Timbrio iba el primero; rompía el orden para adelantarse a cualquier contratiempo que pudiera salirles al encuentro, agarrado a su navaja por si tuviera que hacer uso de ella.
Y de golpe la vio. Había crecido. Le pareció mucho más mujer, pero sin duda se trataba de su hija Amalia. Venía de frente a ellos, caminando con un cesto de mimbre, absorta en sus pensamientos. El ruido de sus pasos la alertó, y ella también le vio. Ahogó un grito de sorpresa cuando su padre le tapó la boca.
—¡Amalia, mi niña!
—¿Padre?
—Nos persiguen. No puedo quedarme aquí. ¡Rápido!, dime dónde vives; te iré a ver en cuanto pueda.
Miraba constantemente hacia atrás, nervioso y feliz por aquella inesperada coincidencia, por haber visto al fin a su hija, después de creerla muerta.
—Trabajo en casa del duque de Llanes y también está conmigo Teresa.
La hija lloraba de emoción. Estaba viendo a su padre y a su tío después de muchos años de ausencia.
—¿Teresa, también? ¡Qué alegría me das, hija!
—¡Debemos irnos de inmediato, Timbrio —le recordó Claudio.
—¡Ahora no puedo quedarme, pero juro que te veré muy pronto!
En Madrid.
Año 1751, 13 de septiembre
L
o habían pensado y deliberado hasta la extenuación. Antes, tuvieron que ir descartando una a una las diferentes alternativas que se ofrecían para llegar hasta él, valorándolas desde todos los ángulos posibles. Al final, la única posible, la que llevaba garantizado un mayor éxito, pasaba por introducirse en la misma sede central del Santo Oficio en la calle del Reloj.
La razón que darían para justificar su presencia y posterior acceso al interior del palacio, resultaría suficiente. Hasta ahí no veían demasiada complicación. Ahora bien, el momento más crítico de su plan vendría después; una vez que estuvieran con él a solas. Allí, su acción debería ser rápida, fulminante, certera.
Era muy temprano para que Madrid todavía sintiese el habitual bullicio que solía presidir sus calles, en ese ir y venir de gentes, de caballos, de ruido. El aroma de su aire, por frío, se hacía doloroso cuando penetraba por la nariz; casi cortante, gélido, y desde luego seco.
Protegidos por dos gruesas capas de lana, dos viandantes aceleraban el paso en absoluto silencio. La tensión atenazaba los músculos de sus rostros. El elevado riesgo que acompañaba a su proyecto les mantenía en constante alerta, observando todo lo que acontecía a su alrededor. Una falsa delación podría servirles de suficiente excusa para justificar su interés en hablar con el alguacil mayor de la Santa Inquisición; su más alto representante después del inquisidor general Pérez Prado, verdadero objetivo de su maquinación pero causa imposible debido a su férrea seguridad. A efectos de ello habían decidido atacar a su segundo, para luego…
—Llevo todo lo necesario, pero no se cómo haremos para imponerle el símbolo.
—Clavándoselo.
—Si hacemos demasiado ruido pondremos en aviso a otros.
—He afilado los clavos; entrarán sin dificultad. No necesitaremos usar otros medios más contundentes.
La fachada del palacio se aproximaba a cada paso que daban. Casi habían llegado.
—Ahora, sobre todo serenidad. No deben notarnos intranquilos; levantaríamos sospechas.
Llamaron a la puerta tres veces. Escucharon unos pasos desde el interior. Se descorrieron dos grandes cerrojos y la puerta empezó a abrirse. Un hombre de baja estatura y ojos achinados les miró tosiendo sin parar; parecía que se iba a descoyuntar. Esperaron a que se recuperase sin ninguna prisa.
—¡Perdonadme!, este frío me matará cualquier día. —Se sonó la nariz de forma aparatosa con un pañuelo bastante sucio—. ¿En qué puedo ayudar a tan madrugadores visitantes?
—Deseamos ver al alguacil mayor.
El portero trató de identificar aquellos rostros, medio ocultos bajo las capas.
—¿El padre Aquilino? ¿Tenéis cita con él?
—No, pero debemos verle. Traemos graves noticias que deben ser por él conocidas, y pronto.
—Si pretendéis que os deje pasar, deberíais ser algo más explícitos. —De tanta tos, sus ojos estaban enrojecidos y llorosos, pero su mirada era firme y su expresión decidida.
—Poseemos una información que seguro va a ser de su interés. Venimos de buena fe a denunciar a un alto cargo eclesiástico por su comportamiento aberrante y su manifiesta herejía. Por ser éste un asunto de extrema delicadeza, hemos entendido que sólo debe ser escuchado por alguien que después sepa tratarlo con la necesaria prudencia.
Aquella sorprendente revelación provocó otro acceso de tos en el portero que le dejó sin habla. Les abrió del todo la puerta, dándoles paso.
—Esperad aquí… —Se dobló con otro golpe; esta vez de estornudos—. Iré a buscarle.
