El secreto de la logia (11 page)

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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: El secreto de la logia
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Se arregló un poco el suyo, descontenta de la exagerada altura que había tomado; era obra del peluquero francés de la casa de Benavente, que había acudido a su palacio aquel mismo mediodía.

Su acompañante, que a fin de cuentas, como miembro de la Sala del Crimen era responsable de la persecución y juicio de todos los delitos civiles y penales en cinco leguas alrededor del Palacio Real, se mostraba preocupado por el enorme compromiso que había caído sobre él.

María Emilia parecía estar escuchando, pero se había detenido en averiguar qué noble era el que acompañaba a la duquesa de Arcos esa tarde, incapaz de identificarle a primera vista.

—Supongo que además de la terrible noticia de hoy, son muchos los delitos que pasan por tus manos, a juzgar por las pocas ocasiones en que me regalas con estas salidas.

Aunque no era insensible a las preocupaciones de Trévelez, María Emilia seguía los consejos de su amiga Faustina para atraer su atención, pues la condesa era una experta en recibir atenciones masculinas y entender sus reacciones. Se fijó en que la duquesa de Osuna esa tarde llevaba un llamativo lunar en la sien derecha, señal de que estaba dispuesta a aceptar que la cortejaran.

Aquello de los lunares lo supo de boca de Faustina. Se había instaurado en Madrid desde hacía no mucho tiempo. Las mujeres transmitían mensajes a los varones simplemente cambiando la posición del pequeño trozo de terciopelo que hacía las funciones del lunar natural. Si en vez de en la izquierda, hubiese estado en la sien derecha de la de Osuna, querría decir que la plaza estaba ocupada de momento. Muchos, pequeños y repartidos por todo el rostro significaban un estado caprichoso. Si durante una conversación, el lunar pasaba a la comisura derecha de la boca, es que había que evitar la conversación con el que estuviese en esa misma posición. Todas esas normas y muchas otras las había aprendido María Emilia con rapidez, pues todo Madrid las conocía y usaba. Así, entendió también que cortejar a una mujer casada no suponía infidelidad, pues se trataba de una simple moda, de tono caballeresco y platónico, algo hasta bien visto por parte de los maridos.

Le resultó asombroso comprobar hasta dónde alcanzaba la relación entre la cortejada y el varón. Al poco de llegar a Madrid y de establecer amistad con la condesa de Benavente, ésta contaba con un joven archiduque, recién venido de Austria, que se había prendado de sus encantos hasta el punto que acudía todas las mañanas a despertarla con la máxima dulzura, le abría las ventanas con cuidado de no molestar sus ojos, y le llevaba la primera taza de chocolate caliente con pastas o bollos recién comprados.

A María Emilia le parecía increíble que todo aquello significase un simple e inocente respeto a la amada, y que no llevase a roces mayores, pero parecía que casi nunca terminaba de esta manera. Visto que así obraban todos y todas, esa tarde, al igual que lo había hecho en días anteriores, se había puesto un lunar en la sien derecha, pues eso demostraba al alcalde que su plaza estaba vacante.

—Debes entender —Trévelez le devolvió a la realidad—, que no hay nada que me satisfaga más que tu presencia, reconociendo que cuento con demasiados inconvenientes para frecuentarla más. —A María Emilia no le importó que cogiera sus manos, aunque se cuidase de no ser vista por nadie, pues sería criticada de inmediato—. Como muestra de mi interés hacia ti, me gustaría que supieras que aunque sólo han pasado cuatro días sin vernos desde el concierto de Scarlatti, me ha parecido una eternidad.

Para Trévelez, cualquier oportunidad de mostrar sus rectas intenciones hacia ella era perfecta, pues aquella mujer, aunque no era muy bella, tenía con creces cualquiera de las virtudes que exigía a la que fuese su esposa. Su firme carácter y la gran inteligencia que poseía no la privaban de una fuerte sensibilidad, cualidad que también esperaba en una mujer.

Como buen extremeño, no era hombre de muchas palabras, sólo las justas, pero disfrutaba del comer y de la caza tanto como de la presencia de una mujer de las características de María Salvadores. No se sentía cómodo en el papel de pretendiente, pues poco era el tiempo y la experiencia que había acumulado en esas lides, al estar más atento a sus negocios y pesquisas que a dominar el arte del cortejo. Por eso, además de inexperto, se veía un tanto artificial cuando trataba de conquistar a aquella dama, e inseguro de sus sentimientos hacia él.

—Podíamos acercarnos a la botillería de Canosa, en la calle de San Jerónimo, y tomar un sorbete. Con este calor no sé tú, pero a mí me apetece beber algo fresco —María Emilia se abanicaba con regularidad para mitigar el calor que caía sobre Madrid desde hacía una semana—, y de camino me cuentas quiénes crees que han sido los autores del asesinato, pues sabes lo mucho que disfruto escuchando tus casos.

—De acuerdo. ¡Llévenos a la calle de San Jerónimo! —gritó a su cochero—. Te contaré algo, si me invitas a comer algún día a tu palacio.

