¿Y quién es usted exactamente?, preguntaba Osnard, examinando a Pendel sobre su falsa identidad. Soy un médico norteamericano adscrito al hospital de la zona, eso soy, respondió. Llevo un paciente gravemente enfermo en el coche, así que no me entretengan.
En los controles de carretera, los policías se apartaban para dejarlo pasar. Un agente incluso cortó la circulación en sentido contrario por deferencia al herido. No obstante, el gesto resultó innecesario, porque Pendel pasó de largo el desvío al hospital, siguiendo en dirección norte por la misma carretera que había recorrido horas antes. Volvería a atravesar Chitré, donde los langostinos hembra ponían sus huevos en los troncos de los mangles, y Sarigua, donde las orquídeas eran putitas. Al entrar en Guararé, recordó, había encontrado bastante tráfico, pero de salida apenas circulaba nadie. Avanzaron bajo la luna nueva y el cielo despejado, solos Mickie y él. Al doblar a la derecha en el desvío a Sarigua, una mujer negra corrió hacia el todoterreno descalza y con expresión desesperada y le suplicó que la llevase. A Pendel le remordió la conciencia por negarse, pero los espías en misiones peligrosas no cogen autoestopistas, como había advertido ya en Guararé, así que siguió hacia adelante, contemplando cómo se tornaba cada vez más blanca la tierra a medida que ascendía.
Conocía el lugar exacto. Mickie, al igual que Pendel, adoraba el mar. De hecho, mientras Pendel repasaba su vida, cayó en la cuenta tardíamente de que el mar había ejercido una influencia apaciguadora en sus muchos dioses enfrentados, y por eso Panamá le había sido tan peculiarmente propicio antes de la aparición de Osnard. «Harry, muchacho, da igual si hablamos de Hong Kong, de Londres o de Hamburgo, te las regalo», había afirmado Benny, señalándole el istmo en un atlas de bolsillo durante una de sus visitas a la cárcel. «¿Desde qué otro lugar del mundo puedes subirte en un autobús y ver la Gran Muralla china a un lado y la torre Eiffel al otro?». Pero Pendel, desde la ventana de su celda no había visto ninguna de las dos cosas. Había visto a ambos lados mares de distintos azules, y había escapado en las dos direcciones.
Había una vaca con la cabeza gacha plantada en medio de la carretera. Pendel frenó. Mickie se deslizó estúpidamente hacia adelante y el cuello le quedó atrapado en el cinturón de seguridad. Pendel lo soltó y dejó que acabase de resbalar hasta el suelo. Mickie, estoy hablándote. He dicho que lo siento, ¿no? De mala gana, la vaca abandonó la carretera. Unos carteles verdes indicaban el camino hacia una reserva natural. Se conservaban allí los restos de un antiguo campamento tribal, recordó. Había altas dunas, y unas rocas blancas que, según Hannah, eran conchas encalladas. Estaba también la playa. La carretera se convirtió en una senda, y la senda era recta como una calzada romana con altos setos a ambos lados. A veces los setos juntaban sus manos sobre él y rezaban. A veces desaparecían, permitiéndole ver ese apacible cielo que acompaña siempre a un mar tranquilo. La luna nueva se esforzaba por ser mayor de lo que era. Entre sus puntas se había formado una casta neblina blanca. Se veían tantas estrellas que parecían nieve en polvo.
