Authors: Isaac Asimov
—La doctora Calvin no nos ha dicho ni palabra de todo esto.
—Bueno, no ha terminado todavía de estudiarle. Ya sabe cómo es ella. Le gusta tenerlo todo bien a punto antes de soltar el gran secreto.
—Pero se lo dijo a «usted».
—De un modo u otro empezamos, a charlar. La he estado viendo montones de veces últimamente.
Dilató repentinamente los ojos y frunció el entrecejo:
—Oiga, Bogie, ¿no ha notado nada raro en la dama últimamente?
Bogert se permitió una mueca casi indecorosa.
—Está consumiendo cantidades de lápiz labial, si es a esto a lo que se refiere.
—¡Diablos, ya me di cuenta! Carmín, polvos, y también sombrajos para los ojos. La pobre es todo un espectáculo. Pero no se trata de esto. No acabo de verlo claro para poder definirlo. Es el modo en qué habla, como si fuera dichosa, como si algo reciente le produjese felicidad.
Meditó en ello un poco, encogiéndose luego de hombros.
Su interlocutor se permitió una mueca casi lasciva, lo cual para un científico que había pasado de los cincuenta, tenía su mérito.
—Quizás está enamorada.
Ashe dejó que sus ojos volvieran a cerrarse.
—Está usted chiflado, Bogie. Vaya a hablar con Herbie; yo me quedo aquí y voy a dormir.
—¡De acuerdo! No es que me entusiasme particularmente que un robot me diga cuál es mi tarea.
Recibió como única respuesta un suave ronquido.
Herbie escuchó atentamente mientras Peter Bogert, manos en los bolsillos, hablaba con fingida indiferencia.
—Bien, ésta es la cuestión. Me han dicho que tú comprendes estas cosas, y te las pregunto más por curiosidad que por nada. Mi línea de razonamiento tal como la he bosquejado, implica unos cuántos escalones dudosos, lo admito, que el Doctor Lanning rehúsa aceptar, y el cuadro sigue todavía más bien incompleto.
El robot no replicó y dijo Bogert:
—¿Y bien?
—No veo error alguno —comentó Herbie estudiando las cifras y fórmulas garabateadas.
—Me imagino que no puedes llegar más adelante en estos cálculos.
—No me atrevería a intentarlo. Usted es mucho mejor matemático que yo, y... bueno, me molestaría comprometerme.
Hubo una sombra de complacencia en la sonrisa de Bogert.
—Ya me figuré que éste sería el resultado. Es muy complicado. En fin, lo olvidaremos.
Estrujó las cuartillas, arrojándolas al tubo incinerador, dio media vuelta para irse, y después lo pensó mejor.
—Por cierto...
El robot aguardó.
Bogert parecía hallar cierta dificultad en hablar.
—Hay algo, es decir, tal vez tú podrías...
Se detuvo.
Herbie habló calmosamente.
—Sus pensamientos están confusos, pero no cabe la menor duda que conciernen al doctor Lanning. Es tonto su titubeo, porque tan pronto se sosiegue, sabré lo que usted quiere preguntar.
La mano del matemático ascendió hacia su liso cabello en el gesto peculiarmente suave.
—Lanning ronda los setenta —dijo, como si esto lo explicase todo.
—Lo sé.
—Y ha sido director de la planta por casi treinta años.
Herbie asintió.
—Bueno, es posible —y la voz de Bogert se hizo insinuante—, que tú pudieras saber si... si él está pensando en dimitir. Salud, tal vez, o cualquier otro...
—Así es —dijo Herbie, y no añadió más.
—Bueno, ¿estás enterado?
—Ciertamente que sí.
—Entonces..., ¿podrías decírmelo?
—Puesto que usted lo pregunta, sí —y el robot hablaba como si se tratase de un axioma—. ¡Ya ha presentado su dimisión!
—¿Cómo?
La exclamación fue un sonido explosivo, casi inarticulado. La gran cabeza del científico se proyectó hacia adelante.
—¡Repítelo otra vez!
—Ya ha presentado su dimisión, pero todavía no se ha hecho efectiva, porque está esperando a resolver el problema de... de mi propio caso. Una vez resuelto, está completamente dispuesto a hacer entrega de su despacho de director a su sucesor.
Bogert expelió su contenido aliento.
—¿Y ese sucesor? ¿Quién es?
Estaba ahora muy cerca de Herbie, fijos los fascinados ojos en aquellas ilegibles células fotoeléctricas de un denso rojo que eran los ojos del robot.
Las palabras surgieron lentamente:
—Usted es el próximo director.
Bogert relajó su tensión esbozando una sonrisa.
—Es muy agradable saberlo. He estado aguardando con gran esperanza lo que acabas de anunciarme. Gracias, Herbie.
Peter Bogert estuvo en su despacho hasta las cinco de la mañana y regresó a las nueve. El anaquel situado exactamente sobre su mesa fue vaciándose de su hilera de libros y tablas, al ir tomando él referencias de unos y otras. Las páginas de cálculos ante él iban apilándose microscópicamente y las cuartillas estrujadas se esparcían a sus pies en montones de papel garabateado.
