—Sintiéndolo mucho, los detalles no se conocen todavía, señor.
—¿Y su tripulación? Sus camaradas de a bordo, maldita sea, los silenciosos, ¿se han ido a pique también?
—Estamos en espera de noticias. Mejor será que vuelva a Londres como tenía previsto, señor. Ya telefonearé allí.
Osnard colgó y, pese a la resistencia de Louisa, le retiró la almohada de la cabeza. Aun con los ojos cerrados no podía huir de la visión de aquel cuerpo joven y orondo que yacía despreocupadamente junto a ella, o de su pene medio despierto, ni del todo fláccido ni del todo erecto.
—No has oído esta conversación —dijo Osnard—, ¿de acuerdo?
Louisa se apartó de él resueltamente. No estaba de acuerdo.
—Tu marido es un hombre valiente. Tiene orden de no decirte nada, y nunca te lo dirá. Yo tampoco.
—Valiente ¿en qué sentido?
—La gente le cuenta cosas. Él nos las cuenta a nosotros. Cuando algo no llega a sus oídos, va y lo averigua, a menudo corriendo serios riesgos. No hace mucho se tropezó con algo de primera magnitud.
—¿Por eso fotografiaba mis papeles?
—Necesitábamos la agenda de Delgado. Hay muchas horas muertas en su vida.
—No son horas muertas. En esos ratos va a misa o está en compañía de su esposa e hijos. Tiene un hijo en el hospital. Sebastián.
—Eso es lo que Delgado te dice a ti.
—Es la verdad. No me vengas con ésas. ¿Harry hace esto por Inglaterra?
—Por Inglaterra, por Estados Unidos, por Europa. Por el mundo libre y civilizado. Llámalo como quieras.
—Entonces es un gilipollas —afirmó Louisa—. Lo mismo que Inglaterra. Lo mismo que el mundo libre y civilizado. —Y requirió tiempo y esfuerzo, pero finalmente lo consiguió: se apoyó en un codo y se volvió hacia él—. No creo una sola palabra de lo que me dices. Eres un inglés sinvergüenza y embustero, y Harry ha perdido el juicio.
—Pues no me creas. Basta con que mantengas la boca cerrada.
—Todo eso es una sarta de sandeces. Harry se lo ha inventado. Tú te lo estás inventando. Es pura masturbación mental.
Sonaba el teléfono, un teléfono distinto, cuya presencia no había advertido pese a que se hallaba en la mesilla de su lado de la cama, junto a la lámpara, conectado a una grabadora de bolsillo. Osnard rodó bruscamente sobre ella, descolgó el auricular, y Louisa aún lo oyó decir «Harry» antes de taparse los oídos con las manos, cerrar los ojos con fuerza y fijar el rostro en una rígida mueca de rechazo. Pero por alguna razón una de sus manos no cumplió debidamente su cometido. Y por alguna razón oyó la voz de su marido pese a la barahúnda de gritos y negativas que tenía lugar en el interior de su cabeza.
—Mickie ha sido asesinado, Andy —anunció Harry con ensayado apremio—. A manos de un profesional, por lo que parece, aunque eso es todo lo que puedo decirte por ahora. Sin embargo corren rumores de que esto es sólo el principio, y todas las partes interesadas deben por tanto tomar precauciones. Rafi ya ha partido con rumbo a Miami, y estoy poniéndome en contacto con los demás conforme al procedimiento establecido. Me preocupan los estudiantes. No sé cómo voy a impedir que movilicen la flotilla.
—¿Dónde estás? —preguntó Osnard.
Y después de eso hubo un breve instante en que Louisa por su cuenta podría haber preguntado a Harry una o varias cosas, algo en la línea de «¿Todavía me quieres?». o «¿Me perdonarás algún día?». o «¿Vas a notar la diferencia si me lo callo?». o «¿A qué hora volverás a casa esta noche, y si compro comida y la preparamos juntos?». Pero no se había decidido aún por ninguna de estas preguntas cuando se cortó la comunicación, y volvió a encontrarse ante su realidad inmediata: Osnard acodado sobre ella con las fofas mejillas colgando y la boca —húmeda y pequeña— abierta, pero sin intención por lo visto de hacerle el amor, ya que por primera vez en su corta relación parecía sumido en la duda.
