—Vamos a terminar ya la clase de hoy con una última santa. Me refiero a santa Justina de Padua. Ojead en vuestros libros el bello retrato de su martirio, pintado por el magnífico Paolo Veronés…
Beatriz observaba aterrorizada aquel dibujo que mostraba una escena en la que la santa aparecía de rodillas, con un puñal a punto de atravesar su corazón, mientras dos hombres a su izquierda la contemplaban apoyados en dos varas, y a su derecha, otros dos —uno de ellos parecía un alto cargo eclesiástico—, asistían a la macabra escena con el rostro imperturbable. Pensó que si hubiese un cuadro que pudiese dibujar el asesinato de su madre lo tenía delante de sus ojos, pues aquella escena parecía tan semejante a la que había vivido que casi podía imaginar a su autor a su lado y a los pies de su madre muerta, trazando idénticas líneas.
Algo en su interior no funcionaba bien cuando empezó a sentir las primeras náuseas. Si no podía creerse lo que estaba viendo, todavía le resultaba peor escuchar a la monja repetir el nombre de la santa, que coincidía, por una cruel coincidencia, con el de su madre.
El recuerdo de su imagen desplomándose delante de ella, los ojos y la expresión de absoluta entrega a la muerte en el rostro de la santa, el puñal clavándose en la delicada piel de ambas, el cruel rostro del inquisidor Pérez Prado cuando lo había reconocido en aquel concierto, las varas de los alguaciles del Santo Oficio resonando por el pasillo… Todos sus sentidos parecían en ese momento participar en una alocada carrera hacia el vacío. Beatriz notó que la clase, la profesora, y el resto de las alumnas empezaba a girar a su alrededor y le empezó a faltar la respiración poco antes de caer sin sentido al suelo.
Para los dos gitanos Heredia, aquel carromato, que todos llamaban galera, había sido el penoso medio que los había transportado de Madrid a Zaragoza, a falta de dinero para ir en una cómoda silla de postas, como hacían los nobles y funcionarios.
Una semana antes habían quedado con el ordinario que les sirvió de correo entre ellos y sus mujeres. Así supieron que no estaban encerradas en la Real Casa de Misericordia de Zaragoza, aunque iban a ser llevadas en breve a ella, sino en el antiguo palacio de la Aljafería, convertido en prisión a falta de instalaciones disponibles en la otra.
En cuanto el hombre hubo terminado su último encargo, y recogieron los falsos documentos que los acreditaban como hombres de bien y castellanos viejos, emprendieron el viaje para liberar a sus mujeres e hijas de la tiranía de los payos.
La Real Casa de Misericordia estaba regida por el arzobispo junto a otros cargos eclesiásticos, y el marqués de Terán, viejo amigo del marqués de la Ensenada y valedor suyo en aquella institución.
Sus funciones, antes de la gran redada contra los gitanos, habían consistido en recoger a los muchos pobres que vagabundeaban por Zaragoza para darles cama, comida, y, en alguna medida, un oficio. Con frecuencia salía de la Casa una galera, que todos llamaban el carro de pobres, para recoger de la calle a aquellos individuos inadaptados que pululaban sin gracia ni oficio, sobre todo después de una leva general, o cuando la densidad de indigentes tomaba proporciones alarmantes para el resto de la población.
Aunque la Casa tuviese como principal tarea la recogida de indigentes y no fuese un reformatorio, tampoco desterraba el uso del castigo cuando lo consideraba necesario. Azotes, cepos, y postes con argollas, eran herramientas comunes en el calabozo y servían de escarmiento para aquellos individuos que entorpecían la buena marcha de la institución.
Unos días antes de la llegada de los hermanos Heredia a la ciudad de Zaragoza, unas ciento setenta gitanas con sus hijas fueron trasladadas desde la Aljafería hasta una nueva nave de la Casa de Misericordia, donde les esperaban otras quinientas que acababan de ser remitidas desde Málaga. Con aquella cantidad de mujeres, su capacidad se había visto desbordada y muchas tuvieron que ser alojadas en los patios, faltándoles comida, ropa, camas y en general lo mínimo para sobrevivir.
Las gitanas, hartas y ofendidas por aquel trato, se enfrentaron a sus carceleros durante días con piedras, palos y sus propias uñas, organizándose tal revuelo que nadie se atrevía a entrar para resolver la peligrosa situación. En aquel ambiente, muchas andaban desnudas a falta de recibir la nueva ropa prometida, mientras otras lavaban como podían las suyas bajo la escandalizada mirada de sus guardianes.
En ese entorno insalubre, algunas enfermaban del pulmón o del vientre y, en general, todas empezaban a manifestar un evidente estado de desnutrición.
A Timbrio Heredia y a su hermano Silerio, no les resultó difícil dar con el bello edificio donde debían encontrar a sus mujeres, pues se habían informado que estaba al lado de una plaza de toros con el mismo nombre. También habían sabido que las características del edificio no permitían una fuga sencilla, por lo que decidieron recuperarlas de un modo más directo; preguntando por ellas a sus responsables, a quienes mostrarían los documentos falsos de su limpieza de sangre y razonarían el carácter ilegítimo de su apresamiento.
