Villamitrè salía de la oscuridad preparado para usar su piquete. Tous ya les había dado la orden: "No quiero torturas delante de mí". A pesar de su afán por el poder, el cardenal tenía una ideología en la cual creía. Un cristianismo a "su manera", donde la fuerza bruta no tendría que existir para convencer a nadie, sólo argumentos, aunque éstos resultasen amenazadores, intimidantes y desleales. No quería presenciar el dolor. Éste le recordaba la lenta agonía de su madre. Eso lo había sensibilizado y cualquier escena de tortura o de sufrimiento físico le traía a la mente su recuerdo.
Siempre le había afectado la carencia de amor por parte de su padre, lo que, junto con el voto de castidad ante las mujeres que hizo al ordenarse como sacerdote, le produjo una coraza emotiva y lo llevó a desahogar sus instintos y apetito morboso con jóvenes varones. Tuvo que ingeniárselas para no ser acusado de pederasta en más de dos ocasiones, tal como le había pasado al obispo de Boston.
Ahora había encontrado en El Búho a un amante estable, además de un fiel compañero dentro del Gobierno Secreto. Todavía no lo había visto. Le había dicho por teléfono que lo esperara en su hotel. El cardenal estaba ansioso por terminar aquello con el arqueólogo y encontrarse con él. Le había traído un nuevo perfume de
pachuli
desde Lisboa.
—Le doy cinco minutos para pensar, profesor. Cuando vuelva me tendrá que dar una respuesta.
El cardenal se apartó hacia el sanitario y Aquiles quedó vigilado por Sopenski y Villamitrè. Tous cogió uno de los dos teléfonos celulares que llevaba encima, ya que uno era de uso exclusivo para los asuntos de su cargo en el Vaticano, y el otro lo empleaba para sus asuntos con el Gobierno Secreto.
Se alejó varios metros, entró en el diminuto sanitario y cerró la puerta tras de sí.
—Hola, ¿dónde estás? —preguntó Tous.
La voz del otro lado del teléfono se mostraba ansiosa y alterada.
—En el bar de mi hotel, estaba por llamarte de manera urgente.
—¿Qué te pasa? Te siento agitado.
—Tienes que saber lo que está pasando aquí afuera.
—¿Qué sucede? ¡Cálmate, por Dios! Dime, ¿qué sucede?
—El Sol —dijo El Búho. Era la VOZ de un hombre joven—. ¡El Sol está teniendo una actividad extraña!
—¿Qué dices? ¿El Sol? —los latidos del cardenal se aceleraron.
—Sí, todo el mundo está alarmado, es una visión espeluznante y surrealista. ¡El Sol está rojo! Debido a unas raras erupciones, deja un tinte rojizo en el ambiente, es rarísimo, todo se ve rojo, como en el cuarto oscuro de un fotógrafo.
Tous procesaba aquella información, nervioso. Se le aceleró el pulso.
—¿Desde cuándo?
—Yo me desperté hace un rato en mi hotel porque me dolía la cabeza y cuando abrí las ventanas —su garganta se le hizo un nudo— estaba todo rojizo, vi cómo la gente corría a sus casas para protegerse. En las televisiones muestran imágenes de la alarma mundial. Los gobiernos del mundo han pedido que la gente no salga de sus casas.
"Aquello no podía estar sucediendo, mucho menos en ese momento", pensó Tous. "No puede ser verdad."
Las profecías mayas eran vistas por él y mucha gente de inteligencia del Vaticano como un culto bárbaro e incivilizado, pero igual mantenían cierto respeto. En ellas se anunciaba que antes de cumplirse la séptima profecía, el Sol tendría una actividad desbordada, trayendo tormentas eléctricas en su primera fase, y luego habría calamidades.
Si la gente tendía a unirse, si el rayo del cosmos que se anunciaba en los textos mayas lograba armonizar desde la conciencia suprema a la conciencia individual a los seis mil millones y medio de habitantes sobre el planeta, sus planes, sus negocios, su poder, todo se iría por la pendiente. El Gobierno Secreto necesitaba crear división y confusión, si aquello era sólo una catástrofe natural más, los beneficiaría a ellos porque venderían alimentos, medicamentos, fe. La iglesia necesitaba el miedo como su gran arma para tener a la gente bajo sus alas, arrodillada en sus púlpitos, carente de confianza en sí misma, casi ajena a la aventura de la vida.
El cardenal Tous, en su mente sagaz y racional, sabía que era imposible luchar contra los designios de la naturaleza.
—Tenemos que mantener la calma. Iré a verte al hotel pronto, no te alarmes, todo saldrá bien —le dijo al Búho antes de cerrar la tapa de su teléfono.
Tous, como todos dentro del Vaticano, sabía que durante la Inquisición el cristianismo había prohibido el culto a la naturaleza; sabían con certeza que no era un culto pagano, sino una forma directa de que la gente, sobre todo las mujeres, que ellos mal llamaron brujas, pudiera comunicarse con la divinidad a través de las fuerzas naturales de la vida.