Exactamente al mediodía miró fijamente la página final, se frotó un ojo estriado en rojo por el cansancio, bostezó y alzó los hombros.
—Esto se está poniendo peor a cada minuto que pasa. ¡Maldición!
Giró la cabeza al sonido de la puerta abriéndose y saludó a Lanning que entraba haciéndose crujir los nudillos de una mano sarmentosa con la otra.
El director captó de una ojeada el desorden del cuarto y sus cejas formaron un surco continuo.
—¿Una línea nueva de tanteo?
La respuesta fue desafiante.
—No. ¿Qué hay erróneo en la primera?
Lanning no se molestó en contestar, limitándose a echar un vistazo por encima a la cuartilla superior de las que estaban sobre la mesa de Bogert. Habló a través del destello de un fósforo mientras encendía un cigarro:
—¿Le ha contado Calvin lo del robot? Es un genio de las matemáticas. Verdaderamente notable.
Bogert bufó ruidosamente.
—Eso he oído. Pero será preferible que Calvin se límite a la «robosicología». Examiné a Herbie de matemáticas y apenas si sabe interpretar los cálculos.
—Calvin no opina así.
—Ella está loca.
—Ni yo tampoco opino así.
Los ojos del director se achicaron peligrosamente.
—¿Usted? —y la voz de Bogert se endureció—. ¿De qué está usted hablando?
—He estado sometiendo a experimentaciones a Herbie toda la mañana y puede hacer trucos de los que nunca oyó usted hablar.
—¿De veras?
—¡Está usted rebosando escepticismo! —y Lanning extrajo una cuartilla del bolsillo de su chaqueta y la desdobló—. Esta no es mi escritura, ¿verdad que no?
Bogart estudió las anotaciones, amplias y angulares, recubriendo la cuartilla.
—¿Fue Herbie quien hizo eso?
—¡Exacto! Y como podrá observar, él ha estado trabajando en los cálculos de usted sobre e! período de integración de la Ecuación 22. Ha llegado —y Lanning repicó con una uña amarillenta sobre la última reducción— e idéntica conclusión que la mía, y en la cuarta parte de tiempo. No tenía usted razón al descuidar el Efecto Linger en el bombardeo positrónico.
—No lo descuidé. ¡Por toda la corte celestial, Lanning! Métase ya en la cabeza que esto anularía...
—¡Oh, sí, claro, ya me lo explicó! Empleó la Ecuación Mitchell de Traslación, ¿no es cierto? Bien, no es la apropiada.
—¿Por qué no?
—Porque ha estado usted empleando hiper-imaginarias.
—¿Qué tiene eso que ver?
—La Ecuación Mitchell no es válida cuando...
—¿Está usted loco? Si se molesta en volver a leer el artículo original de Mitchell en las «Operaciones de Alto Grado...»
—No tengo porqué. Ya le dije desde un principio que no me gustaba su razonamiento, y Herbie me respalda en eso.
—¡Muy bien! —gritó Bogert—. Entonces deje que este artefacto de relojería le resuelva todo el problema. ¿A qué discutir sobre lo no esencial?
—Es que éste es exactamente el quid. Herbie no puede resolver el problema. Y si él no puede, tampoco nosotros podemos..., sin ayuda. Ha quedado fuera de nuestra capacidad.
La silla de Bogert cayó al suelo derribada al saltar en pie su ocupante, enrojecido y agresivo el semblante.
—¡No hará usted nada semejante!
—¿Acaso me está usted indicando lo que debo o no debo hacer?
—Exactamente —y la réplica salía rechinante—. Tengo ya vencido el problema y usted no me lo va a quitar de las manos, ¿estamos? No se crea que no le adivino la intención, fósil disecado. Se cortaría usted la nariz antes que permitir que yo obtuviese el prestigio de haber resuelto la telepatía robótica.
—Es usted un condenado idiota, Bogert, y dentro de unos segundos voy a hacer que le dejen cesante por insubordinación.
El labio inferior de Lanning temblaba de ira.
—Lo cual es algo que usted no hará, Lanning. Ya no hay nada secreto con un robot lector de pensamientos rondando, y por consiguiente no se olvide que sé todo lo referente a su dimisión.
La ceniza del cigarro de Lanning tembló, cayó, y el propio cigarro siguió el mismo camino.
—¿Qué... qué...?
Bogert rió aviesamente.
—Y yo soy el nuevo director, quede bien entendido. Estoy perfectamente enterado; no se crea lo contrario. Maldita sea su estampa, Lanning, voy a empezar a dar las órdenes por aquí o se encontrará usted metido en el más espantoso lío que jamás pudo imaginarse.
Cuando Lanning recobró el uso de sus cuerdas vocales, bramó.
—¡Queda usted suspendido! ¿Se entera bien? Queda relevado de empleo y está despedido, ¿me oye?
La sonrisa en el rostro del otro se ensanchó.
—Vamos, vamos ¿para qué seguir discutiendo más? No le sirve de nada. Yo soy el que tiene los triunfos. Sé que ha dimitido. Herbie me lo dijo, y lo consiguió directamente de usted mismo.