El recibidor era circular, con una colosal estatua del arcángel san Gabriel en su centro, con yelmo, armadura, y espada en mano, pisando la cabeza de un dragón.
Su pared más noble, frente a la puerta, quedaba vestida por un enorme tapiz de seda con los símbolos de la Inquisición; la cruz verde, con la espada y la rama de olivo a cada lado de ella. Cuatro arcos se abrían desde allí a unos largos pasillos sin fondo, y en cada una de las paredes que los separaba, continuando el perímetro del círculo, otros tantos tapices con las representaciones simbólicas de los cuatro evangelistas; el hombre, un toro, el león, y el águila.
Al ser conscientes del peligro que suponía esa parte del plan, se miraron para darse tranquilidad.
—Lo único que necesitamos es conseguir que nos lleve hasta su despacho. Luego, una vez allí, todo será fácil.
—Siempre que no tengamos más compañía.
—Confiemos que no sea así.
Al fin aparecieron y, para su consuelo, sólo dos; el portero y el que debía ser el alguacil. Este último los estudió con gesto preocupado. Sin saber la personalidad del denunciado ni la importancia de su cargo, el asunto le pareció de enorme gravedad. Era su superior, el obispo Pérez Prado, el que se encargaba en persona de estos temas, pero en su ausencia recaía en él la obligación de atender ese tipo de declaraciones.
—Arturo Aquilino, alguacil mayor del Santo Oficio…
No sabía cómo proceder; estrecharles la mano con cortesía o mostrarse distante. Su misterioso aspecto no le ofrecía demasiada confianza.
—Queremos denunciar a un hombre de Iglesia, obispo para ser más precisos, por su escandaloso obrar, vida disipada, y en general por el mal ejemplo que transmite a sus fieles.
—Ya veo…
El alguacil no parecía saber qué decisión tomar, y guardó un largo y tenso silencio que provocó la inquietud del resto de los presentes.
La situación rozaba el absurdo.
—¿Podríamos hablarlo en privado? —propuso al final uno de los visitantes, mirando con incomodidad al portero. Éste no pareció demasiado molesto por verse privado de escuchar su testimonio.
—Claro… sería lo más sensato. Seguidme hasta mi despacho; allí podréis expresaros sin ningún tapujo.
Tomaron uno de los pasillos hasta llegar a un recodo que luego se doblaba a la derecha. El alguacil abrió la primera de las puertas que había y les invitó a pasar. Por fortuna, nadie más les había visto de camino, y tampoco se escuchaba actividad alguna en el resto del pasillo.
Actuaron de forma tan rápida como eficaz. Mientras uno le agarró del cuello y le tapaba la boca, el otro lo amordazó hasta comprobar que apenas se oían sus gemidos. Luego acercó una silla y le sentó de golpe, atándole con férreos nudos sus tobillos a las patas.
—Sujétale los brazos mientras le ato.
Le pasaron los dos brazos por encima de la cabeza, dejándoselos anudados a la nuca. Una última cuerda le cruzó el vientre y le ató a la silla, dejándole inmovilizado por completo.
El miedo barría la mirada del alguacil. Sabía que aquello no podía terminar bien. Aterrorizado, veía cómo aquellas personas se movían alrededor con una preocupante determinación. Sin pronunciar palabra demostraban saber lo que querían.
El que parecía mayor de los dos, sacó de su chupa una bolsa de fieltro de mediano tamaño, y de ella, una estrella dorada, como de latón. Le rajó la camisola de arriba abajo y sin pensárselo dos veces colocó la estrella sobre su pecho.
—Sorprendido, ¿verdad? —Sonrió, deleitándose con su cara de espanto—. Esto es nada en comparación con lo que veréis a partir de ahora.
El primer clavo entró fácilmente entre las costillas, hundiéndose sin problemas. Con el segundo y el tercero tuvieron más problemas al coincidir los extremos de la estrella con el hueso. Tuvieron que ir moviéndola hasta encontrar hueco por donde penetrar los afilados hierros. Los dos últimos se introdujeron sin dificultad. Después, se apartaron de él para contemplar el resultado de su obra, a todas luces perfecta, tal y como parecían pensar.
—¡Míralo ahora, míralo! ¡Fíjate en sus ojos! —pronunció alborotado el que parecía más joven.
El otro se acercó a su cara con un afilado cuchillo y le cortó una oreja.
—¡Verdugo has sido en vida, y como tal sólo has producido muerte!
Envolvió la oreja en un pañuelo y se la guardó.
—¡Ahora han sido tus víctimas quienes te han elegido, sucia alimaña!
—Deja de hablar —le recriminó el otro—, y acaba de una vez con él; debemos irnos.
El alguacil se retorcía en la silla entumecido por el dolor y el pánico. En su interior imploraba que aquello terminara cuanto antes, y fue en ese momento cuando le vio venir.
Iba con una maza en su mano. Su cabeza recibió el impacto, tan brutal que se hundió bajo el pesado hierro.