Aquello no convenía a los negocios e intereses de los intermediarios del cielo. La imagen que se le había grabado a fuego en la mente de cada devoto era la de un dios que castiga y premia, así pensaba la mayoría de los cristianos.
Pero el cardenal Tous no sabía que el hecho de que el Sol experimentara aquellas tormentas era la antesala de algo inesperado.
—Si tu padre tuvo hallazgos científicos del primer hombre en la Tierra, revolucionaría por completo nuestras certezas —Adán bebió agua, estaba acalorado.
Alexia seguía abriendo archivos en la computadora.
—Se terminarían muchos mitos y mentiras —contestó sin levantar la vista de la pantalla.
Adán se desabrochó otro botón de su camisa. En el momento que Alexia iba a continuar respondiendo uno de los cristales de la ventana se quebró, cayendo al suelo los vidrios y dejando entrar una bocanada de aire muy caliente.
Ambos se giraron por el susto.
—¿Qué fue eso? —preguntó ella. Dejó de buscar información y se puso de pie de un brinco para ir hacia la ventana. Sólo al asomarse, una fuerte bajada de presión la hizo desmayarse.
—¡Alexia! —Adán corrió hacia ella pero no pudo impedir que cayera al suelo.
Desde afuera se escuchaban gritos y ruidos, el tránsito era caótico, bocinazos y chirridos de neumáticos. No era normal en aquel barrio de Atenas, donde siempre reinaba la tranquilidad de la gente de alto poder adquisitivo.
—Alexia, ¿estás bien? —le dio pequeñas palmaditas en el rostro.
—Sí —balbuceó, su voz sonaba confusa—. ¿Qué ha pasado?
—Te desmayaste. Fuiste hacia la ventana que se rompió y tus piernas se aflojaron.
—El calor… se me bajó la presión.
—Bebe —Adán le acercó la botella con agua.
Ella tomó el líquido lentamente. Luego se incorporó y se sentó en el sofá.
—Pero… ¿qué está pasando allí fuera? Hay mucho ruido y caos.
Adán se asomó por la ventana y vio aquel espectáculo dantesco. La gente que quedaba en las calles se apuraba para meterse al resguardo de alguna sombrilla, de algún bar, ocultarse donde fuera posible. Los coches se apiñaban sin respetar las normas de tránsito.
—¡Oh, Dios! —Adán llevó sus manos a la cara—. ¡No mires hacia el cielo!
Con sus manos detuvo a Alexia.
—Pero… ¿qué está pasando?
—¡Todo está rojizo en el ambiente! ¡El Sol! —exclamó.
Los dos tuvieron el mismo pensamiento. ¡La profecía!
—Calmémonos —dijo Alexia, alejándose de la ventana.
Adán cubrió la ventana con una madera que hacía las veces de estante. El calor era agobiante y los ruidos que venían de afuera los desconcentraban.
—¿Qué hacemos? —preguntó Alexia.
Adán la miró con calma.
—Si es algo del Sol y los cambios… si… la séptima profecía ha comenzado, no podemos hacer otra cosa que estar en paz, tranquilos —dijo casi como un susurro. Los largos periodos de meditación le ayudaban siempre a superar los impulsos del instinto.
—Tienes razón —respondió Alexia, quien estaba calmada aunque un poco aturdida.
Adán se mostró sorprendido.
—¿Qué tienes allí? —preguntó señalando con su dedo el pecho de Alexia.
—¿A qué te refieres?
Se acercó hacia ella y miró de cerca su pecho. Tenía una pequeña marca roja.
—¡Tienes una quemadura!
Alexia llevó sus manos al pecho. Vio un círculo en su pecho, aunque no sentía que algo la hubiera quemado.
—¡El cuarzo! —exclamó ella, refiriéndose al collar que llevaba en su pecho. Un regalo de su padre—. Tócalo, está muy caliente.
Adán pasó los dedos por el collar.
—Es cierto.
Alexia cerró los ojos.
—Espera.
Ella respiró profundo y se quedó en silencio.
Alexia comenzó a sentir una extraña lucidez.
Comenzó a sentirse tremendamente alerta y lúcida, como si luego del desmayo su mente funcionara al doble de velocidad.
Alexia cerró los ojos otra vez. Por su cabeza cruzaban los pensamientos ordenándose como si fueran una hilera de coches por una autopista a más de ciento cincuenta kilómetros por hora.
—Mi padre, como también sabía el tuyo, Adán, podría haber descubierto de qué forma preparar a la gente para la transformación que vendrá.
—¿Te refieres al cambio de vibración?
—Entre otras cosas.
—Explícate, por favor.
—La profecía del calendario maya habla del fin del tiempo dentro de pocos meses, yo creo… —su mente volvió a evadirse, como si pudiese sacar el conocimiento de otro sitio.
Adán la observaba inmóvil.
—¿Qué crees? ¡Alexia, habla!
Alexia sonrió otra vez. Y en aquella sonrisa Adán vio la belleza y la luz de aquella mujer en todo su esplendor. Sus dientes eran como valiosas perlas blancas y sus ojos dos estrellas que titilaban sin cesar.