—¿Qué demonios era eso? —dijo como si la considerase en parte responsable.
—Harry.
—¿Cuál?
—El tuyo, supongo.
A continuación resopló y se echó de espaldas junto a ella con las manos cruzadas tras la nuca como si tomase un breve descanso en una playa nudista. Al cabo de un momento cogió de nuevo el auricular, no el del teléfono de Harry sino el del otro lado, marcó y preguntó por el señor Mellors, de la habitación tal o cual número.
—Por lo visto, ha sido un asesinato —informó sin preámbulos, y Louisa dedujo que hablaba con el mismo escocés de minutos antes—. Parece que los estudiantes podrían romper filas… mucha emoción desatada… un hombre muy respetado… un trabajo profesional. Esperamos más detalles. ¿Una base sólida? ¿Qué quiere decir, señor? No lo entiendo. Una base sólida ¿para qué? No, claro. Me hago cargo. En cuanto sepa algo, señor. Se lo comunicaré de inmediato.
Luego pareció reflexionar durante un rato, pues Louisa lo oyó gruñir y de vez en cuando soltar una risa amarga, hasta que de repente se sentó en el borde de la cama. Después se levantó, fue al comedor y regresó con su ropa bajo el brazo hecha un rebujo. Separó la camisa de la noche anterior y se la puso.
—¿Adónde vas? —preguntó Louisa. Y al no recibir respuesta, le reprochó—: ¿Qué haces? Andrew, no entiendo cómo puedes levantarte, vestirte y marcharte dejándome aquí sin ropa ni ningún sitio adonde ir ni idea alguna de cuando volveremos… —Se interrumpió en seco.
—Lo siento, chica. Ha sido todo un poco precipitado, ya lo sé. Lamentablemente, tengo que levantar el campamento. Y tú también. Es hora de volver a casa.
—¿A qué casa?
—Tú a Bethania. Yo a la Inglaterra de mis antepasados. Regla número uno de la casa. Si descabezan a un informador, el supervisor de la operación pone pies en polvorosa. No da la voz de alarma, no se para ni a coger doscientos pavos. Corre a casa con su mamá por el camino más corto posible.
Estaba arreglándose el nudo de la corbata ante el espejo. El mentón en alto, el ánimo recobrado. Y por un fugaz instante Louisa creyó advertir cierto estoicismo en él, cierta aceptación de la derrota que bajo una luz exigua podría haber pasado por nobleza.
—Despídeme de Harry, ¿quieres? Es un gran artista. Mi sucesor se pondrá en contacto con él. O quizá no. —Vestido aún sin más ropa que la camisa, abrió un cajón y le lanzó un chándal a Louisa—. Mejor será que te pongas esto para coger un taxi. Cuando llegues a casa, quémalo y luego dispersa las cenizas. Y no te dejes ver durante unas semanas. En Londres algunos van a levantar el hacha de guerra.
Hatry, el gran magnate de la prensa, estaba almorzando en el Connaught cuando recibió la noticia. Instalado en su mesa habitual, comía unos riñones con beicon y bebía tinto de la casa, y entretanto matizaba sus opiniones sobre la nueva Rusia, que se resumían en la sencilla idea de que, por él, cuanto más se enzarzasen entre sí aquellos hijos de puta, tanto mejor.
Y su público, por una feliz coincidencia, era Geoff Cavendish, y el portador de la noticia no era otro que el joven Johnson, el sustituto de Osnard en la oficina de Luxmore, quien veinte minutos antes había encontrado el crucial mensaje del embajador Maltby, escrito de su puño y letra, entre los muchos papeles que se habían acumulado en la bandeja de entrada de Luxmore durante su espectacular escapada a Panamá. Johnson, como ambicioso agente de inteligencia que era, no dudaba en examinar el contenido de la bandeja siempre que se presentaba la ocasión.