Su ejecutor sonrió satisfecho, observando cómo el martillo se había quedado clavado en su cráneo.
—Déjalo ya y vayámonos de aquí cuanto antes —insistió el segundo.
Comprobaron que no había nadie por el pasillo, alegrándose de hallar al portero en el recibidor.
Una puñalada mortal ahogó para siempre el eco de sus toses antes de que cerraran la puerta del edificio.
—Desde que has aparecido esta mañana para despertarme hasta ahora, no has dejado ni un solo instante de canturrear. Noto algo en tu expresión, no sé; desbordas de alegría. ¿Qué te ha pasado para que estés así? —preguntó Beatriz.
—Estoy muy contenta, señora…
Amalia estaba terminando de ordenar su ropero.
—¿Y qué te hace estarlo?
Se dirigió hacia el baúl donde se guardaba la ropa de cama, y eligió un juego nuevo de sábanas para cambiar las actuales.
—¡Ayer vi a mi padre! —Se le escapó una risita nerviosa.
—Pero ¿no me dijiste que estaba encerrado en un arsenal en Cádiz?
—No me contó nada. Iba junto a mi tío y otro hombre por la calle, con mucha prisa, y apenas pude hablar con él. Pero está vivo y aquí…
—No lo entiendo. ¿Cómo no pudo hablar contigo después de tanto tiempo?
Retiró las sábanas usadas y se puso a hacer la cama, ahora con las limpias.
—Señora, os recuerdo que los gitanos estamos siendo perseguidos. Supongo que pudo ser ése el motivo que hizo que no pudiera quedarse más tiempo conmigo. Pero no me importa. Le he visto, y pronto podré hablar con él; me lo prometió.
Por un momento, Beatriz la envidió hasta en lo más profundo de sus entrañas; a ella jamás le podría pasar algo semejante.
Miraba a Amalia. Su piel de color tostado con un suave tono aceituna resaltaba sobre el blanco de su vestido. Una zahína melena empezaba a aflorar sobre los teñidos cabellos. Esa vieja sabiduría, entrañada en la tierra y en la sangre romaní, afloraba en cada uno de sus movimientos y expresiones.
—¡Acércate!
La doncella dejó lo que estaba haciendo y se volvió hacia ella. Su sonrisa iluminaba por sí sola todo el dormitorio. Luego se dobló sentada a sus pies.
—No soy hija de la condesa de Benavente. —Sus dedos empezaron a juguetear con sus cabellos.
Amalia frunció el ceño, extrañada ante tal declaración.
—Mi madre se llamaba Justina y murió asesinada hace seis años; entre mis brazos. Los responsables de su crimen encarcelaron también a mi padre, a mi adorado padre, y me robaron la vida, mataron mi esperanza, mi derecho de volver a verle, pues entre sus muros, preso de su iniquidad, murió al poco tiempo sin remedio.
Beatriz hablaba con toda serenidad, segura de saberse entendida por la joven, cuyos sentimientos podían ser tan cercanos como rabiosos. Todavía la conocía poco, pero notaba una unión entre ellas que traspasaba lo material, que se hacía evidente.
Amalia supo que no debía preguntar; sólo escuchar, compartir.
—Fui adoptada por los condes y cuidada por ellos. Sin ser todavía consciente de que nuestro destino está escrito en algún lugar, éste me llevó a conocer a un gitano; mi mejor amigo primero y mi amante después.
El gesto de sorpresa en Amalia fue pronto respondido.
—Has conocido a María Emilia. Ella lo adoptó cuando su marido estaba destinado en el arsenal de La Carraca, donde Braulio estaba cautivo, al igual que tu padre.
Amalia supo de inmediato que aquel amor se había quebrado por algún grave suceso.
Beatriz se sentía cómoda con ella. Rozó su frente conmovida por la complicidad que surgía entre ambas. Sabía que Amalia podía escuchar las mudas voces que pululaban por su interior. Tenía ese poder, cada vez lo notaba con más fuerza y le resultaba atractivo.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué el mal nos mortifica más a unos que a otros?
—Acaso será que algunos le seducimos más —respondió la gitana.
A Beatriz le cautivó su respuesta.
—¿También has sentido su poder, moviéndose a tu alrededor, fascinado por ti?
—Sí. Como algo frío, como una pesadilla que se repite cada noche. En mi caso, siempre está a mi lado; tanto que me he acostumbrado a su presencia.
—Lo sé. Hasta llegas a desear que no desaparezca nunca de ti, y quieres sentirlo más cerca, hasta ser la dueña de sus actos…
Amalia no imaginaba el alcance de sus palabras, pero Beatriz sabía muy bien de qué hablaba. La suma de las tragedias que la habían acompañado a lo largo de su vida fueron adquiriendo poco a poco en ella un nuevo sentido, hasta cambiar la idea que tenía sobre la maldad. O mejor aún, ya no constituía nada temible, pues había sido su más fiel compañera a lo largo de los años. Se había convertido en su norte, en su guía, en su destino.