—¡Hecho! —contestó ella tajante y con una amplia sonrisa.

La botillería de Canosa podía presumir de ser el lugar predilecto de la alta nobleza de Madrid y de servir los más deliciosos sorbetes y refrescos de la capital. Además de destacar por su calidad, resultaba peculiar la forma de servirlos pues, a diferencia de sus competidores, en aquel establecimiento se ofrecían las bebidas en unas bandejas de mimbre que llevaban los camareros hasta el mismo carruaje, evitando a sus propietarios tener que bajar de ellos.

Después de haber recorrido el Prado de San Jerónimo, que dejaba a su izquierda las caballerizas del Rey y la entrada al palacio del Buen Retiro, giraron a la derecha para subir por la calle donde se encontraba la botillería, ubicada en unos bajos asotanados y a la mitad de la misma.

Pocos metros antes, entre un numeroso grupo de carruajes, localizaron el de la condesa de Benavente, que al verlos les animó a que se aproximaran al suyo. María Emilia observó que su amiga Faustina, que ya no podía ocultar su embarazo, no iba acompañada por su marido, sino por un joven de aspecto impecable, que debía ser aquel nuevo candidato a cortejarla al que había hecho referencia unos días antes.

—¡Buenas tardes! —María Emilia no le quitaba ojo al joven, contrariado por aquella interrupción—. Creo que no tengo el gusto de conocer a tu acompañante.

Joaquín Trévelez saludó con respeto a la condesa.

—Se llama Enzo y es veneciano, pero no os molestéis en tratar de hablar con él porque no sabe ni una palabra de español. —Al escuchar su nombre, el apuesto mozo inclinó su cabeza a modo de saludo—. Es un nuevo ayudante del embajador de Venecia, que conocí en una de las fiestas que acostumbran a dar, y desde entonces no he conseguido que se me despegue.

Faustina se rió y el veneciano hizo lo mismo, sin entender de qué trataba la gracia. La belleza de la condesa se abría con mayor plenitud cada vez que sonreía; se entendía que tan magnífica mujer tuviese tantos pretendientes, pues no existía en todo Madrid ninguna mujer que llegase a ensombrecerla.

—¿Cómo está Beatriz? —Un camarero había tomado nota de su pedido; María, una vez que ya había aprobado con nota al apuesto veneciano, que apenas tendría veinticinco años, se acordó de la extraña reacción que había tenido la niña durante el concierto.

—Entiendo que ya está bien, pero no me preguntes qué le pasó la otra noche, pues no he conseguido que me contase mucho. Sólo me dijo que se había sentido un poco indispuesta y que no me preocupase más. Podrías preguntarle a Braulio; seguro que sabe algo más que yo, pues últimamente los dos parecen uña y carne —respondió la condesa.

—Trataré de enterarme.

—Hablando de Beatriz, tenemos una gran noticia para ella. —María Emilia no pestañeaba, muerta de interés—. Esta misma mañana nos ha pedido su mano el duque de Llanes y se la hemos concedido sin dudarlo. Ella todavía no lo sabe. Es un buen hombre y posee una posición muy acomodada; con él quedará bien asegurado el futuro de Beatriz. Estamos encantados, aunque me apene mucho tener que alejarme de ella.

—¿Estás hablando del mismo duque que conozco yo? —La expresión de María Emilia demostraba un absoluto desconcierto—. ¿Me hablas de algún hijo suyo que desconozco, o del viudo de sesenta y pico años que disfruta de palacio, vecino al vuestro, en la plaza de la Vega?

—Que yo sepa no tiene hijos, y ¡claro que me refiero a don Carlos! Ya sé lo que me vas a decir; que resulta algo mayor, pero dado el modesto origen de Beatriz hemos entendido que sería un excelente arreglo para ella. Ya sabes lo mirada que resulta la clase noble a la hora de casarse.

—Sólo te digo, que conociendo un poco a Beatriz la solución no le va a gustar nada.

Aquella noticia apenaba a María Emilia, no sólo por lo que podía afectar a su apreciada Beatriz, sino también por el efecto devastador que iba a tener sobre su hijo Braulio.

Durante la vuelta a su palacio, María Emilia Salvadores no dejaba de pensar en aquella sorprendente novedad y apenas prestaba atención a lo que le contaba Joaquín sobre el robo de unas importantes joyas en la casa de los duques de Medinaceli. Decidió que esperaría a que Beatriz supiese lo de su arreglo matrimonial antes de hablar con Braulio, aunque, de todos modos, empezó a elaborar algunos argumentos que le pudieran servir para consolar su seguro disgusto.

A la mañana siguiente, sor Ángela trataba de atraer la atención de sus diez alumnas de clase de Historia de Religión en la escuela convento de las Salesas Reales. Aunque todas parecían seguir sus explicaciones, Beatriz Rosillón ahogaba su rabia dibujando palabras sin sentido sobre un papel en blanco. De vez en cuando pasaba una página de su libro para simular que estaba siguiendo las explicaciones, aunque su mente volaba tan lejos de allí como si quisiera verse fuera de su horrible realidad.