La galería que bordeaba uno de sus cuatro patios interiores estaba acristalada y se asomaba a su planta baja, donde al menos un centenar y medio de mujeres y niñas gitanas se encontraban apiñadas en uno de sus ángulos en sombra. No eran más de las once de la mañana, pero el intenso sol de Aragón llevaba ya unas horas castigando la ciudad con toda severidad. Ése era el comentario del portero mientras les llevaba hasta el despacho del alcaide de gitanas, máximo responsable de las mismas en aquella casa.
Timbrio se presentó como comerciante de lanas de la ciudad de Toledo, y Silerio como su ayudante. Los dos dijeron ser primos de aquellas mujeres, y denunciaron su desaparición por una posible confusión en iguales fechas que la redada de los gitanos. Habían decidido que hablaría Timbrio, pues él dominaba mucho mejor el castellano y apenas se le distinguía el acento caló.
—¡Pueden pasar! —La puerta del despacho del alcaide estaba entornada.
—Estos dos caballeros son de Toledo, y vienen preguntando por vos. —El portero abrió del todo la puerta para facilitarles la entrada.
—Ya veo. Pueden sentarse si lo desean. —Les observó sin apreciar nada extraño—. ¿En qué les puedo ayudar?
—Venimos buscando a dos mujeres; Remedios y Amalia Heredia y a dos niñas que las acompañan. Somos familiares suyos y sabemos que fueron detenidas por equivocación hace casi dos años. —Timbrio sacó los documentos que certificaban sus nombres y fe de castellanas, mostrándoselos a la vez que seguía hablando—. Las hemos buscado por todas las demás ciudades que tienen casas como la suya, sin ningún éxito. Por eso, creemos que tienen que estar en su venerable institución.
El hombre ojeó aquellos papeles y llamó a su escribiente.
—Ahora mismo lo comprobaré en los registros, aunque confieso que me resulta extraño imaginar una equivocación tan grave. Todas las mujeres que están concentradas en esta casa de caridad son de raza gitana, o eso nos ha parecido a todos. —Al hombre le llamó la atención las pobladas cejas y patillas que poseía el que más hablaba—. ¿Decís que sois primos de esas mujeres y de Toledo?
Observó con más detenimiento al pequeño. Le pareció que estaba muy nervioso.
—De una población cercana a Toledo llamada Mora. Allí tenemos nuestro negocio de venta de lana, y su casa si alguna vez tenemos el placer de contar con su visita. Nuestras primas, una viuda con dos hijas y la otra soltera, trabajaban en nuestro negocio y vivían a dos cuadras de nuestra vivienda. Desde su desaparición, hemos estado muy preocupados por su destino. La verdad es que hemos realizado un largo viaje hasta llegar acoí, con la esperanza de poder volverlas a ver y resolver en la medida de lo posible su equívoca situación. ¿Podremos contar con vuestra ayuda?
—Perdonad. Me ha parecido escucharos la palabra acoí y, por lo que sé ése es un término muy común en la lengua caló. No seréis también gitanos, ¿verdad?
—Ni sé lo que significa acoí. Creo que he dicho aquí, pero he podido confundirme.
Timbrio se mostraba lleno de serenidad y convicción en lo que decía, pero el alcaide daba muestras de estar dudando sobre sus identidades.
—¿Me podéis enseñar vuestros documentos? Los necesito para cumplir con los trámites necesarios en estos casos.
Timbrio sacó sus papeles, y se los mostró sin demostrar ninguna tensión.
—Veo que también sois Heredia. —Las dudas del alcaide iban creciendo por momentos—. Es un apellido bastante habitual en los gitanos.
—Es cierto que resulta frecuente entre esa calaña, pero ya ha visto que somos de sangre castellana y nada tenemos con esa raza de vagos y maleantes.
Entró su ayudante al despacho y se acercó al alcaide para decirle algo al oído, pasándole un papel que contenía una larga lista de nombres. El contrariado gesto que apareció en su rostro, presagiaba malas noticias.
—¿Me necesita para algo más?
El escribiente cerró tras de sí la puerta, con la negativa del alcaide.
—Créanme que lamento informarles —se puso a leer el papel que tenía entre sus manos—, que su prima Remedios Heredia falleció hace cuatro semanas de una neumonía, como también Amalia Heredia, aunque ésta hace apenas una semana y de unas fiebres malignas.
El alcaide les miró algo avergonzado pues conocía las lamentables condiciones de alojamiento de aquellas mujeres, y su conciencia sufría por la larga relación de fallecidas que no dejaba de crecer cada día.
Silerio Heredia no pudo resistir su silencio por más tiempo, y preguntó por el paradero de sus dos sobrinas; las hijas de Timbrio, con un marcado acento caló. También empuñó la larga navaja que ocultaba debajo de su fajín.
