posición. Si todo funciona... ¡bien! Si algo va mal..., estamos listos y no podemos probablemente hacer nada, ni nosotros ni nadie. Pero la misión nos corresponde a nosotros y a nadie más, de manera que estamos en un atolladero.
Permaneció un momento silencioso, mirando al vacío y prosiguió:
—En fin... ¿lo tienes ahí fuera?
—Sí.
—¿Está todo normal, ahora?
—Pues... por ahora no tiene la manía religiosa ni anda describiendo círculos y recitando tonterías, de manera que lo considero normal.
Donovan franqueó la puerta, moviendo la cabeza con gesto de duda.
Powell tendió la mano hacia el "Manual de Robótica" que tenía en un ángulo de su mesa y lo abrió respetuosamente. Una vez había saltado por la ventana de una casa incendiada en "shorts", pero con el "Manual" bajo el brazo. En caso de duda, se hubiera quitado los "shorts".
El "Manual" estaba abierto delante de él cuando entró el robot Dv-5 seguido de Donovan, que volvió a cerrar la puerta de un puntapié.
—Hola, Dave. ¿Cómo te encuentras? —preguntó Powell sombríamente.
—Bien —dijo el robot—. ¿Te importa que me siente? —Se acercó la silla especialmente reforzada para él y se dobló sobre ella.
Powell miró a Dave; los legos en la materia pueden pensar en los robots por números de serie, los especialistas nunca, y con razón. Pese a su construcción como unidad pensadora de un equipo integrado por siete unidades, no era de un volumen exagerado.
Tenía poco más de dos metros de altura y pesaba media tonelada de metal y electricidad. ¿Mucho? No cuando la media tonelada tiene que ser una masa de condensadores, circuitos, contactos y células de vacío, capaces de tener prácticamente todas las reacciones conocidas de los humanos. Y un cerebro positrónico que, con 4,5 kg de materia y unos cuantos quintillones de positones, hacía funcionar toda la maquinaria.
Powell buscó un cigarrillo en el bolsillo de su camisa.
—Dave —dijo— eres un buen muchacho. No tienes nada de coqueto ni de "prima-donna". Eres un robot estable, buen minero, salvo que estás equipado para mantener una coordinación directa con seis subsidiarios. Por lo que sé, esto no ha creado en tu mapa de senderos cerebrales ningún cerebro inestable.
—Esto me hace sentirme bien —asintió el robot—, pero ¿a qué va eso, jefe? —Estaba equipado con un excelente diafragma y la presencia de tonalidades en su voz lo salvaba de buena parte de aquel sonido metálico que suele tener la voz del robot usual.
—Voy a decírtelo. Con todo esto en tu favor, ¿qué pasa que tu trabajo no va bien? Por ejemplo, ¿el turno B de hoy?
—Por lo que yo sé, nada —dijo Dave vacilando.
—No habéis producido nada de mineral.
—Lo sé.
—¿Entonces...?
—No puedo explicárselo, jefe —dijo Dave, visiblemente turbado—. Sería capaz de darme un ataque de nervios..., si pudiese. Mis subsidiarios trabajan bien. Lo sé. —Reflexionó; sus ojos fotoeléctricos brillaban intensamente—. No recuerdo. El día terminó a las tres y allí estaba Mike, y las vagonetas de mineral, la mayoría vacía.
—No has traído la nota de turnos estos días, Dave —intervino Donovan—. ¿Lo sabes?
—Lo sé. Pero en cuanto... —Se calló, moviendo la cabeza lenta y ceremoniosamente.
Powell tenía la sensación de que si el rostro de Dave pudiese expresar algo, expresaría la contrariedad. Un robot, por su misma naturaleza, no puede soportar faltar a su misión.
Donovan acercó su silla a la mesa de Powell y se inclinó hacia él.
—¿Amnesia, crees?
—No puedo decirlo. Pero es inútil tratar de aplicar nombres de enfermedades así. Las perturbaciones humanas sólo se aplican a los robots como románticas analogías. No tienen empleo en ingeniería robótica. Me contraría mucho someterlo a la prueba elemental de reacción de cerebro —añadió, rascándose el cuello—. Esto no adulará su amor propio.
Miró a Dave, pensativo, y después la "Descripción del Campo de Pruebas" dada por el "Manual".
—Mira, Dave —dijo—, ¿qué te parece si hiciéramos una prueba? Me parecería muy indicado.
—Si tú lo dices, jefe... —dijo el robot, levantándose. En su voz había dolor, entonces.
Empezó bastante sencillamente.
Robot Dv-5 multiplicó de memoria cantidades de cinco cifras bajo el control de un reloj. Citó los números primos entre mil y diez mil. Extrajo raíces cuadradas e integrales de difíciles complejidades. Resolvió reacciones mecánicas a fin de aumentar las dificultades. Y finalmente, sometió su precisa mente mecánica a las más altas funciones del mundo de los robots: la solución de problemas de juicio y ética.