La senda se cortó pero Pendel siguió adelante. Era extraordinario lo que un vehículo con tracción a las cuatro ruedas podía superar. Cactus gigantes se erguían como soldados ennegrecidos a ambos lados del todoterreno. ¡Alto! ¡Salga del coche! ¡Ponga las manos sobre el techo! ¡Documentación! Siguió adelante, dejando atrás un letrero que se lo prohibía. Reflexionó sobre las huellas de los neumáticos. Descubrirán a quién pertenece el todoterreno por las roderas. ¿Cómo? ¿Comprobando una por una las ruedas de todos los todoterrenos de Panamá? Reflexionó sobre las pisadas. Mis zapatos. Descubrirán que las huellas son de mis zapatos. ¿Cómo? Se acordó de los linces. Se acordó de Marta. «Dijeron que eras espía. Y también Mickie». Eso mismo dije yo. Se acordó del Oso. Se acordó de los ojos de Louisa, demasiado asustada para preguntar lo único que quedaba por preguntar: Harry, ¿te has vuelto loco? Los cuerdos están más locos de lo que nos imaginamos, pensó. Y los locos están bastante más cuerdos de lo que a algunos nos gustaría creer.
Detuvo el coche lentamente, observando a la vez el terreno. Lo quería duro como el acero. Allí lo tenía. Roca blanca y porosa como coral sin vida que no ha sido pisado en un millón de años. Dejando los faros encendidos, se apeó y fue a la parte trasera del todoterreno, donde guardaba su cuerda de remolque. Buscó el cuchillo de cocina, y tardó en encontrarlo el tiempo suficiente para aterrorizarse. Por fin recordó que lo había guardado en un bolsillo del esmoquin de Mickie. Cortó más de un metro de cuerda, rodeó el todoterreno hasta la puerta de Mickie, la abrió, tiró de él y lo tendió con delicadeza en el suelo, del revés pero no con el trasero en alto porque el viaje había alterado su postura; ahora prefería yacer más de costado y menos sobre el abultado abdomen.
Pendel cogió los brazos de Mickie, se los dobló tras la espalda y se dispuso a atarle las muñecas: un nudo doble corriente pero algo más pulcro. Entretanto, para conservar la cordura, pensó sólo en cuestiones prácticas. El esmoquin. ¿Qué habrían hecho con el esmoquin? Cogió el esmoquin del interior del todoterreno y lo extendió sobre la espalda de Mickie, como una capa, como él lo habría llevado. A continuación se sacó la pistola del bolsillo y a la luz de los faros indagó qué posición del botón fijaba el seguro, y cómo no, había cargado con ella todo el viaje en posición de «fuego», porque como era lógico así la había dejado Mickie. Después de volarse los sesos difícilmente podría haber puesto el seguro.
A continuación se montó en el todoterreno y retrocedió unos metros sin saber exactamente por qué, pero consciente de que no deseaba una iluminación tan intensa para lo que se disponía a hacer; quería que Mickie disfrutase de cierta intimidad en ocasión tan señalada y de una especie de sacralización natural, aunque fuese de un carácter primitivo, o primigenio, por así decirlo, allí, en medio de un campamento indio de once mil años de antigüedad sembrado de puntas de flecha y cortantes hojas de sílex, que Louisa en un primer momento permitió recoger a los niños, aunque luego se desdijo, porque si todo el mundo que visitaba el lugar se llevaba un fragmento, al final no quedaría ninguno; allí, en aquel desierto hecho por el hombre y por los mangles, tan salobre que incluso la tierra estaba muerta.
Tras apartar el coche, regresó junto al cadáver, se arrodilló y tiernamente desenrolló hasta que el rostro de Mickie presentó poco más o menos el mismo aspecto que en el suelo de la cocina, pero un poco más viejo, un poco más limpio y, al menos en la imaginación de Pendel, más heroico.
Mickie, muchacho, esa cara tuya estará colgada donde se merece, en la sala de los mártires del palacio Presidencial, una vez que Panamá se libere de todo aquello que te repugnaba, dijo a Mickie en su corazón. Por otra parte, lamento mucho que me hayas conocido, Mickie, porque no soy digno de nadie.