—Por fortuna, sus nombres no aparecen en esta lista. —Al escuchar al más pequeño, concluyó que aquellos hombres eran dos gitanos en toda regla y que debía andarse con cuidado—. Mi ayudante me ha señalado que tampoco están en ninguna otra donde tenemos registradas las que aún siguen hospedadas en esta Casa.
—Estamos seguros que estaban todas juntas. No puede ser que hayan desaparecido.
Timbrio se tragaba la rabia y el dolor que traspasaba sus entrañas con la muerte de su mujer, aunque se mantenía en la esperanza de encontrar vivas a sus dos hijas.
—Sólo se me ocurre que hayan escapado. —Un cierto aire de alivio recorrió por un instante el ánimo del gitano—. ¡Me explico! El mismo día que llegó el grupo de mujeres desde el palacio de la Aljafería, se produjo una numerosa fuga que protagonizaron unas quince mujeres, entre las cuales supimos que había cinco que eran bastante jovencitas. Sus nombres los desconocemos, y nada se ha sabido de ellas después. Siento no poder darles más información; eso es todo lo que sé de sus familiares.
Le pareció que una nube de peligrosa ira recorría aquellos dos rostros.
—Vuelvo a insistirles, que lamento haberles dado tan malas noticias. No dejo de imaginar los malos momentos por los que deben estar atravesando.
Timbrio Heredia y su hermano Silerio cerraron la puerta del despacho del alcaide de gitanas y abandonaron con rapidez el edificio que albergaba la Casa de Misericordia, ahogados de ira y confusión.
La inesperada y terrible muerte de sus respectivas mujeres, que jamás imaginaron que llegara a ocurrir, y la desaparición de las dos niñas, con la dolorosa incertidumbre que suponía no conocer su suerte, despertó en ellos un instinto de venganza que les impulsó a un ataque de singular violencia contra el alcaide. Ellos no los contaron, pero seguro que su cuerpo recibió antes de morir más de cincuenta navajazos y una parte del agudo odio que seguiría fluyendo por su sangre gitana durante mucho tiempo.
En Madrid.
Año 1751, 21 de julio
L
a cámara donde se cumplían las sentencias de tormento se hallaba en el extremo de una larga galería que descendía en profundidad dentro de los subterráneos que recorrían el palacio del Santo Tribunal.
Si había en ella una cualidad que destacaba sobre cualquier otra, era sin duda el repugnante olor que despedía; mezcla de sangre, orines, y carne podrida, que maceraba las piedras y paredes de aquel húmedo y lúgubre ambiente.
Aislada por completo, no recibía la luz del sol o el alivio de un soplo de aire fresco; sin esas curas, aquella estancia iba enfermando sin solución, contagiada de las mismas penas que padecían los torturados.
Su escasa decoración consistía en una sobria tarima con varias sillas en uno de sus laterales donde se sentaban los inquisidores, y en su centro, toda una colección de instrumentos de tortura para conseguir la confesión del acusado. Las ocho antorchas que ardían en sus paredes iluminaban su techo y, al reflejarse en él, repartían algo de luz por el recinto.
Aquella tarde, el médico que solía atender a los presos del Santo Oficio se encontraba examinando el cuerpo de un reo para dictaminar si se encontraba en condiciones de recibir tormento. Aunque estaba en exceso delgado, no lo encontró tan débil como para desaconsejar el uso del cordel y el agua sobre John Wilmore, máximo responsable de la masonería en España, detenido por la Santa Inquisición hacía dos semanas.
El doctor se acercó hacia la tribuna donde los inquisidores aguardaban su dictamen, para dar su beneplácito.
La importancia del acusado había animado la presencia del inquisidor general Pérez Prado, que presidía el acto junto al notario, cuatro ministros de tortura, y una tercera persona que ocultaba su identidad bajo una amplia capucha.
—¡Decid toda la verdad y evitaremos que los verdugos procedan contra vos! —La ronca voz de Pérez Prado retumbaba sobre las mudas paredes de la cámara.
—¡Nada he de confesar, pues nada condenable he cometido! —La expresión del reo parecía tan firme como la convicción de su inocencia.
—Os ha sido dictaminada una sentencia de tormento tras haberse obtenido suficientes evidencias de delito en la prueba de testigos, y no haberse aceptado las alegaciones de vuestro abogado contra los testigos de cargo. —El notario explicaba al acusado la evolución de su proceso y las razones de aquella resolución—. Como todavía no hemos obtenido de vos una completa confesión, nos vemos obligados a aplicaros tortura, no por deseo propio, si no debido a vuestra obstinación. No ejerceremos mutilación sobre ninguno de vuestros miembros ni os provocaremos heridas de sangre, pero actuaremos con ciertos instrumentos que os producirán un agudo dolor, sin detenernos hasta que vuestro testimonio nos disculpe de su uso.