—¡Oh, no! —exclamó—. ¡No tengo las llaves!
Una ráfaga de sudor frío recorrió su espalda.
Adán se volvió y vio doblar por la esquina una camioneta Volkswagen blanca a poca velocidad. Hizo señales desesperadas con sus brazos. La mujer que conducía frenó inmediatamente el vehículo.
—¡Por favor bájese! —le ordenó—. ¡Es una emergencia!
La mujer estaba estupefacta. Dudó un momento, pero hizo lo que le indicaron. Adán se sentó y tomó el volante. No estaba acostumbrado a conducir con el volante del lado derecho. Kate subió casi con la camioneta en movimiento. Una de las puertas quedó abierta. Al acelerar, ésta salió de cuajo disparada.
—¡Has arrancado la puerta!
La mujer veía cómo la puerta derecha de su coche quedaba en el suelo, a pocos metros de ella.
—Eso no ha sido muy cortés —dijo Kate.
—El fin justifica los medios. Ya sabrá que está colaborando en algo más grande.
Adán aceleró, pasó por la calle paralela a los policías. Vio a Sopenski con el arma en la mano a punto de disparar cuando otro de los policías de Scotland Yard lo detuvo desde atrás.
—¡Esto no es Nueva York! —le dijo el inspector británico—. No puede disparar a mansalva en la calle.
Sopenski le dirigió una mirada despectiva. En el mismo momento, dos de los coches policiales frenaron al unísono frente a ellos. Se escuchó el chirrido de los neumáticos.
Viktor Sopenski y el otro policía subieron inmediatamente al coche y ambos patrulleros encendieron sus sirenas dirigiéndose a toda velocidad tras Adán y Kate.
El secretario personal del cardenal Raúl Tous había cargado su cuerpo desmayado hasta el sofá de su despacho. Habían pasado casi veinte minutos en los que Tous había perdido el conocimiento en el baño.
—¿Está usted bien, Excelencia?
Tous lo miró, pálido, con expresión de asombro.
—¿Qué? ¿Qué ha pasado?
—Se desmayó.
El cardenal hacía un gran esfuerzo por recordar. Llevó sus manos a la nuca, le dolía la cabeza. Se había dado un buen golpe.
—Le traeré hielo.
El secretario estaba asustado pero actuaba con eficacia. Tous no articulaba palabra. Cuando el secretario volvió, llevaba un par de cubos de hielo envueltos en un paño que colocó en su nuca.
—¿Mejor?
Tous asintió lentamente.
—Ya recuerdo —dijo con un susurro—, me caí en el baño.
—Algo que comió le ha hecho mal, Excelencia.
Tous recordó por qué había expulsado su desayuno.
"Los seis terremotos." "Las profecías." "¡Un terremoto más y se cumplirá todo!"
Su mente comenzó a funcionar otra vez.
—Han sido días muy duros —le dijo su secretario—. Debe descansar.
—Estoy mejor, gracias. Me quedaré en el sofá. Pero ahora déjame, necesito pensar y ordenar mis ideas.
—Pero, Excelencia.
—Gracias —repitió con énfasis—, ahora déjame solo.
Su secretario sabía que el cardenal era autoritario y tenía una merecida fama de gruñón. Las cosas siempre debían hacerse a su manera.
—Estaré cerca por si me necesita —dijo antes de salir y cerrar tras de sí la puerta de roble.
Tous respiró profundamente. Quería volver a reactivarse, necesitaba saber qué estaba pasando con su plan. Tomó su teléfono. Tenía una llamada perdida. Había sonado cuando él estaba inconsciente. Era un mensaje con la voz del Búho.
Llámame urgente. Estoy a punto de desembarcar en Atenas con la hija de Aquiles. Va engañada hacia la dirección donde está su padre. La sorprenderé y tendremos lo que queremos. Cuando lleguemos a Atenas te vuelvo a llamar. Espero que te alegres. Yo siempre estaré a tu lado.
La vibración que Eduard le dejó en aquel mensaje rebosaba euforia. El Búho estaba ciego por su ascenso y por ganar mayor poder, quería la gloria para él. Sería quien cobraría los 50,000 euros prometidos por Tous. Y llegaría el momento de concretar su sueño, vengarse de su padre al saciar sus ambiciones políticas, entrando al parlamento de Cataluña con un alto cargo.
Adán condujo a toda velocidad por las calles de Londres, había logrado sacar distancia de los coches de Sopenski y los policías pero estaba preocupado.
—¡Ahora somos sospechosos! —le dijo a Kate que volvía el rostro en busca de las patrullas.
—Ya puedes ir más despacio, creo que los perdimos.
Adán miró por el espejo retrovisor.
—Seguramente han avisado a otras patrullas. Debemos tener cuidado. ¡Explícame qué ha pasado!
