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Authors: Isaac Asimov

El Robot Completo (44 page)

BOOK: El Robot Completo
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—¡Aguarda, aguarda un momento! ¿Por qué... por qué...? Ya comprendo. ¡Misericordia Divina! es tan evidente...

Había horror en la voz del robot.

—¡Tuve que hacerlo!

—¡Y yo te creí! Nunca pensé siquiera...

Unas voces ruidosas acercándose a la puerta la hicieron callarse. Dio media vuelta, crispando los puños espasmódicamente, y cuando Lanning y Bogert entraron, ella estaba ante la ventana más alejada. Ninguno de los dos hombres le prestó a ella la menor atención.

Lanning colérico e impaciente, Bogert, fríamente sardónico. El director habló el primero.

—Vamos a ver, Herbie. ¡Escúchame! 

El robot llevó rápidamente sus ojos hacia abajo, hacia el envejecido director.

—Sí, doctor Lanning. 

—¿Has hablado de mí con el doctor Bogert?

—No, señor.

La respuesta brotó lentamente, y la sonrisa en el rostro de Bogert se borró al instante.

—¿Como es eso? —y Bogert pasó delante de su superior para colocarse pierniabierto ante el robot—. Repite lo que me dijiste ayer.

—Dije que...

Interrumpiéndose, Herbie guardó silencio. Muy al interior, su diafragma metálico vibraba en tenues discordancias.

—¿No dijiste que él había dimitido? —rugió Bogert—. ¡Contéstame!

Bogert levantó el brazo frenéticamente, pero Lanning le empujó a un lado.

—¿Trata usted de avasallarle para que mienta?

—Ya le oyó, Lanning. Él empezó diciendo ‘Sí’ y se detuvo. ¡Apártese! ¡Quiero sacarle la verdad! ¿estamos?

—¡Yo le preguntaré!

Y Lanning se volvió hacia el robot.

—Vamos a ver, Herbie, tómalo con calma. ¿He dimitido yo?

Herbie miraba fijamente, y Lanning repitió ansiosamente:

—¿He dimitido yo?

Hubo un indicio muy tenue de una sacudida negativa de la cabeza del robot.

Los dos hombres intercambiaron miradas y la hostilidad en sus ojos era casi tangible.

—¿Qué demonios ocurre? —masculló Bogert—. ¿Se ha vuelto mudo el robot? ¿Es qué no puedes hablar, monstruosidad?

—Puedo hablar —fue la rápida réplica.

—Entonces contesta la pregunta. ¿No es cierto que me dijiste que Lanning había dimitido? ¿No ha presentado su dimisión?

Y de nuevo no hubo sino un silencio embotado, mustio, hasta que al fondo del cuarto, la risa de Susan Calvin restalló súbitamente, en agudo trémolo y semihistérica.

Los dos matemáticos respingaron en sobresalto, y los ojos de Bogert se achicaron.

—Estaba usted aquí? ¿Qué es lo gracioso?

—Nada es gracioso. —Su voz no era del todo natural—. Ocurre simplemente que no soy yo la única que ha sido atrapada. Es irónico que tres de los mejores expertos en rebotica del mundo caigan en la misma trampa elemental ¿No es cierto que es irónico?

Su voz se truncó y llevándose una mano lívida a la frente, agregó:

—Pero, ¡no es divertido ni gracioso! 

Esta vez la mirada que intercambiaron los dos hombres era de asombro y de cejas arqueadas.

—¿De qué trampa está usted hablando? —preguntó Lanning envarado—. ¿Hay algo que ande mal en Herbie? 

Ella se fue acercando lentamente.

—No, no hay nada que funcione mal en él, sino en nosotros.

Giró sobre sí misma rápidamente y le chilló al robot:

—¡Apártate de mí! Vete al otro lado de la sala y que no te vea.

Herbie retrocedió ante la furia de los ojos femeninos y tambaleándose se alejó en trote martilleante.

El tono de Lanning expresaba hostilidad:

—¿A qué viene todo esto, doctora Calvin? 

Les hizo frente y habló sarcásticamente:

—Conocen seguramente la Primera Ley fundamental de Robótica.