Lanning se esforzó en hablar calmosamente. Tenía aspecto de hombre viejo, muy viejo, con ojos fatigados escudriñando desde un semblante en el cual el rojo había desaparecido, cediendo el paso al amarillento pastoso de la edad.
—Quiero hablar con Herbie. No puede haberle dicho nada semejante. Usted está jugando a fondo, Bogert, pero voy a aceptar su farol. Venga conmigo. —Bogert se encogió de hombros.
—¿A ver a Herbie? ¡Magnífico! ¡Vamos allá!
Fue también precisamente al mediodía cuando Milton Ashe alzó fa vista de su torpe croquis y dijo:
—¿Capta la idea? Soy algo chapucero como dibujante, pero este es aproximadamente su aspecto. Es una delicia de casa y la puedo obtener por casi nada.
Susan Calvin le miró con ojos derretidos en ternura.
—Es realmente preciosa —suspiró ella—. Frecuentemente he pensado que me gustaría... —y su voz fue apagándose.
—Naturalmente —prosiguió Ashe vivazmente— tendré que esperar mis vacaciones. Faltan solamente dos semanas, pero el caso Herbie tiene a todo el mundo en el aire. Además — y sus ojos bajaron hacia sus uñas— hay otro detalle... pero es un secreto.
—Entonces no me lo diga.
—Oh, ya puesto a hablar, estoy reventando por decírselo a alguien, y usted es precisamente la mejor eso es..., la mejor confidente que podría hallar por aquí.
El corazón de Susan Calvin brincó, pero no confió en sí misma lo bastante como para hablar.
—Francamente —y Ashe avanzó un poco más su silla y bajó la voz hasta convertirla en un susurro confidencial— la casa no va a ser solamente para mí. ¡Voy a casarme!
Y entonces saltó fuera de la silla.
—¿Qué pasa?
—¡Nada!
La horrible sensación de vértigo había desaparecido, pero era difícil pronunciar palabras.
—¿Casarse? ¿Quiere decir qué...?
—¡Pues, claro! Ya era hora, ¿no? Usted recordará aquella chica que estuvo aquí el pasado verano. ¡Es ella! Pero usted «está» enferma. Usted...
—¡Jaqueca!
Susan Calvin le apartó con débiles ademanes.
—He estado... He estado padeciéndolas últimamente. Quiero... quiero darle la enhorabuena, naturalmente. Estoy muy contenta.
El carmín inexpertamente aplicado formaba un par de sucias manchas rojas en su rostro blanco como la cal. Todo volvía de nuevo a girar.
—Perdóneme..., por favor.
Las palabras fueron un murmullo mientras ella parecía caminar torpemente a ciegas, abandonando la sala. Todo había sucedido con la súbita malignidad de una pesadilla, y con todo el horror irreal de una alucinación.
Pero, ¿cómo podía él casarse con otra? Herbie había dicho.
¡Y Herbie lo sabía! ¡Podía leer en las mentes!
Se encontró ella misma reclinada sin aliento, jadeante, contra la jamba de la puerta, mirando fijamente el rostro metálico de Herbie. Tuvo que haber ascendido los dos tramos de escaleras, pero no lo recordaba. La distancia fue recorrida en un instante, como en un sueño.
¡Cómo en un sueño!
Y los ojos de Herbie, privados de pestañeo, se hincaban en los suyos, y su denso rojo parecía agrandarse en oscuros y relucientes globos de pesadilla.
Él estaba hablando, y ella sintió el frío cristal presionando contra sus labios. Deglutió. Y los estremecimientos la fueron dando cierta consciencia de lo que la rodeaba.
Todavía Herbie seguía hablando, y había agitación en su voz, como si estuviese condolido, asustado y suplicante.
Las palabras empezaban a adquirir sentido:
—Esto es un sueño —estaba diciendo él—, y no debes creer en los sueños. Pronto despertarás dentro del mundo real y te reirás de ti misma. El te ama, te lo repito. ¡De verdad, de verdad Pero ¡no aquí! ¡No ahora! Esto es una ilusión.
Susan Calvin asintió, silabeando susurrante:
—Sí. Sí.
Agarraba el brazo de Herbie, asiéndose con fuerza, repitiendo una y otra vez:
—No es verdad, dime que no es verdad. No es verdad, dime que no es verdad.
Cómo logró recobrar sus sentidos, nunca lo supo, pero era como pasar de un mundo de brumosa irrealidad a una de cruda luz solar. Ella le empujó apartándolo, desprendiéndose con dificultad de aquel brazo acerado, y sus ojos estaban casi desorbitados.
—Pero ¿qué estás intentando hacer? —y su voz se elevó casi hasta el ronco grito—: ¿Qué estás intentando hacer?
Herbie retrocedió.
—Quiero ayudar.
La sicóloga fue dominándose. Miraba fijamente al robot.
—¿Ayudar? ¿Diciéndome que ésto es un sueño? ¿Intentando impulsarme hacia la esquizofrenia?
Una tensión histérica fue aprisionándola.
—¡Esto no era un sueño! ¡Ojalá lo fuera!
Hubo resuello en la respiración de la mujer cuando exclamó: