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Authors: Endo Shusaku

El samurái (13 page)

BOOK: El samurái
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—¡Idiota! —rió Matsuki—. Si matáis a nuestro intérprete, ¿cómo pensáis que podremos desempeñar nuestra misión en Nueva España?

Hace varios días nuestro barco entró en la niebla. Es la densa niebla que envuelve a todas las naves que siguen la ruta del norte en el gran océano. La infinita extensión de las olas está ahora oculta por la niebla gris y cuando uno se encuentra en la cubierta todo lo que tiene a su alrededor queda oscurecido como si un delgado velo se hubiera corrido. Los tripulantes se mueven como fantasmas. Cada dos minutos oigo la campana que tañe el vigía. Debajo de la cubierta todo está en silencio, y en la cabina de los emisarios y en el sollado de los mercaderes las ropas, e incluso el papel en que escribo mi informe diario del viaje, están desagradablemente húmedos a causa de la niebla que baja las escaleras rodando.

La ración diaria de agua se había reducido varios días antes. Los cuatro emisarios, a quienes se les daban dos tazones sacados de un tonel de madera, recibían ahora sólo uno. Afortunadamente no encontraron nuevas tormentas ni calmas y el barco avanzó hacia el este sin novedad a través de la niebla.

Luego un incidente inesperado rompió la monotonía. Un marino español robó un reloj y varias monedas de oro del camarote del capitán Montano. El capitán fue con Velasco al camarote de los emisarios y les explicó con el rostro arrebatado que era necesario castigar al ladrón. Montano dijo a los emisarios que a bordo había estrictas normas de castigo y que, como capitán, debía cumplirlas. Por ejemplo, si se sorprendía dormido a un marino de guardia, se le ataban las manos y se vertía agua sobre las ligaduras. Si aun así no se corregía, era azotado. Esta era una antigua costumbre marinera, explicó el capitán. El ladrón debía ser castigado en presencia de todo el personal de a bordo, incluyendo a los japoneses.

El castigo se llevó a cabo en la cubierta envuelta por la niebla. Los marinos y mercaderes japoneses estaban reunidos y, desde la otra banda, los españoles miraban cómo arrastraban y ataban con cuerdas a su camarada. Metieron un trozo de tela en la boca del hombre para evitar que se mordiera la lengua. Se arrodilló y lo desnudaron. El viento agitaba de vez en cuando la niebla, haciéndola más tenue o más densa. Velasco, junto al capitán, contemplaba la escena en silencio. Los dos hombres eran como grandes estatuas negras.

En la penumbra, el látigo restallaba y una voz gemía. El látigo cayó una y otra vez y, cuando finalmente el viento disipó la niebla, el prisionero yacía en la cubierta como un trapo. Mientras los demás miraban, Velasco corrió al lado del hombre, lo alzó y le limpió la sangre con sus propias ropas. Luego, sosteniéndolo, le ayudó a bajar al sollado.

El samurái sintió indescriptible repugnancia. El sentimiento no se debía al castigo. Todavía podía ver la figura inmóvil de Velasco sobre la cubierta, mirando con toda compostura el látigo que restallaba en la niebla. Como había observado Matsuki, había algo desagradable en el rostro del extranjero mientras limpiaba con sus propias ropas la sangre del hombre a medias consciente y le ayudaba a bajar las escaleras. El samurái no podía creer que ese Velasco y el Velasco que había compartido sus vestidos con Yozo fueran el mismo hombre.

Cinco y seis días pasaron y la niebla no se levantó. De las velas y la cubierta brotaba un olor desagradable, podrido, a humedad, y cada dos minutos se oía la campana a través de esa lechosa cortina. A veces el sol asomaba como un disco blanco por una hendidura de la niebla, pero la siguiente nube lo borraba rápidamente. Cada vez que el sol brillaba, los marinos españoles alzaban de prisa sus sextantes y trataban de establecer la posición de la nave.

Una semana después de que el barco entrase en la niebla, el oleaje del noreste arreció gradualmente. Cuando cayó a sotavento, el cabeceo del barco aumentó. Se aproximaba otra tormenta. La tripulación corrió por la cubierta a preparar las velas de capa.

La presión barométrica empezó a descender. Cuando se disipó la niebla, grandes olas negras aparecieron en todas direcciones. El viento agitaba las velas y una lluvia oblicua empezó a caer sobre los hombres mientras trabajaban. Los mercaderes y los emisarios, que habían aprendido la lección de la tormenta anterior, sacaron sus arcenes de los estantes y los colocaron sobre las grandes cajas de carga. También guardaron allí, sólidamente atadas, sus ropas personales y de cama, para evitar que se mojaran.

Olas voraces invadieron la cubierta. Golpeaban furiosamente la proa de la nave escorada y hacían crujir sus cuadernas. Los emisarios, preparados para cualquier eventualidad, tendieron una cuerda entre los pilares de su camarote y el samurái ató a su espalda la caja que contenía las cartas de Su Señoría y se aseguró firmemente la espada a la cintura. Todas las lámparas de aceite estaban apagadas para evitar incendios y, aunque todavía no había caído la noche, el camarote estaba a oscuras.