Los otros dos asintieron a la vez. Habló Bogert con irritación:

—Desde luego que sí. Un robot no debe lesionar a un ser humano, ni mediante la inacción, llegar a producirle daño.

—Qué bien expresado queda —dijo Calvin con mueca de escarnio—. Pero, ¿qué clase de daño?

—Pues, de cualquier clase.

—¡Exactamente! ¡De cualquier clase! Pero ¿y qué pasa con los sentimientos heridos? ¿Qué me dicen del hundimiento del propio ego? ¿Qué opinan acerca de la voladura de las propias esperanzas? Todo eso, ¿son lesiones?

Lanning frunció el ceño.

—¿Qué podría saber un robot acerca de...? 

Y se atajó boquiabierto.

—Ya se dio cuenta... ¿no es cierto? «Este» robot lee las mentes. ¿Acaso supone que él no sabe todo lo referente a las lesiones mentales? ¿Puede imaginarse que si le hacen una pregunta nos contestará exactamente lo que uno quiere oír? ¿No nos heriría cualquier otra respuesta, y acaso Herbie no lo sabe?

—¡Cáspita! —murmuró Bogert.

La sicóloga le lanzó una mirada sardónica.

—Doy por hecho que usted le preguntó si Lanning había dimitido. Usted quería oír que él había dimitido y por consiguiente esto es lo que Herbie le dijo.

—Y supongo que es por esta razón —dijo Lanning sin inflexión en la voz—, que no quiso contestar hace unos momentos. No podía contestar de ningún modo sin herir a uno de nosotros.

Hubo una breve pausa durante la cual los dos hombres miraron pensativamente al robot, acuclillado en la silla junto a la estantería de libros.

Susan Calvin miraba estólidamente al suelo.

—Él sabía todo eso. Este... este demonio lo sabe todo, incluyendo lo que falló en su ensamblaje. 

Lanning alzó la cabeza.

—En este punto se equivoca, doctora Calvin. Él no sabe lo que salió anormal en su confección. Se lo pregunté.

—¿Y esto que puede significar? —gritó Calvin—. Tan sólo que usted no quería que él le diese la solución. Hubiese pinchado su ego ver que una máquina hacía lo que usted no podía hacer. ¿Le preguntó también lo mismo? —le espetó ella a Bogert.

—En cierto modo —y Bogert tosió enrojeciendo—. Me dijo que no entendía mucho de matemáticas.

Lanning rió, no muy ruidosamente, y la sicóloga sonrió cáusticamente. Dijo ella:

—¡Se lo preguntaré! La solución que me dé, no herirá mi ego.

Elevó la voz en tonalidades frías, imperiosas.

—¡Ven aquí!

Herbie se puso en pie y se aproximó con pasos titubeantes.

—Doy por supuesto —prosiguió ella— que tú sabes exactamente en qué punto del ensamblaje se introdujo un factor extrínseco, o quedó olvidado uno esencial.

—Sí, lo sé —dijo Herbie, con tonalidad apenas audible.

—¡Alto ahí! —intervino Bogert coléricamente—. Esto no significa que será forzosamente la verdad. Usted quiere oírla, eso es todo.

—No sea tonto —replicó Calvin—. Indiscutiblemente él sabe tanta matemática como usted y Lanning juntos, puesto que puede leer los pensamientos. Dele su oportunidad.

Predominó el matemático y Calvin continuó:

—Muy bien, Herbie, ¡anda, habla! Estamos esperando. 

Y en voz más baja agregó:

—Preparen sus lápices y papel, caballeros. 

Pero Herbie permaneció silencioso y hubo matices triunfales en el tono de la sicóloga:

—¿Por qué no contestas, Herbie?

El robot replicó abruptamente:

—No puedo. ¡Usted sabe qué no puedo! Los doctores Lanning y Bogert no quieren que yo lo haga.

—Ellos quieren la solución.

—Pero no procedente de mí.

Lanning intervino, hablando lenta y distintamente:

—No seas bobo, Herbie. De veras queremos que nos lo digas.

Bogert asintió secamente.