—No lo sé —respondió Kate—. No tienen derecho a entrar así a nuestro instituto. Dirígete hacia la zona de Green Park, dobla aquí a la derecha.
Hizo lo que Kate le sugirió en el momento que sonaba el teléfono de la doctora. Lo tomó de su bolsillo.
—¡Doctor Krüger! —exclamó—. ¿Qué sucede?
—No lo sé, Kate. Entraron por la fuerza. Se llevaron a todos los médicos y a los niños. Supongo que los van a interrogar. Logré esconderme y salir por la puerta trasera de mi despacho privado —Krüger los llamaba desde un café
Starbucks
.
—¿Cómo pueden tratarnos así? ¿Quiénes son? ¿Qué haremos ahora?
—¿Tienes el cuarzo? —preguntó Krüger.
—Sí. Sólo el pequeño fragmento original y nada más.
—Bien. Te diré lo que haremos. Escucha con atención.
Alexia, agobiada, había bajado la escalinata del ferry y pisaba el suelo ateniense.
Buscó rápidamente un taxi.
—¡Alexia! —gritó Eduard a pocos metros de ella.
La mujer volvió el cuerpo con una expresión fría en el rostro.
—Eduard, ¿qué haces aquí? —no dejaba de ver al joven catalán.
—Vi tu nota. No quería dejarte sola.
—¡Pero te dije que te quedaras en Santorini!
—Sí, pero creo que te seré más útil aquí. En el laboratorio no hay nada.
—Ahora da igual. No he recibido ninguna llamada de Adán, no me contestó el teléfono. He estado leyendo artículos sobre lo que ocurre en el mundo.
Estaba molesta de verlo allí.
—¿Recuerdas que mi padre haya dicho en alguna conversación por teléfono algo sobre los campos magnéticos de la Tierra?
A Eduard le apareció una vez más su tic nervioso.
—No. Tu padre era hermético con su trabajo, ya te lo dije. No me confiaba ninguno de sus trabajos. Ni a mí, ni a nadie.
Alexia asintió con la cabeza lentamente al tiempo que hacía una seña al taxi que pasaba.
—¡Sube! —le dijo Alexia que no estaba del todo convencida de ir con Eduard.
El Búho entró al auto por la otra puerta.
—¡A Plaka! —le ordenó Alexia al taxista—. ¡Tenemos prisa!
—Tengo algo importante que decirte, Alexia. Escúchame —dijo Eduard, aclarándose la garganta—. He hablado con un amigo de Atenas y me dijo —su voz se volvió grave y su tic nervioso cobró mayor intensidad— que le pareció haber visto a tu padre cerca del centro.
Alexia giró bruscamente su cabeza para verlo a los ojos.
—¿Qué dices? ¿Qué han visto a mi padre? ¿Quién? ¿Dónde?
—Me dijo que cerca del centro de Atenas, en la Plaza Sintagma.
A Alexia se le encendieron los ojos. Su corazón comenzó a latir con más fuerza.
—¿Y qué más? ¿Qué más te ha dicho?
—Bueno, me dijo que parecía desorientado.
—¿Desorientado? Pero, ¿quién te lo dijo?
—Ya te dije, un amigo de Atenas que lo conocía —Eduard trataba de confundirla.
La mente de Alexia fue rápida como un reguero de pólvora; tejió posibles hipótesis. ¿Lo habrían drogado? ¿Habría conseguido escaparse? ¿Se habría dado un golpe y había perdido la memoria?
—¡Dios mío! —exclamó.
—Creo que sería mejor ver a mi amigo.
Eduard acechaba como un animal sigiloso, trataba de ser sutil. Alexia se demoró unos segundos, pensativa, sentía un vuelco en el alma, un hambre voraz por encontrar a su padre.
Su cabeza comenzó a asentir lentamente como si quisiera convencerse de que aquello era lo correcto. Su mirada se posó en una fotografía de su padre en la pantalla de su Blackberry. Su intuición pudo más que su corazón.
—Primero iremos a la dirección que he encontrado.
Kate y Adán habían estacionado la camioneta a dos calles de donde el doctor Krüger los esperaba. Adán estaba inquieto y tenía calor, empezaba a cobrar conciencia de su cuerpo por los dolores que empezaban a invadirlo. Luego se dirigieron al barrio de Belgravia, a la casa del alemán. En el camino, le explicaron detalladamente a Krüger todo lo experimentado por Adán con el cristal de cuarzo atlante.
Krüger no se asombró al escuchar todo eso.
—¿Qué piensa, doctor? ¿Qué está pasando? —le preguntó Kate.
—No me sorprende tu relato, Adán. Justo en el momento en que la policía entró, otros médicos me acababan de informar que varios de los niños índigo habían descrito lo mismo que me acabas de contar.