La noche anterior, sus padres adoptivos le habían hecho llamar para darle una noticia que resultó ser la peor que hubiera podido imaginar. Sus protestas y objeciones no le sirvieron de nada ante la firmeza de la decisión que habían tomado, pues su boda estaba incluso pactada para al cabo de sólo un mes. Lo primero que le asaltó a su herido corazón fue pensar en su querido Braulio, al que amaba con inquebrantable intensidad y del que no podía explicar nada a sus padres por la falta de argumentos: ¿cómo iban a aceptar que cambiase un futuro asegurado por el abultado patrimonio del duque de Llanes, por un matrimonio con el jovencísimo hijo de unos gitanos que en nada podía superar las ventajas del primero? Ni lo intentó, ni quiso que conocieran sus sentimientos hacia él, pues de nada le iba a servir, y hasta podía entorpecer seguir viéndole una vez casada.

Cada vez que pensaba en el duque, al que había visto en sólo dos ocasiones, se le cortaba la respiración al imaginar su vida al lado de un anciano que no poseía ningún atractivo para ella. No había podido hablarlo con Braulio y tampoco sabía cómo se lo iba a explicar; encontrar las palabras adecuadas era un empeño tan complicado como el hecho mismo de su separación.

Uno de sus mayores tormentos consistía en entender la buena fe de sus padres en aquella decisión, pues, si en algo la querían, no encontraba justificación para que le desearan tan cruel destino. Llegó a pensar que el cariño que le habían demostrado a lo largo de esos años, resultaba ser algo tan exiguo y falso como para desearle tal castigo. También calculó —para empeorar aún más su dolorido estado— que aquel primer embarazo de Faustina habría transformado sus sentimientos, y por eso ahora trataba de deshacerse de ella para dedicar todo su corazón al hijo que llevaba en sus entrañas. Recogía con rabia una lágrima que resbalaba por su mejilla, escondiéndose de las demás alumnas, del mundo que nunca le había visto llorar.

—¡Pasad a la página treinta! Vamos a estudiar la ejemplar vida de santa Adelaida, esposa del emperador de Alemania, que murió en el año novecientos noventa y nueve. Como veréis, niñas, en la litografía de vuestros libros aparece su imagen coronada como reina, pues lo fue en vida y llena de ardor divino. Su padre, el rey de Borgoña, murió cuando sólo tenía seis años y la casaron muy joven con el rey Lotario. Este murió también muy pronto y quedó viuda a los diecinueve. Fue más tarde encarcelada por otro rey que pretendía su corona, y pasó muchos meses encerrada y humillada, vestida con harapos, pero siempre mostrándose feliz y bondadosa hacia todos. Este es un buen ejemplo para vuestras propias vidas, pues deberéis parecer siempre felices con lo que el futuro disponga para vosotras…

La monja seguía adoctrinando a las jóvenes, mientras Beatriz reflexionaba sobre sus últimas palabras. En su situación, aquello le parecía un exceso, pues no se imaginaba cómo podía demostrar felicidad en un matrimonio que más parecía un martirio, ni tampoco se veía como una santa, aunque las pruebas que le estaba poniendo la vida pudieran parecer suficiente causa de ello.

Al terminar con santa Adelaida, sor Ángela se entretuvo con santa Catalina de Siena, que por no querer contraer matrimonio con el hombre rico que deseaba su padre para ella, pues ya se había prometido a Dios, tuvo que ocuparse durante largo tiempo de las labores más humildes de la casa, hasta que agotó la paciencia de su padre e ingresó en un convento.

Les explicaba que la santa, desde muy pronto, había destacado por su sabiduría y prudencia, por lo que llegó a ser consejera de príncipes y hasta del mismo Papa, y que a lo largo de su vida había redactado más de trescientas cartas llenas de un sólido peso teológico.

Beatriz, pensó que, una vez más, parecía que aquellas vidas tan ejemplares coincidían en parte con la suya, aunque no pensase, como solución para ella, en romper su futuro matrimonio e ingresar en un convento. Lo del trabajo doméstico no le parecía tan terrible, si con eso lograba evitar su destino.

Le llegó el turno a santa Bárbara, de la que la monja dijo que había muerto mártir, a manos de su propio padre que era pagano, por su negativa a casarse con quien fuera también pagano. La furia del hombre se ahogó, primero cortándole la cabeza a su hija y con su propia muerte después, al caerle un rayo. Les invitó a mirar la litografía que mostraba a la mujer con un cáliz en su mano, sobre un fondo tormentoso. Beatriz pensó que tampoco resultaba conveniente imitar su martirio, aunque reconociera en la santa semejantes causas a las suyas.

Aquella sucesión de vidas ajenas le estaban empezando a resultar divertidas, e incluso estaban ayudándole a pensar que tampoco lo suyo era tan infrecuente, y por lo tanto resultaba más llevadero. Pero todo cambió al pasar a la siguiente página del libro, cuando vio el nombre y la litografía de la siguiente santa.

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