Las sacudidas del barco se hicieron violentas. Incluso las pesadas cajas de carga empezaron a desplazarse poco a poco. Evidentemente había entrado agua en el sollado, porque los mercaderes lanzaron gritos. Aquí y allá los hombres se aferraban a las cuerdas que sujetaban la carga y rezaban en voz baja al dios Dragón. Cada vez que el barco se inclinaba, los emisarios se asían de las cuerdas para no verse arrojados de un lado a otro del camarote. Cada vez estaba más oscuro. Las plegarias cesaron y de pronto un grito de temor o de furia resonó en el sollado. Se había roto la escotilla de proa y el agua entraba a raudales. La ola arrastró a dos hombres que estaban cerca de la escotilla y embistió las pilas de cargamento. Los hombres buscaron frenéticamente un asidero, pero, cuando ya se habían aferrado a la carga, el agua se desplazó por el movimiento del barco e inundó la escalera. Los hombres chocaban unos contra otros, golpeaban contra la carga o volaban por el sollado. Un ruido estrepitoso resonaba en el extremo del pasillo.

Los hombres ya no podían oír las órdenes del capitán o del primer oficial. Las olas se erguían como montañas y rompían sobre el barco.

El torrente arrastraba todo lo que había en la cubierta, sacudía los palos, formaba remolinos y se derramaba por la escalera hasta la bodega de la nave. Un marino, devorado por el agua, logró ponerse de pie con la ayuda de una cuerda de seguridad, pero la ola siguiente lo asaltó y su cabeza desapareció en la turbulencia.

En el sollado, los japoneses, con el agua hasta las rodillas, se tambaleaban, se arrastraban o trataban de incorporarse gritando de terror. Las pesadas cajas se movían de un lado a otro como poseídas por el demonio. Algunos, olvidando las órdenes del capitán, se lanzaban a las escaleras para buscar refugio en cubierta, pero eran instantáneamente rechazados por la catarata que descendía.

Finalmente, cuatro horas más tarde, la nave quedó fuera de alcance de la tormenta. Las olas eran todavía violentas, pero ya no inundaban la cubierta, invadida por los inútiles restos de los aparejos que habían arrancado y por un palo quebrado. Varios marinos habían caído al agua y en todas partes se oían exclamaciones de dolor. El sollado no sería habitable hasta que fuera reparado, de modo que los exhaustos mercaderes, como ratas ahogadas, se amontonaban en el compartimiento de equipajes de los marinos españoles, en el comedor y en los pasillos, donde permanecieron hasta la madrugada. Nadie tenía fuerzas para ayudar a los demás. Sólo Velasco se movía entre los hombres casi muertos, apoyados contra las paredes o tendidos en el suelo, vendando sus heridas.

Por fin llegó la mañana. Apenas concluyó la tormenta, el horizonte pasó milagrosamente del dorado al rosa. Mientras los colores se extendían poco a poco por el cielo, la superficie del mar empezó a brillar. No se oía otro sonido que el choque de las olas contra el casco de la nave. A la luz del alba, el San
Juan Bautista
, privado de una de sus velas, iba a la deriva en el mar todavía agitado como un barco fantasma: no se veía un alma en cubierta y la campana estaba en silencio. Exhaustos, los marinos dormían echados en cualquier parte.

A media mañana, el samurái reunió las pocas fuerzas que le quedaban y salió trastabillando del mojado camarote en busca de Yozo y de sus demás criados. El camarote de los emisarios estaba a cierta distancia de la escalera y a nivel más alto que el pasillo, de modo que, aunque se había inundado, el agua se había escurrido rápidamente y había sufrido pocos daños. Y gracias a la providencia del cielo, las cartas de Su Señoría no se habían mojado. El samurái recorrió el pasillo, donde el agua llegaba todavía hasta los tobillos, y bajó al nivel inferior. Los mercaderes se amontonaban en el suelo y apenas dejaban sitio para pasar. Incluso quienes reparaban en el samurái carecían de energía para incorporarse y saludar. Algunos estaban profundamente dormidos; otros miraban distraídos algún punto indistinto con los ojos enrojecidos.

Los pañoles de carga estaban también atestados. El samurái descubrió a sus servidores echados en el suelo. Pasando por encima de cuerpos y cabezas, los llamó. Yozo, Ichisuke y Daisuke se incorporaron penosamente, pero Seihachi, que estaba acostado boca abajo, no se movió. Una pesada caja de carga había caído sobre su pecho la noche anterior y se había desvanecido en la oscura inundación. Los otros tres lo habían sacado de debajo de la caja.

—El señor Velasco lo ha cuidado. —Yozo bajó la vista, como si eso fuera imperdonable para su amo—. Estuvo con Seihachi hasta la madrugada.

El samurái recordó que Velasco le había prestado sus ropas a Yozo después de la tormenta anterior. Una vez más, Yozo parecía conmovido por la compasión demostrada a una persona de su clase por un extranjero a quien ni siquiera conocía previamente. Y, una vez más, el samurái sintió vergüenza. Velasco había tratado a sus servidores con una consideración que le debía a él, que era su amo.