Al cabo de dos horas, Powell sudaba copiosamente. Donovan se había sometido al poco nutritivo régimen de uñas y el robot preguntó:
—¿Qué tal va eso, jefe?
—Tengo que pensarlo, Dave —dijo Powell—. Un juicio demasiado rápido no serviría de nada. Ahora es mejor que vuelvas al grupo C. No lleves prisa. No insistas demasiado en la producción durante algún tiempo... y todo lo arreglaremos.
El robot se marchó. Powell miró a Donovan. Éste parecía decidido a arrancarse de cuajo el bigote.
—No hay nada que no esté en orden en las corrientes de su cerebro positrónico.
—Sentiría tener esta certidumbre.
—¡Por Júpiter, Mike! El cerebro es la parte más segura de un robot. En la Tierra lo someten a una prueba quíntuple. Si pasa sin dificultad el campo de prueba como lo ha pasado Dave, no es posible que el cerebro funcione erróneamente. Esto cubre todos los fragmentos del cerebro.
—¿Dónde estamos, pues?
—No me des prisa. Déjame averiguarlo. Queda todavía la posibilidad de una avería mecánica en el cuerpo. Hay unos mil quinientos condensadores, veinte mil circuitos eléctricos individuales, cinco mil células de vacío, mil contactos, y miles de otras piezas individuales de diversa complejidad, que pueden estar descompuestas. De estos misteriosos campos positrónicos... nadie sabe nada.
—Oye, Greg —dijo Donovan, impacientándose visiblemente—. Tengo una idea. Este robot puede estar mintiendo. Jamás...
—Los robots no pueden mentir a sabiendas, idiota. Si dispusiéramos del comprobador McCormack-Wesley podríamos comprobar individuo por individuo durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas, pero los dos únicos comprobadores M.W. existentes están en la Tierra y pesan diez toneladas; están sobre una base de hormigón y son inamovibles.
—Pero, Greg —dijo Donovan, mirando la mesa—, sólo dejan de funcionar cuando no los vigilamos. Hay algo... siniestro en esto. —Subrayó su juicio con un puñetazo sobre la mesa.
—Me das asco —dijo Powell, lentamente—. Has estado leyendo novelas de aventuras.
—Lo que quisiera saber es qué vamos a hacer... —gritó Donovan.
—Yo te lo diré. Voy a instalar una placa de visión sobre mi mesa. Allá mismo, en la pared. Voy a enfocarla a cualquier sitio de la mina donde se trabaje y vigilaré. Eso es todo.
—¿Eso es todo?... Greg...
Powell se levantó del sillón y apoyó sobre la mesa sus puños cerrados.
—Mike, estoy pasando muy malos momentos. Llevas una semana molestándome con Dave. Dices que se ha estropeado. ¿Sabes cómo se ha estropeado? ¡No! ¿Sabes qué forma ha adquirido la avería? ¡No! ¿Sabes qué la ocasiona? ¡No! ¿Sabes qué le impide trabajar? ¡No! ¿Sabes algo de todo esto? ¡No! ¿Sé yo algo de todo esto? ¡No! De manera que, ¿qué quieres que haga, pues?
Los brazos de Donovan se elevaron en un gesto de grandilocuencia.
—Me has ganado... —dijo.
—Te lo digo una vez más. Antes de intentar una cura tenemos que averiguar en qué consiste la enfermedad. El primer paso necesario para asar una liebre es atraparla. Y ahora, vámonos de aquí.
Donovan recorrió las líneas preliminares de su memoria con cierto desaliento. Por su parte, estaba cansado, y por otra, ¿qué podía comunicar mientras las cosas no fuesen como era debido?
—Greg —dijo—, estamos a cerca de mil toneladas por debajo del cálculo previsto.
—Me estás diciendo una cosa que no sabía —respondió Powell, siempre sin levantar la vista.
—Lo que quisiera saber —prosiguió Donovan con súbito furor— es por qué tienen que encargarnos siempre a nosotros de los nuevos tipos de robots. He llegado a la conclusión que los robots que eran suficientemente buenos para el tío abuelo por parte de mi madre lo son también para nosotros. Estoy por lo ya probado y aprobado. La prueba del tiempo es lo que cuenta; los viejos robots, sólidos, anticuados, no se estropean jamás.
Powell tiró un libro con perfecto desprecio y Donovan volvió a sentarse con paso vacilante.
—Tu misión —dijo Powell tranquilamente— durante estos últimos cinco años, ha sido probar nuevos robots en condiciones normales de trabajo por cuenta de la U.S. Robots. Porque tú y yo hemos cometido la insensatez de dar pruebas de una gran eficiencia, nos ha recompensado con este asqueroso trabajo. Esto —añadió, como si horadase agujeros en el aire con el dedo— es trabajo tuyo. Has estado andando detrás de ello desde tu primera memoria hasta cinco minutos después de que la U.S. Robots te contratase. ¿Por qué no dimites?