La voz de Herbie alcanzó estridencias salvajes:

—¿De qué servirá que lo diga yo? ¿Es que no comprenden que puedo ver más allá de la piel superficial de su mente? Muy en lo hondo, no quieren que lo haga. Soy una máquina, a la que han dado una imitación de vida solamente en virtud de la acción recíproca positrónica en mi cerebro, que es un invento del hombre. No pueden desprestigiarse ante mí sin quedar heridos. Esto se halla en lo hondo de sus mentes y no será borrado. No puedo dar la solución.

—Nos iremos —dijo Lanning—. Díselo a Calvin.

—No representaría diferencia alguna —gritó Herbie— puesto que sabrían de todos modos que fui yo el que facilitó la respuesta.

Resumió Calvin:

—Pero tú comprendes perfectamente, Herbie, que pese a eso, los doctores Lanning y Bogert quieren la solución.

—¡Por sus propios esfuerzos! —insistió Herbie.

—Pero la quieren, y el hecho de que tú la posees y no quieres darla, les hiere, les hace daño. Te das cuenta ¿no es así?

—¡Sí! ¡Sí!

—Y si les das la solución también les herirás.

—¡Sí! ¡Sí!

Herbie iba retrocediendo lentamente, y paso a paso iba avanzando Susan. Los dos hombres observaban la escena con perplejidad.

—No puedes decírselo a ellos —zumbaba monótona la sicóloga— porque esto les ofendería y tú no debes herir. Pero si no lo dices, hieres, o sea que debes decírselo. Y si lo haces, les herirás y no debes, o sea que no puedes decirles; pero si no lo haces, les hieres, o sea que debes; pero si lo haces, causarás daño, o sea que no debes; pero si no lo haces, hieres, o sea que debes; pero si lo haces, tú...

Herbie estaba acorralado contra la pared, y entonces cayó de rodillas.

—¡No sigas! —chilló—. ¡Cierra tu mente! ¡Está llena de sufrimiento, frustración y odio! ¡Yo no quise herirte, ya te lo he dicho! ¡Intenté ayudarte! ¡Te dije lo que querías oír! ¡Tenía que hacerlo!

La sicóloga no prestaba atención.

—Debes decírselo a ellos, pero si lo haces, causas daño, o sea que no debes; pero si no lo haces, hieres, o sea que debes; pero si...

Herbie chilló.

Era como el silbido de un flautín muchas veces amplificado, chillón y agudo en escala creciente hasta que se afiló con el terror de un alma perdida y llenó la sala como el penetrante taladro del último clamor del alma.

Y cuando se extinguió en la nada, Herbie se derrumbó en un confuso montón de metal inerte.

La faz de Bogert estaba exangüe.

—¡Ha muerto!

—¡No! —y Susan Calvin estalló en rachas de carcajadas salvajes que le sacudían todo el cuerpo— no está muerto, sino demente. Le confronté con e! dilema sin solución, y se descompuso. Ya pueden tirarlo a la basura ahora, porque nunca volverá a hablar.

Lanning estaba arrodillado junto a la cosa que había sido Herbie. Sus dedos tobaron el frío metal del rostro insensible y se estremeció.

—Lo hizo usted a propósito.

Se incorporó enfrentándose a ella, crispado el rostro.

—¿Y qué si fue así? Ahora ya no lo puede evitar —y con súbito acceso de amargura añadió ella—: Se lo merecía.

El director asió al paralizado e inmóvil Bogert.

—Qué importa ya. Vámonos, Peter. Un robot pensante de este tipo carece de valor, de todos modos.

Sus ojos contenían mucha vejez y fatiga. Repitió:

—¡Vámonos, Peter!

Minutos después que los dos científicos se hubieron ido, la doctora Susan Calvin recobró parte de su equilibrio mental. Lentamente, sus ojos giraron hacia el viviente-muerto Herbie y la tensión regresó a su semblante. Largo tiempo le contempló con fijeza, mientras la sensación de triunfo se desvanecía y la irremediable frustración regresaba, y de todos sus turbulentos pensamientos sólo una palabra infinitamente amarga afloró a sus labios.

—«¡Embustero!»

Satisfacción garantizada

Tony era alto y de una belleza sombría, con un increíble aire patricio dibujado en cada línea de su inmutable expresión. Claire Belmont le miró a través del resquicio de la puerta, con una mezcla de horror y desaliento.

—No puedo, Larry. No puedo tenerlo en casa...