Y lo extraordinario era que Johnson no tenía a quien consultar respecto al mensaje salvo a sí mismo, pues aparte de haberse ido ya a comer toda la plana mayor, Luxmore se hallaba en ese momento a bordo de un avión de regreso a Londres, y por consiguiente no quedaba en el edificio nadie, excepto él, con acceso autorizado a la información BUCHAN. Espoleado por el entusiasmo y sus grandes aspiraciones, Johnson telefoneó de inmediato a la oficina de Cavendish, donde le comunicaron que éste había salido a almorzar con Hatry. Telefoneó a la oficina de Hatry, donde le comunicaron que éste estaba almorzando en el Connaught. Jugándose el todo por el todo, solicitó con carácter preferente el único coche con chófer disponible. Por este acto de soberbia, y por otros, Johnson tendría que rendir cuentas más tarde.
—Soy el ayudante de Scottie Luxmore, señor —dijo a Cavendish con la respiración entrecortada, eligiendo el rostro más receptivo de los dos que lo observaban desde la mesa situada junto al ventanal—. Tengo un importante mensaje de Panamá para usted, señor, y lamentablemente no creo que el asunto admita demora. No me ha parecido oportuno leérselo por teléfono.
—Siéntese —ordenó Hatry. Y dirigiéndose al camarero—: Una silla.
Así que Johnson se sentó, y cuando, acto seguido, se disponía a entregarle a Cavendish el texto descifrado completo del mensaje en clave de Maltby, Hatry se lo arrancó de la mano y lo abrió, tan vigorosamente que los demás comensales se volvieron a mirar. Hatry leyó el mensaje por encima y se lo pasó a Cavendish. Este lo leyó, y también probablemente un camarero por lo menos, pues para entonces se había organizado cierto revuelo en torno a la mesa con el objeto de añadir un tercer cubierto y dar así a Johnson más apariencia de cliente normal, eclipsando en la medida de lo posible su imagen de sudoroso mensajero con chaqueta de sport y pantalón gris de franela, indumentaria que el jefe de comedor no veía con buenos ojos, pero había que comprender que era viernes y Johnson esperaba con impaciencia el fin de semana, que pensaba pasar en Gloucestershire con su madre.
—Eso es lo que necesitábamos, ¿no? —preguntó Hatry a Cavendish con la boca llena de riñón a medio masticar—. Ya podemos ponernos en marcha.
—Sí, eso precisamente —confirmó Cavendish con ecuánime satisfacción—. Esa es nuestra base sólida.
—¿Y si avisamos a Van? —sugirió Hatry a la vez que limpiaba el plato con un trozo de pan.
—Sí,
creo
, Ben… lo mejor será que en este caso el hermano Van se entere por los periódicos que usted controla —contestó Cavendish con una serie de frases sincopadas. Poniéndose en pie, dijo a Johnson—: Disculpe, no sabe cuánto lo siento. Debo hacer una llamada.
Se excusó también ante el camarero y con las prisas se llevó sin querer la servilleta de damasco. En cuanto a Johnson, fue despedido poco tiempo después, nadie sabía exactamente por qué. Según la versión oficial, lo echaron por andar de un lado a otro de Londres con un texto descifrado con todos sus símbolos y nombres en clave. Extraoficialmente, se lo consideraba demasiado excitable para el servicio secreto. Pero su irrupción en el Connaught vestido con una chaqueta sport fue probablemente la infracción que más pesó en su contra.
Para llegar al festival pirotécnico de Guararé, en la provincia panameña de Los Santos, que forma parte de una minúscula península situada en la punta suroccidental del golfo de Panamá, Harry Pendel pasó por la casa del tío Benny en Leman Street, que olía a brasas de carbón, por el orfanato de las Hermanas de la Caridad, por varias sinagogas del East End, y por una serie de atestados centros penitenciarios británicos mantenidos gracias al generoso patrocinio de su majestad la reina. Todos estos establecimientos y algunos otros se hallaban en la negrura selvática que se extendía a ambos lados de Pendel, en el irregular pavimento de la sinuosa carretera por la que circulaba, en los cerros que se recortaban contra el cielo estrellado, y en el Pacífico, liso como una tabla de planchar y de color gris acerado bajo el resplandor de una límpida luna nueva.