—¿Cómo? —gimió Adán sorprendido—. ¿Han dicho lo mismo?
—Sí. Palabras más o menos, pero en síntesis, dijeron que tenemos un origen extradimensional y no es precisamente terrestre. Ese conocimiento está saliendo a la luz.
Kate sonrió por primera vez desde que había huido del laboratorio.
—No sé qué está pasando con el cuarzo —dijo Krüger—. Supongo que una vez que alguien toma contacto con él, poco a poco su efecto de procesar la información que tiene dentro se amplía en el cerebro.
—¿Y si el cuarzo activara el ADN?
Krugüer se mostró pensativo.
—Si, como creemos, aquella civilización atlante era tan avanzada que podía dejar su energía y conocimientos dentro de un cuarzo, seguramente tendrían cientos de cuarzos distintos con diferentes programaciones. Así como habría algunos para guardar información, otros serían para potenciar y activar el ADN.
—Aclaremos cosas, doctor. Necesitamos ir paso a paso —Adán estaba bajo mucha tensión pero no perdía la lucidez—. Si Aquiles tiene un cuarzo madre de un metro de alto que supuestamente fue activado por los antiguos sabios de la Atlántida, con energía suficiente para volcar esta información en la conciencia de miles de personas que llenan todo un estadio olímpico, las preguntas que debemos resolver son: ¿dónde está el cuarzo madre?, ¿qué beneficios podría aportar con la gente? y, además, ¿qué papel jugaría en el 21 de diciembre de 2012?
—El cuarzo madre lo tiene Aquiles. Supongo que pensaba ejercer influencia para que lo llevaran a los Juegos Olímpicos. Y si la gente empezara a tener esta información y supiera la verdad, podría ocurrir un tremendo revuelo.
Adán asintió con la cabeza.
—Creo que lo que todos presentimos es que el código genético cambiará para poder acceder a una dimensión superior.
Kate miraba por la ventana hacia la calle, seguía preocupada por sus perseguidores.
—De eso no me cabe duda —afirmó Adán—. Lo que creo es que las religiones pondrán en duda la autenticidad de los cuarzos.
—No estarán en condiciones de hacer nada si la gente toma contacto directo por sí misma. No se trata de inculcar una creencia, sino de que sientan lo que tú, los niños y los médicos sentimos, la vivencia directa.
—Entonces no deberíamos preocuparnos de nada. Las profecías seguirán su curso y la energía de La Fuente generará la transformación en la Tierra. El Sol recibirá la alineación con el centro de la Vía Láctea. ¿Qué podría impedir este evento cósmico?
Krüger mostró preocupación en el rostro. Adán se mantuvo en silencio. El doctor agregó:
—Para avalar frente al
establishment
de científicos ortodoxos nuestra teoría del poder del cuarzo tendremos como prueba la física cuántica.
—¿La física cuántica?
—Sí. El doctor Carl David Anderson, ganador del premio Nobel de física en 1936, descubrió la primera de las antipartículas: el positrón o electrón positivo.
Adán escuchaba atento.
—Te explicaré. El universo entero se mantiene en conexión por medio de vórtices de energía centrípeta, con sus campos magnéticos en asociación. Es como si fuera una vorágine de agua dentro de vorágines más y más grandes.
Krüger dio unos pasos y le mostró un pequeño dibujo que colgaba de la pared.
—¿La espiral de Arquímedes? —preguntó Adán.
—Exacto —respondió el alemán y dejó el cuadro en las manos a Adán.
—¿Y con esto qué, doctor?
—Quedó comprobado que estas energías moviéndose en espiral dan lugar a órbitas naturales del espaciotiempo: o sea satélites alrededor de los planetas, planetas alrededor de estrellas, sistemas solares alrededor de otros centros mayores, y así infinitamente.
—¿Qué relación tiene eso con el ADN?
—La interpretación de las profecías mayas que hizo Aquiles, partiendo del trabajo de tu padre, es que el 21 de diciembre de 2012 entraremos en el Día Galáctico, ¿verdad? Con esto podremos dejar atrás este largo periodo de oscuridad y confusión, de 5,125 años, justo lo que estamos viviendo. Lo que ellos llamaron Día Galáctico no es más que la alineación de nuestro sistema solar con una espiral más grande de energía. De esta forma, se activará la lluvia de fotones, una nube electromagnética, lo que también se conoce como nebulosa dorada o nebulosa radiante. Así se producirá una alineación entre la luz fotónica como resultado de la colisión entre un antielectrón o positrón con un electrón. Esta colisión se produce en una fracción de segundo y el resultado es la destrucción de ambas partículas.
Krüger tomó aire antes de continuar.