—¡La policía! —exclamó la doctora.
Adán y Alexia se miraron con expresión helada. El alemán no dudó un instante.
—¡Por aquí! —y señaló hacia la cocina. Había una puerta de madera oscura que daba a una pequeña plazoleta donde dejaban la basura. El doctor la abrió y rápidamente se vieron fuera de la casa—. Entrarán de inmediato. Es mejor que nos dispersemos. ¿Tienen los teléfonos móviles?
Los dos asintieron rápidamente.
—Ya sabemos qué hacer cada uno —zanjó el alemán—. Tengan cuidado.
Dicho esto, los tres se encaminaron en distintas direcciones atravesando la plazoleta. En la entrada principal, Viktor Sopenski y la policía británica forzaban la entrada de la casa del genetista.
Habían convenido que Kate y el científico alemán se ocuparían de experimentar y programar los pequeños cuarzos que planeaban distribuir durante los Juegos Olímpicos; Kate contactaría con la prensa independiente, mientras Adán volvería con Alexia, para seguir buscando a Aquiles y al cuarzo madre atlante.
Adán había cogido un taxi y rápidamente se alejó del barrio. Hizo una llamada a Jacinto Urquijo para recoger la llave y la usb de la casa de ella. Habían quedado en encontrarse en la puerta del conocido Westfield Shopping del centro de Londres.
Mientras el taxi se acercaba al Big Ben, la gran campana del famoso reloj del palacio Westminster marcaba las siete de la noche; el auto atravesó la calle contigua y se podía divisar el edificio de la sede del Parlamento Británico.
Adán reflexionó con la mirada en el palacio sobre lo que estaba sucediendo. Desde que había llegado de Nueva York, se había visto envuelto en una espiral de sucesos y profecías, acertijos e hipótesis, presagios y experiencias metafísicas. Acostumbrado a su organizada aunque también activa vida, sentía que su existencia había dado un vuelco y cobrado velocidad.
Necesitaba procesar todo lo que ocurría. Desde que había recibido la llamada de Aquiles corría sin descanso de un lado a otro, elaboraba hipótesis, desvelaba símbolos que desarrollaban su capacidad de comprensión al máximo.
Danzaba por su mente un sinfín de cuestiones trascendentes: la veracidad de la Atlántida y las profecías mayas, el descubrimiento y secuestro de Aquiles, los terremotos, la situación del Sol, el uso místico del sexo, la tablilla de
oricalco
encontrada por Aquiles con los símbolos de Adán y Eva, el valioso cuarzo con información atlante. Todo esto generaba combustión en su interior mientras trataba de encajar las piezas.
Y, encima de todo, se había convertido en fugitivo de la policía sin haber cometido ningún crimen. Le molestaba ser perseguido. Bajó la ventana del taxi para que el aire le diera en la cara. Le pidió al taxista que subiera el volumen de la radio ya que la emisora estaba mencionando informes recientes sobre el estado de los países donde habían ocurrido los terremotos. La situación del planeta era delicada y las tormentas solares volvían a producirse.
En Londres no había pasado nada, así que la organización de las Olimpiadas seguía en pie. Aun así, cuando el coche frenó en un semáforo, pudo ver grupos de manifestantes con pancartas y carteles sobre el fin del mundo, quejándose contra el gobierno. La ciudad parecía un coctel humano de color, confusión y surrealismo.
Adán trató de aislarse de las noticias por un momento. Cerró los ojos. Le vinieron a la mente las palabras que Kate le había dicho en un
impasse
, luego de la experiencia con el cuarzo. La bella mujer había sido muy sutil para mostrar que sentía atracción por él.
—No sé si ha sido este momento, pero tengo que confesarte que siento una corriente de unidad contigo —le había mencionado.
Adán no estaba pensando en el amor ni en el sexo, aunque no negaba en su interior que una experiencia sexual con una mujer como aquella sería memorable. O quizá algo más, no lo sabía. La fusión del sexo y la conciencia. En realidad, sentía un fuerte deseo de volver a ver a Alexia. Decidió evaporar aquellos pensamientos.
El taxi estaba llegando al centro comercial. Cogió el teléfono móvil y volvió a llamar al amigo de Alexia.
Jacinto Urquijo estaba esperándolo en la puerta de una tienda de Dolce & Gabbana. Llevaba un bolso grande en su mano derecha con una gran D&G. Era menudo y de estatura mediana, pero por su colorida vestimenta nunca pasaba desapercibido. Usaba una gafas grandes de color negro, vestía un elegante pantalón granate y una camisa blanca. El cabello estaba prolijamente cortado y peinado hacia arriba con los dedos. Cada una de sus manos lucía un anillo y tenía una sonrisa que parecía instalada en su rostro todo el tiempo. Había nacido en Puerto Rico, pero llevaba muchos años en Londres.