El difícil recorrido resultaba aún más arduo a causa del clamor de sus hijos, que le pedían canciones e imitaciones desde la parte trasera del todoterreno, y de las bien intencionadas exhortaciones de su desdichada esposa, que resonaban en sus oídos incluso en los tramos más desiertos del camino: ve más despacio, cuidado con ese ciervo, mono, venado, caballo muerto, iguana verde de un metro de largo o familia de seis indios en una bicicleta, Harry, no entiendo por qué has de conducir a ciento diez kilómetros por hora para llegar a una cita con un muerto, y si es por no perderte los fuegos artificiales, has de saber que las fiestas se prolongan durante cinco noches y cinco días y que ésta es la primera noche, y si no llegas allí hasta mañana, los niños lo comprenderán.
A esto se sumaba el ininterrumpido y lastimero monólogo de Ana, la aterradora tolerancia de Marta, incapaz de pedirle algo que no pudiese dar, y la presencia de Mickie, su figura enorme e indolente repantigada en el asiento contiguo, desplazándose hacia él y empujándolo con su mullido hombro a cada curva y cada bache, y preguntándole una y otra vez, en un triste estribillo, por qué no hacía trajes como los de Armani.
Al pensar en Mickie lo abrumaba una horrenda sensación. Sabía que en todo Panamá y en toda su vida había tenido un solo amigo, y ahora ese amigo lo había matado. Ya no discernía entre el Mickie que había querido y el Mickie que había inventado, salvo por el hecho de que el Mickie que había querido era mejor, y el Mickie que había inventado era una especie de erróneo homenaje, un acto de vanidad por su parte: convertir en paladín a su mejor amigo, deslumbrar a Osnard con la talla de las compañías que frecuentaba. Porque Mickie había sido un héroe por derecho propio. Nunca había necesitado la afluencia de Pendel. En los momentos decisivos Mickie siempre se había alzado, siempre había desempeñado un papel vital, como un temerario opositor a la tiranía. Se había ganado a pulso las palizas y la cárcel, así como el posterior derecho a permanecer en estado de ebriedad el resto de su vida. Y a comprar cuantos trajes quisiese para arrancarse de la piel el hedor y el tosco roce del uniforme de recluso. No era culpa de Mickie ser débil en tanto que Pendel lo había pintado fuerte, o haber abandonado la lucha en tanto que en las ficciones de Pendel había continuado con ella. Si lo hubiese dejado en paz…, pensó. Si no hubiese jugado con él, y luego no me hubiese ensañado con él porque me remordía la conciencia…
En una estación de servicio situada al pie de cerro Ancón había puesto gasolina suficiente para el resto de su vida, y le había dado un dólar a un mendigo negro de cabello blanco al que la lepra, un animal salvaje o una esposa decepcionada habían dejado sin una oreja. En Chame, por pura distracción, se había saltado un control de aduanas, y en Penonomé advirtió que lo seguían un par de linces, como se llamaba a unos policías jóvenes, muy delgados y adiestrados en academias norteamericanas que vestían uniformes de cuero negro, viajaban dos en una moto, iban armados de metralletas, y tenían fama de tratar cortésmente a los turistas y matar a los atracadores, los camellos y los asesinos, pero esa noche al parecer también a los peligrosos espías británicos. El lince de delante se encarga de conducir, el de detrás se encarga de matar, le había explicado Marta, y eso precisamente recordó Pendel cuando la moto se situó a su izquierda y vio en las viseras negras de sus cascos el curvo reflejo de su propia cara, como la toma de un ojo de pez. Recordó de pronto que los linces operaban sólo en Ciudad de Panamá y no pudo evitar preguntarse si habían llegado hasta allí por el placer de pasearse o a fin de matarlo con mayor intimidad. Pero nunca saldría de dudas al respecto, pues cuando volvió a mirar, los había engullido de nuevo la negrura de la que habían surgido, dejándolo a solas con la sinuosa e irregular carretera, los perros muertos que aparecían de vez en cuando en el haz de luz de sus faros y la maleza, tan densa a ambos lados que no se distinguían los troncos de los árboles; sólo veía dos muros negros y ojos de animales, y oía, a través del techo corredizo del todoterreno, el intercambio de insultos entre las especies. En un punto vio un búho crucificado en un poste del tendido eléctrico; el pecho y el interior de las alas eran blancos como el pecho y los miembros de un mártir. Pero si la imagen pertenecía a una pesadilla recurrente o era la encarnación última de ésta, seguía siendo un misterio.