Buscaba febril en su paralizada mente una manera más enérgica de expresarlo, algo que tuviera sentido y zanjara la cuestión, pero acabó por reducirse a una simple repetición.

—¡De verdad, no puedo!

Larry Belmont contempló con severidad a su mujer y en sus ojos asomó aquel destello de impaciencia que Claire odiaba ver, puesto que le daba la impresión de reflejar su propia incompetencia.

—Nos hemos comprometido, Claire. No puedo desdecirme ahora. La compañía me envía a Washington con esa condición, lo cual con toda seguridad significa un ascenso. No presenta ningún peligro y tú lo sabes. ¿Qué tienes pues que objetar?

Ella frunció el entrecejo, desvalida.

—Me da escalofríos: No puedo soportarlo.

—Es tan humano como tú o como yo. Bueno..., casi. Así que nada de tonterías. ¡Vamos, apártate!

Apoyó su mano en el talle de ella, empujándola, y Claire se encontró temblando en su propio cuarto de estar, donde se encontraba aquello, mirándola con precisa cortesía, como evaluando a la que había de ser su anfitriona durante las próximas tres semanas. La doctora Susan Calvin se hallaba también presente, envaradamente sentada, con los labios apretados como síntoma de abstracción. Presentaba el aspecto frío y distante de alguien que ha trabajado durante tanto tiempo con máquinas que un poco de acero ha penetrado en su sangre.

—Hola —castañeteó Claire, como un saludo ineficaz y general.

Gracias a que Larry salvó la situación, exhibiendo una falsa alegría:

—Mira, Claire, deseo que conozcas a Tony, un tipo magnífico. Ésta es mi mujer, Tony, chico.

La mano de Larry se posó amistosa sobre el hombro de Tony, mas éste permaneció inexpresivo, sin responder a la presión, limitándose a decir:

—¿Cómo está usted, señora Belmont?

Claire dio un respingo al oír la voz de Tony, profunda y pastosa, suave como el pelo de su cabeza o la piel de su rostro.

Sin poder contenerse, exclamó:

—¡Ah...! ¡Habla usted!

—¿Y por qué no? ¿Acaso esperaba que no lo hiciera?

Claire sólo consiguió esbozar una débil sonrisa. No sabía bien lo que había esperado. Miró hacia otro lado, lanzándole una ojeada con el rabillo del ojo. Tenía el pelo suave y negro, como pulido plástico... ¿O se componía en realidad de cabellos separados? Y la piel lisa y olivácea de sus manos y cara, ¿era una continuación de su oscuro y bien cortado traje?

Se hallaba paralizada por un estremecido asombro. Tuvo que hacer un esfuerzo para poner en orden sus pensamientos, a fin de prestar atención a la voz sin inflexiones ni emoción de la doctora Calvin, que decía:

—Señora Belmont, espero que sabrá apreciar la importancia de este experimento. Su esposo me ha dicho que la ha puesto ya en algunos de los antecedentes. Por mi parte, desearía añadir algunos más, como psicólogo jefe de la US Robots and Mechanical Men Corporation. Tony es un robot. Su designación en los ficheros de la compañía es TN-3, pero responde al nombre de Tony. No se trata de un monstruo mecánico, ni simplemente de una máquina calculadora del tipo de las desarrolladas durante la segunda guerra mundial, hace cincuenta años. Posee un cerebro artificial casi tan complicado como el nuestro. Como un inmenso cuadro de distribución telefónica reducido a escala atómica, con billones de posibles «enlaces telefónicos» comprimidos en un instrumento encajado en el interior de su cráneo. Tales cerebros se fabrican específicamente para cada modelo de robot, y contienen una serie calculada de conexiones, de forma que, para empezar, cada uno de ellos conoce el idioma inglés, y lo suficiente de cualquier otra cosa que se considere necesaria para cumplir su tarea. Hasta ahora, la US Robots había limitado su manufactura a los modelos industriales para su empleo en lugares donde resulta impracticable el trabajo humano..., en minas profundas, por ejemplo, o en la labor subacuática. Pero ahora deseamos extendernos a la ciudad y el hogar. Y para ello, hemos de conseguir que el hombre y la mujer corrientes se muestren dispuestos a aceptar sin temor estos robots. Como comprenderá, no hay nada que temer.

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