—¡Hola! —exclamó con un ademán al tiempo que se hacía paso entre la gente—. ¡Aquí estoy! —Jacinto era verborrágico y extrovertido.
—Hola, soy Adán —se presentó el sexólogo luego de que Jacinto subiera al taxi—. ¿Llevas mucho esperando?
—No, de hecho estaba haciendo tiempo. He salido de compras porque estaba harto de tanto caos y trabajo —Jacinto usaba sus manos dinámicamente al hablar.
—Trabajas con Alexia, ¿verdad?
—¡Sí! —exclamó con voz aguda—. Trabajamos juntos. Yo también soy geólogo. Adoro a Alexia, realmente la adoro. Es divina una diosa.
—Yo siento lo mismo —dijo Adán—, es una mujer muy valiosa.
Jacinto le indicó al conductor la dirección a dónde dirigirse. El taxi aceleró.
—Mira, Jacinto, Alexia y yo estamos en medio de un problema. Un asunto complejo. Ha desaparecido su padre que tiene una información muy importante.
—¡Lo sé! Me ha telefoneado desde Santorini y me dijo que vendrías a recoger las llaves y unas carpetas o no se qué cosa antes de decidir qué harían. ¡Oh, Dios! En todo lo que pueda ayudar, cuenten conmigo —hizo una pausa antes de continuar—. Ya lo he comentado con Alexia, así que también te lo explico a ti —su voz se mostró dubitativa y su rostro adquirió un aspecto serio. Su sonrisa desapareció.
—¿Qué sucede?
—Verás, Adán, hemos recibido varios mails en el instituto geológico con fotografías aéreas sobre diversos y extraños símbolos geométricos, agroglifos.
Adán asintió. Se trataba de círculos en los sembradíos, marcas con bellos y sofisticados símbolos de entre 20 y 150 metros, que aparecían misteriosamente de la noche a la mañana en varios campos de trigo y otras cosechas, particularmente a las afueras de Londres.
—¿Son recientes?
—Sí —afirmó con los ojos muy abiertos—, no son sólo de Inglaterra, se han presentado en varios campos del mundo entero. Es la noticia del día, está circulando por internet y la televisión.
—¿Qué muestran los símbolos?
—Son extrañas combinaciones.
Jacinto Urquijo llevó sus manos al bolso y extrajo una carpeta. Lo que Adán vio le hizo dar un vuelco a su corazón. Le recorrió una electricidad por toda la piel.
El taxista los miró asombrado por el espejo retrovisor.
—¿Qué pasa con estos símbolos? ¿Qué significan? —Jacinto no supo por qué pero sintió que los pelos de la nuca se le erizaban.
Adán no le quitaba los ojos a las fotos que tenía en sus manos. Estaba claro que esa aparición reciente significaba algo importante.
—Jacinto, ¡estos símbolos son los mismos que encontró el padre de Alexia en una tablilla que tiene más de 12,000 años de antigüedad! Que hayan surgido en estos momentos indica que son señales de algo importante que sucederá a nivel planetario y galáctico.
—¿En serio?
Adán asintió.
—Déjame verlos otra vez, ¿qué significan? —le arrebató los papeles y las fotografías.
—Son el Alfa y el Omega, entre ellos hay diversos símbolos del
Elohim
, la sagrada unión sexual de lo femenino y lo masculino.
Aunque Jacinto prefería unirse sólo con el polo masculino, comprendía la dimensión universal de los símbolos que representaban el acto de reproducción de la especie humana.
—¡Qué impacto!
—Si bien nunca se supo quién o qué los hacía sobre los campos, no me cabe la menor duda de que estos símbolos son obra de seres avanzados.
—Es sorprendente —respondió Jacinto—. Se han producido en casi todos los países. Desde Argentina hasta Canadá, en China, en Malasia, en Grecia, en Australia.
—¿En tantos países? —exclamó Adán—. No puede ser que todas aparezcan al mismo tiempo en lugares tan remotos —su voz se frenó en seco, no quería hablar de aquello frente al taxista. Llevó el índice de su mano derecha hacia sus labios, haciendo el mismo gesto de silencio que las enfermeras en los hospitales. Guardaron silencio las pocas calles que faltaban.
El coche giró por una lateral a toda velocidad y luego enfiló dos calles, evitando las principales avenidas. Siguió derecho cinco calles más aprovechando que no había muchos autos.
—Déjenos aquí, por favor —le dijo Jacinto al taxista al cabo de unos breves minutos—. Caminaremos una calle. La casa de Alexia es aquella pintada de blanco —le indicó a Adán.
Jacinto no lo dejó pagar el taxi. El compañero de trabajo de Alexia se mostraba cada vez más impaciente.