—Adán, mi padre es un genio. Yo creo que el fin de los tiempos en realidad es el "Fin del Tiempo". Al pasar de una dimensión a otra descubrimos que la tercera dimensión, en la cual vivimos, es la forma de la ilusión, de la materia y la percepción de todo en términos de épocas, tiempos, edades. Si desde el Sol central de la galaxia llega el rayo de armonización para todo nuestro sistema y los habitantes de la Tierra, si a través de la alineación solar y el portal de luz se genera la evolución, entonces lo que percibiremos será que el tiempo, como tal, dejará de ser una barrera para captar la realidad.
—¿Qué quieres decir?
—¡Que podríamos percibir que el tiempo no existe! ¿Imaginas las consecuencias que eso tendría?
Por la mente de Adán se presentaron un sinfín de situaciones diferentes al estilo de vida "normal", como si fueran personajes de una obra de teatro.
—No habría miedo a la muerte.
—Exacto. El tiempo no existe. Todo cambia.
—No haría falta un paraíso futuro, ahora estaríamos en comunión con La Fuente.
Adán recordó que los iniciados en la meditación que se iluminaban espiritualmente como Buda decían que el estado de
samadhi
o expansión de la conciencia era un estado en el que no había tiempo, sólo la percepción de la eternidad en el momento presente. Incluso las investigaciones científicas mencionaban que el cerebro humano iba unas centésimas de segundo "detrás" de la realidad, ya que se tardaba unos brevísimos instantes en que las ondas cerebrales trasmitieran el presente a la conciencia.
"La iluminación sería colocar al cerebro en el presente eterno, captar la auténtica realidad, y sería la consecuencia de la práctica meditativa", le había dicho hacía meses la maestra de meditación a Adán.
—Así vivían los atlantes y los minoicos —afirmó ella.
—¿Cómo?
—Los minoicos de Creta y los atlantes, que según se cree estuvieron en Santorini y eran una civilización matriarcal que defendía y practicaba el culto de lo femenino, la adoración de La Fuente como sistema espiritual. Ellos vivían iluminados, antes de ser invadidos por los guerreros griegos y micénicos. Antes de que se produjera un gran diluvio y que el volcán entrara en erupción y hundiera su isla continente, borrando todo rastro de su avanzada civilización. Mi padre siguió los pasos de las excavaciones de sir Arthur Evans, el famoso arqueólogo inglés que descubrió restos de la civilización minoica en Creta, y de Spiyridon Marinatos, el arqueólogo griego que excavó en 1967 en la localidad de Akrotiri, dentro de la isla de Santorini, descubriendo una ciudad oculta que perteneció a la civilización minoica.
—Se cree que el hundimiento de la Atlántida ocurrió hace unos doce mil años, y el origen real del primer hombre es obviamente mucho más antiguo. Espera —su VOZ tenía dulzura pero a la vez mucha firmeza—, aunque en el discurso mi padre dice que halló dos cosas.
Adán no sabía a dónde iban a llegar.
—Tienes razón, Alexia, pero entonces.
—Espera —la mente de la geóloga iba a la velocidad de la luz—. ¿Y si los atlantes ya supieran cuál era nuestro verdadero origen?
Adán captó lo que ella insinuaba.
—Si fuera así, sería el científico más revolucionario de la historia humana —reflexionó Adán, imaginando la magnitud del hallazgo de Aquiles Vangelis—. El cambio de la conciencia colectiva sería la cúspide de los descubrimientos.
Alexia asintió con lentitud.
—Hay que ver con claridad lo que buscamos exactamente —recapituló Adán—. Hemos encontrado un discurso futuro para las Naciones Unidas dentro de unos meses y otro para los Juegos Olímpicos de Londres dentro de una semana. Tu padre ha encontrado algo importante, lo dice claramente en el video y en el papel que yo hallé. ¿Pero qué es lo que descubrió? Seguimos sin lograr una definición clara, llevamos horas. ¿Has visto algo nuevo, alguna pista?
Los chispeantes ojos de Alexia se movían velozmente frente a la computadora, abría y cerraba archivos. Adán se puso detrás de ella, colocó las manos en el respaldo de la silla y se inclinó para ver lo que estaba en aquella pantalla.
Alexia repitió en voz alta leyendo los archivos de la computadora.
—Atlantes, profecías, mayas, minoicos, mapa.
Miró otra vez la pantalla.
—¿Mapa?
Su voz mostraba entusiasmo. Abrió el archivo.
—¿Qué es esto? —preguntó ella un tanto dubitativa.
—Es un poco extraño, ¿no?
—Parece un mapa con símbolos.
—Oprime el zoom.
—Es como si estuviese escaneado de un original.
—Se ve dorado, ¿quizá sea de oro, de piedra?
Alexia se encogió de hombros.
—Haré una copia. Fíjate si está conectada la impresora.
Alexia movió el ratón de la computadora y le dio con su índice a la tecla de impresión. El archivo iba imprimiéndose lentamente.