Le habría gustado pronunciar unas palabras en alto, pero todas sus voces eran internas. Así pues, echó un último vistazo alrededor y, viendo que no había nadie que pudiese poner reparos, disparó dos veces contra el cadáver con el mismo afecto con que uno administraría una inyección letal a un animal de compañía enfermo, un disparo bajo el omóplato izquierdo y otro bajo el derecho. Envenenamiento por plomo, Andy, pensó, recordando su cena con Osnard en el club Unión. Los profesionales tres balazos: uno en la cabeza, dos en el cuerpo, y lo que quedó de él en las primeras páginas de todos los periódicos.
Con el primer disparo, pensó: Éste es por ti, Mickie.
Con el segundo, pensó: Éste es por mí.
Mickie ya se había ocupado del tercero personalmente, así que durante un rato Pendel se quedó inmóvil con la pistola en la mano, escuchando el mar y la silenciosa oposición de Mickie.
A continuación cogió el esmoquin de Mickie y se lo llevó al todoterreno. Tras recorrer unos veinte metros, lo lanzó por la ventanilla, como haría cualquier asesino profesional al descubrir con enojo que, después de haber maniatado, eliminado y abandonado en el lugar desierto de rigor a su víctima, su condenado esmoquin se ha quedado en el coche, el que llevaba puesto cuando lo he matado, así que lo tira también.
De nuevo en Chitré, circuló por las calles vacías buscando una cabina telefónica que no estuviese ocupada por borrachos o parejas. Quería que su amigo Andy fuese el primero en enterarse.
La enigmática reducción del personal de la embajada británica en Panamá durante los días previos a la operación Pasillo Seguro levantó cierta polvareda en la prensa británica e internacional y se utilizó como excusa para un debate más general acerca del papel desempeñado desde la sombra por Gran Bretaña en la invasión estadounidense. La opinión latinoamericana era unánime. ¡Títere yanqui!, denunciaba el osado diario panameño
La Prensa
sobre una fotografía de hacía un año donde el embajador Maltby estrechaba la mano tímidamente al general norteamericano al frente del Mando Sur en una de tantas recepciones. En Inglaterra la opinión se dividió al principio en las dos posturas previsibles. En tanto la prensa de Hatry describía el éxodo diplomático como una «operación Pimpinela genialmente concebida y organizada en la mejor tradición del Gran Juego» y «un trasfondo secreto que nunca debe dársenos a conocer», la competencia clamaba ¡cobardes! y acusaba al gobierno de vil connivencia con los peores elementos de la derecha norteamericana, de aprovecharse de la «precariedad presidencial» en un año de elecciones, de fomentar la histeria antijaponesa y secundar las ambiciones coloniales de Estados Unidos a costa de los lazos de Gran Bretaña con Europa, todo con el único propósito de afianzar la posición de un primer ministro patético y desacreditado en la etapa previa a las elecciones generales y apelar a los aspectos más vergonzosos del carácter nacional británico.
En tanto la prensa de Hatry sacaba en primera plana fotografías en color del primer ministro camino de la gloria en Washington —EL COMEDIDO LEÓN BRITÁNICO ENSEÑA LOS DIENTES—, la competencia denunciaba las «mediatizadas fantasías coloniales» de Gran Bretaña bajo la doble consigna LA REALIDAD Y LA FALACIA MIENTRAS EL RESTO DE EUROPA SE SONROJA, y comparaba las «falsas acusaciones contra los gobiernos de Panamá y Japón» con las intencionadas falsedades difundidas por la prensa de Hearst a finales del siglo anterior con el objetivo de justificar una actitud hostil por parte de Estados Unidos en lo que se convertiría en la guerra hispano-norteamericana.