—Estoy ansioso, no entiendo qué está pasando.
Mientras caminaban a paso veloz los cien metros que faltaban, Adán le explicó el sentido de los símbolos con las profecías mayas y el fin del ciclo planetario.
—¡Dios mío! Es a la vez emocionante y aterrador —exclamó Jacinto.
Adán asintió lentamente con la cabeza.
—Algo importante está a punto de ocurrir. Sólo recogeré una USB y volveré a Atenas.
Pocos metros antes de entrar a la casa de Alexia, sonó el teléfono móvil de Jacinto. Metió su mano en el bolso para extraer el aparato. Adán lo miró a los ojos con la esperanza de que fuera Alexia otra vez. Necesitaba contarle que el cuarzo que llevaba colgando de su cuello podría provenir de un trozo de cuarzo atlante, aunque no lo supieran. Debía decirle cómo sacar la información.
—No es Alexia —dijo Jacinto, al ver la pantalla—. Es un amigo. Adelántate tú, yo hablaré con él —le dijo al mismo tiempo que le entregaba las llaves.
Adán las cogió y se adelantó. Las introdujo en la cerradura y penetró la elegante entrada. En la ventana había flores y se notaba que estaban cuidadas con esmero. Emparejó la puerta tras de sí y percibió el perfume de Alexia en el ambiente. Todo tenía su sello. Decorado con estilo minimalista, el sitio reflejaba mucha calidez. El espacio y los muebles estaban inteligentemente aprovechados. Dio varios pasos por el hall de la entrada, que debía medir unos treinta metros cuadrados. Al fondo se veía la entrada a la cocina y un baño.
Alexia le había dicho que guardaba la usb dentro de su habitación en el primer piso. Se dirigió a las escaleras de caracol que había en el final del hall, el cual estaba pintado de color lavanda muy suave. Subió las escaleras imaginando a Alexia allí; sola, autosuficiente, llenando cada rincón de su casa con la energía de su espíritu luminoso.
Tras subir las escaleras giró hacia la habitación en la que había un baño, la puerta estaba entreabierta y la tapa del inodoro se encontraba sin bajar.
"¡Qué raro!", un pensamiento súbito lo alertó: "Alexia no olvidaría bajar la tapa del inodoro". Supuso que el mismo Jacinto habría ido al baño días atrás. Dio varios pasos más y entró en la habitación. Olía a flores, a narcisos, el perfume preferido de ella. Tenía un par de cuadros colgados de las paredes con atardeceres de Santorini. Le llamó la atención que la cama estuviera desarreglada. Era un detalle que destacaba entre tanta pulcritud.
Abrió uno de los cajones del clóset. Debajo de unas toallas pequeñas notó un pequeño estuche azul. Lo abrió. Allí estaba la USB, y en el mismo momento en que se disponía a salir de aquella casa, el frío contacto de la pistola en su nuca le generó un escalofrío por toda la columna vertebral.
Detrás suyo, Viktor Sopenski sostenía el arma con fuerza.
Sergei Valisnov estaba sentado a la derecha de Stewart Washington, en medio de una nueva cumbre en la capital de Estados Unidos, que se llevó a cabo en un enclave secreto para no despertar sospechas de la prensa independiente. El Cerebro sabía que su plan de activar bombas nucleares podría ser vetado por algunos integrantes del Gobierno Secreto y del gobierno oficial. Debería ser convincente, hacerles ver que era la única opción de frenar no sólo el impacto del meteorito que se dirigía hacia el planeta, sino del creciente fervor esperanzador que existía en varios lugares del mundo acerca del solsticio de diciembre.
En aquella reunión, en medio de un amplio salón ornamentado con una larga mesa ovalada de roble, con paredes decoradas con cuadros de incalculable valor económico e histórico, había mandatarios de diferentes países, tres voceros del Vaticano, los más altos miembros del Gobierno Secreto y varios integrantes cuyas funciones consistían en controlar desde la prensa mundial hasta el negocio farmacéutico.
—Es necesario que tomemos decisiones —dijo El Cerebro con voz tajante—. Como habrán podido comprobar a través de nuestros informes conjuntos, tenemos varios frentes a los que prestar suma atención.
En el ambiente reinaba un aura de incertidumbre y los rostros mostraban seriedad en extremo. Stewart Washington continuó su discurso.
—Por un lado, tenemos la inminente llegada del meteorito que nuestros científicos han detectado recientemente en el NORAD y los observatorios de la NASA, que supuestamente impactará nuestro planeta si no hacemos algo. El problema se agiganta, ya que este hecho astronómico se relaciona con nuestro segundo gran problema: el rumor que cada día cobra más fuerza sobre el posible cambio de conciencia para el próximo solsticio de diciembre.