Junto a Yozo había un collar de cuentas. Explicó que eso era un rosario cristiano que Velasco había olvidado.

—El señor Velasco —balbuceó Yozo, como si hubiera sido sorprendido en alguna acción prohibida— lo usó para rezar por Seihachi y los demás.

—Escuchadme —dijo el samurái, alzando levemente la voz—. Estoy agradecido al señor Velasco, pero no debéis prestar oídos a las enseñanzas cristianas.

Mientras hablaba, recordó de pronto lo que le había dicho Matsuki Chusaku. Matsuki le había hablado de la aterradora intensidad de Velasco. Le había dicho que Velasco trataba de parecer manso para enmascarar esa intensidad. Y le había advertido que no debía dejarse engatusar por el extranjero. El samurái no había comprendido exactamente lo que Matsuki quería decir, pero temía que sus propios servidores padecieran la influencia del hombre.

—Haced lo que corresponda con Seihachi. Y no os preocupéis por mí.

Después de decir unas pocas palabras de aliento a Seihachi, que parecía incapaz de responder, el samurái se abrió paso entre los cuerpos y salió al pasillo. Luego trepó a la cubierta despiadadamente castigada por el sol.

Ahora el mar estaba en calma. Los mástiles arrojaban sombras negras. Una suave brisa le acarició la cara. Era agradable esa brisa sobre su cuerpo lánguido. Los marinos japoneses, reanimados por las órdenes de los españoles, reparaban los cabos cortados y reemplazaban las velas desgarradas. El salto de un pez volador rompía de vez en cuando las olas resplandecientes. El samurái, a la sombra del mástil, advirtió que había traído consigo, sin querer, el rosario. Estaba hecho de semillas y de un extremo pendía un crucifijo. Sobre la cruz se había labrado la figura desnuda de un hombre consumido. El samurái miró al hombre, que tenía los brazos abiertos y la cabeza caída, sin vida. No comprendía por qué Velasco y los demás extranjeros lo llamaban «Señor». Para el samurái, sólo debía llamarse así a Su Señoría, pero Su Señoría no era un hombre débil y escuálido como ése. Si los cristianos verdaderamente veneraban a un hombre en ese estado, su religión debía de ser una herejía increíblemente grotesca.

El samurái tuvo un sueño turbador. Estaba haciendo el amor con su esposa en su habitación húmeda y oscura de la llanura, tratando de no despertar a los niños dormidos. «Debo irme ahora.» Sentía vergüenza porque mañana era el día establecido por el Consejo de Ancianos para la partida del galeón, y él era el único de los emisarios que aún estaba en su casa, incapaz de desprenderse del cuerpo desnudo de su esposa. «Debo irme.» Repitió una y otra vez las mismas palabras. Pero Riku, debajo de él, apretaba su cara húmeda contra la suya. «Aunque vayas —murmuraba ella, jadeando—, de nada servirá. No te devolverán las tierras de Kurokawa.» Se apartó de su esposa y farfulló: «¿También lo sabe el tío?». Riku asintió; él la miró y luego se puso de pie, perplejo. Despertó.

Tenía el cuerpo húmedo. Desde un rincón del camarote, todavía mojado por el temporal, surgía el ronquido de uno de sus compañeros, fuerte al principio, luego más débil. Era Tanaka. Entonces, ¿había sido un sueño? Suspiró. Comprendió que había tenido ese sueño porque en lo más profundo de su conciencia le habían dolido las palabras de Matsuki. El samurái no había contado a Tanaka, que ahora roncaba tranquilamente, ni a Nishi su conversación con Matsuki. Le parecía que contarles esa conversación significaría aprobar de algún modo las ideas de Matsuki. Mientras se cambiaba la ropa interior manchada, se dijo: «El señor Shiraishi y el señor Ishida nunca nos harían una cosa así».

Volvió a cerrar los ojos, pero no pudo dormir. Tuvo una vivida imagen de sus hijos jugando en el jardín y del perfil de Riku mientras colgaba la ropa lavada. Pudo ver cada habitación de su casa. Intentando dormir, trató de recordar las diversas escenas de la llanura. Ahora los campos y las colinas estarían cubiertos por la nieve de la primavera...

El San
Juan Bautista
ha sufrido considerables daños con la segunda tormenta. Ha perdido un palo, una vela y un bote salvavidas; una gran cantidad de agua ha inundado el casco y destrozado aparejos que ahora están esparcidos por toda la cubierta. Yo tengo una herida en la frente, aunque no es grave. La tripulación trabaja incesantemente, para achicar. Sin embargo, en comparación con las agonías que padecieron el capitán Fernando de Magallanes y su barco en este mismo océano Pacífico hace noventa y tres años, poca cosa son nuestros males. Los marinos de Magallanes se quedaron sin provisiones y con el agua echada a perder, y he oído decir que comían ratas y astillas. Afortunadamente, nuestras reservas de agua están intactas y no nos faltan alimentos. Pero en la tormenta se perdieron varios marinos japoneses y hay también muchos heridos. Hasta la madrugada estuve con ellos, no como intérprete sino como sacerdote.

BOOK: El samurái
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