Pero ¿cuál era el papel de Gran Bretaña? ¿Cómo, si es que había algo de verdad en ello —citando un editorial del
Times
titulado NO CONNIVENCIA— habían conseguido los ingleses meter sus pezuñas en el abrevadero de los norteamericanos? Una vez más todas las miradas se dirigieron a la embajada británica en Panamá y a su relación —desmentida— con un antiguo alumno de Oxford, víctima de Noriega e ilustre vástago de la clase política panameña, Mickie Abraxas, cuyo cuerpo «mutilado» había aparecido en un páramo cercano al pueblo de Parita, abandonado allí según todos los indicios tras ser «torturado y asesinado ritualmente», al parecer por una unidad especial vinculada al equipo presidencial. La prensa de Hatry publicó la primicia. La prensa de Hatry agrandó la noticia. Los canales de televisión de Hatry la agrandaron un poco más. En poco tiempo todos los periódicos británicos del más amplio espectro tenían su versión del caso Abraxas, desde NUESTRO HOMBRE EN PANAMÁ hasta ¿LLEGÓ A ESTRECHAR EL HÉROE CLANDESTINO LA MANO DE LA REINA? y UN RECHONCHO BORRACHÍN ERA EL 007 DE GRAN BRETAÑA. Un artículo más serio y por consiguiente menos difundido de un afanoso diario independiente informó de que la viuda de Abraxas había abandonado Panamá horas después de ser hallado el cadáver de su marido y supuestamente se recuperaba ahora de la tragedia en un lugar secreto de Miami bajo la protección de un tal Rafael Domingo, íntimo amigo del fallecido y prominente panameño.
Una precipitada refutación hecha pública por tres forenses panameños, que sostenían que Abraxas era un alcohólico empedernido y se había suicidado en un momento de profunda depresión tras beberse una botella de whisky, fue recibida con el desdén que merecía. Un periódico sensacionalista de Hatry resumía en un titular la reacción del público ante tamaña necedad: «¿A QUIÉN CREEN QUE VAN A ENGAÑAR, SEÑORES?». Una declaración oficial del encargado de negocios británico, el señor Simon Pitt, en la que manifestaba que «el señor Abraxas no tenía conexión formal o informal con esta embajada ni con ninguna otra representación oficial británica en Panamá», se reveló como especialmente absurda al descubrirse que en otro tiempo Abraxas había presidido la Casa de la Cultura anglo-panameña. Había renunciado al cargo «por razones de salud». Un experto en materia de espionaje explicó la lógica oculta de este hecho en interés de los no iniciados. Una vez «clasificado» como posible agente británico por los observadores del servicio de inteligencia en la zona, Abraxas había recibido orden, por razones de encubrimiento, de cortar todo lazo manifiesto con la embajada. Para ello, lo adecuado habría sido simular una «disputa» con la embajada a fin de «distanciar» a Abraxas de sus supervisores. Tal disputa no había existido, según el señor Pitt, y Abraxas podía haber pagado cara esta falta de imaginación por parte de los servicios de inteligencia británicos. Fuentes fidedignas informaban de que las fuerzas de seguridad panameñas mostraban interés por sus actividades desde hacía tiempo. Un portavoz de la oposición que había tenido la temeridad de parafrasear a Oscar Wilde, afirmando que la muerte de un hombre por una causa no da en sí misma validez a esa causa, fue objeto de escarnio en la prensa sensacionalista, llegando uno de los órganos de Hatry al punto de prometer a sus lectores escandalosas revelaciones sobre la desventurada vida sexual del portavoz.
Y de pronto una mañana la atención se concentró en EL TRÍO DE ASES PANAMEÑO, como de ahí en adelante se los conocería, concretamente los tres diplomáticos británicos que, en palabras de un comentarista, habían «sacado furtivamente de la embajada sus bienes, mujeres y carromatos la víspera misma del violento ataque aéreo de Estados Unidos». El hecho de que fuesen cuatro, uno de ellos mujer, no era razón suficiente para estropear un buen titular. Una desafortunada explicación de este suceso por parte de una portavoz del Foreign Office sólo fue motivo de risa: «El señor Andrew Osnard no pertenecía al cuerpo diplomático. Fue contratado temporalmente por su conocimiento de los asuntos relacionados con el canal de Panamá, campo en el que estaba altamente cualificado».