—Bien, te lo diré. —Donovan se echó adelante y se agarró con fuerza su mata de cabello rojo—. Soy fiel a mis principios. Después de todo he tomado parte en el desarrollo de los nuevos robots. Hay que ayudar al avance científico. Pero no me entiendas mal. No es el principio el que me hace seguir adelante; es el dinero que nos pagan. ¡Greg!
Powell pegó un salto al oír el feroz grito de Donovan y siguió su mirada en la pantalla de visión a la que quedaron mirando los dos con el horror pintado en el rostro.
—¡Que... Júpiter... me... ampare! —susurró.
—¡Míralos, Greg! —exclamó Donovan poniéndose de pie—. ¡Se han vuelto locos!
—Trae un par de trajes —dijo Powell—. Vamos allá.
Observó la actitud de los robots en la placa de visión. En las sombrías galerías del asteroide sin aire se veían unos bronceados resplandores que se movían lentamente. Era como una formación militar y bajo el tenue resplandor de su cuerpo avanzaban silenciosamente por entre las rugosas paredes del túnel, seguidos de parches de sombras. Marchaban al unísono, siete de ellos, con Dave al frente, formando una macabra simultaneidad; fundiéndose en los cambios de formación con la mágica precisión de un regimiento de lanceros.
—Se han vuelto locos por culpa nuestra, Greg —dijo Donovan regresando con los trajes—. Esto es una marcha militar.
—Por lo que veo —respondió fríamente Powell— puede ser una serie de ejercicios calisténicos. O Dave puede estar bajo la alucinación de ser un maestro de baile. Piensa primero y no te tomes tampoco la molestia de hablar después.
Donovan sonrió y se puso un detonador en el estuche que llevaba al lado, con gesto de ostentación.
—En todo caso —respondió—, así estamos. Así trabajamos con los nuevos modelos de robots. Es nuestro trabajo, de acuerdo. Pero contéstame una cosa. ¿Por qué... por qué hay siempre algo que va mal con ellos?
—Porque... —dijo Powell sombríamente—, tenemos la maldición encima. ¡Vámonos!
Siguiendo la aterciopelada oscuridad de los corredores bajo los círculos luminosos de sus lámparas de bolsillo, llegaron a su destino.
—Aquí están —dijo Donovan, jadeante.
—Estoy tratando de conectarlo por radio, pero no contesta —susurró Powell—. El circuito de la radio está probablemente desconectado.
—Celebro que los ingenieros no hayan inventado todavía el robot que pueda trabajar en la oscuridad total. Me horrorizaría encontrar siete robots en un pozo negro sin radiocomunicación, si no estuviesen "iluminados" como árboles de Navidad radiactivos.
—Trepa a este reborde superior, Mike. Vienen por aquí y quiero observarlos de cerca. ¿Puedes?
Mike pegó el salto con un gruñido.
La gravedad era considerablemente más baja que la normal de la Tierra, pero, con un traje pesado, la ventaja no era tan grande, y el reborde representaba un salto de no menos de tres metros. Powell lo siguió.
La columna de robots seguía a Dave en fila india. Con una regularidad mecánica convertían la fila sencilla en doble y volvían a pasar a sencilla en diferente orden.
Lo repetían una y otra vez y Dave nunca volvía la cabeza.
Dave estaba a unos seis metros cuando la comedia cesó. Los robots subsidiarios rompieron la formación, esperaron un momento, y desaparecieron en la distancia..., rápidamente. Dave miró hacia ellos, después, lentamente, se sentó. Apoyó la cabeza en una de sus manos, en una postura completamente humana.
—¿Estás aquí, jefe? —dijo su voz en uno de los auriculares de Powell.
Powell hizo un signo a Donovan y saltó del reborde.
—No sé... —dijo el robot moviendo la cabeza—. Hace un momento estaba sacando una considerable producción en Túnel 17 y en el acto me di cuenta de una presencia humana por las cercanías, y me he encontrado casi un kilómetro más abajo del túnel.
—¿Dónde están los subsidiarios, ahora? —preguntó Donovan.
—Trabajando, desde luego. ¿Cuánto tiempo se ha perdido?
—No mucho. Olvídalo. —Volviéndose hacia Donovan, Powell añadió—: quédate con él el resto del turno. Después, ven. Tengo un par de ideas.
Transcurrieron tres horas antes de que Donovan regresase. Parecía cansado.
—¿Cómo ha ido esto? —preguntó Powell.
—No pasa nunca nada cuando se los vigila. Dame un cigarrillo...
El pelirrojo lo encendió con solícito cuidado y echó al aire un anillo de humo.