El secreto de la logia (31 page)

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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: El secreto de la logia
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—Resultaría demasiado arriesgado, padre Rávago. No disponemos de prueba alguna contra él, y eso podría arrastrarnos a tener que justificar los motivos de vuestro espionaje. ¿Qué íbamos a preguntarle sin poner a la luz nuestras sospechas?

—Sé si un hombre me miente con sólo mirarle a los ojos. No nos haría falta abordar el asunto de un modo directo; sirviéndonos de pocas preguntas y con sólo estudiar su rostro me bastarían cinco minutos para confirmar mis sospechas.

—Pero padre Rávago, entended que poner en duda la honorabilidad de un embajador extranjero, implicándole incluso en un posible asesinato, es un asunto gravísimo, y más aún si el que lo esgrime resulta ser el confesor real.

Trévelez prolongó una pausa de forma deliberada.

—Si de verdad Keene poseyera alguna información en relación a este asesinato o a los anteriores, que nos sirviera para localizar a sus autores, jamás nos la facilitaría. Dejadme que os haga otra propuesta menos comprometedora que se me acaba de ocurrir.

—Ya podéis esforzaros porque os va a resultar difícil convencerme. —Aunque Rávago reconocía los peligros que acarreaba su propuesta, tampoco iba a facilitarle el terreno a Trévelez.

—¡Existe otro modo de llegar a él!

El gesto del confesor reflejó una disimulada actitud de sorpresa.

—Ya me diréis cómo.

—Que su mujer nos ayude.

—Ahora no os entiendo.

—Llevo tiempo observándola en varias de las fiestas a las que ha acudido, así como en algunas recepciones donde hemos coincidido, y creo que esa mujer es de fácil cortejo.

—Os recuerdo que estáis delante de un siervo de Dios.

—No nos andemos con reparos. La gravedad de vuestras sospechas justificaría el uso de cualquier procedimiento. ¿No estáis de acuerdo?

—Seguid explicándoos.

—Sé que varios han sido los que la han pretendido, y que no suele poner demasiadas resistencias. Es un rumor del que nos podríamos aprovechar.

—¡Cuánta vida mundana y libertina! —Se santiguó escandalizado.

—Si conseguimos poner a alguien de nuestra confianza cerca de ella, además de abrirnos la entrada a la embajada y espiar los contactos y relaciones del embajador, también accederíamos a sus archivos diplomáticos, lo que podría ser de enorme interés para nuestro gobierno.

—Maquiavélica pero interesante propuesta. ¿Cuándo vais a empezar a cortejarla?

—¿No creeréis que voy a hacerlo yo? —Joaquín se sobresaltó con esa idea.

—¿Y quién mejor? —Sonrió al notar su agobio—. ¿Queréis que me crea que esa mujer se va a dejar lisonjear, así sin más, por un desconocido? ¡Dejaros de tonterías! A vos ya os conoce, y sabe qué cargo ocupáis; os aseguro que eso facilitará el engaño.

Joaquín negaba con la cabeza. Aquello le parecía una locura.

—Como bien sabéis soy hombre de Iglesia y, como tal, nunca he aprobado esas licencias amorosas, aunque se me asegure que el cortejo es sólo un candoroso juego, intrascendente, casi platónico. Su aparente inocencia, en mi opinión, esconde flagrantes adulterios y, por ello, reviste una evidente inmoralidad.

—¿Y cómo es que entonces me lo pedís?

—No siempre son rectos los caminos de la virtud. A veces se hace necesario tomar algún atajo cuando se persigue un buen fin. Y este que ahora nos entretiene, justifica lo que os propongo.

—¡No lo veo claro! —Trévelez rechazaba la idea sin encontrar la forma de escapar de ella—. Yo no tengo por qué llegar hasta esos extremos… ¡Me niego a desempeñar ese papel!

—La idea ha sido vuestra, y si pretendemos discreción y éxito no encontraremos otro mejor que vos.

—¡Os insisto que no lo haré! Buscaré a alguien que sirva mejor para el encargo.

Cuando Rávago tomaba una decisión, era labor imposible conseguir convencerle de lo contrario.

—Alcalde Trévelez —su voz surgió más solemne—, no estamos hablando de un asunto menor. Si por vuestra labor, que ya entiendo os puede resultar un tanto excesiva, hallásemos pruebas que incriminasen a Keene en el atentado del palacio de la Moncloa, de su sospechosa relación con la masonería o de su posible implicación en el resto de asesinatos, también del último que nos ha reunido hoy aquí, sabed que tanto mi persona como la propia Corona estaríamos en deuda con vos. Os recompensaríamos con la suficiente generosidad como para olvidar vuestros actuales inconvenientes. Creo que sobran explicaciones más detalladas. Confiad en mí.

Joaquín le miraba sin ocultar su repudio. Lo meditó durante unos minutos sin encontrar ninguna salida mejor.

—De acuerdo. ¡Lo haré! Pero os pido que jamás nadie se sirva de mi actuación con la mujer del embajador para usarla en mi contra.

—Tenéis mi palabra, mis bendiciones y mi máximo reconocimiento. ¿Cómo vais a hacer para conseguir su interés? —se interesó Rávago.

—Cada tarde pasea en su carroza por el Prado de los Recoletos. No tengo más que coincidir con ella y empezar a cortejarla.

—¡Pues daos a ello cuanto antes, y mantenedme informado!

Una pequeña criatura dormitaba en el regazo de la condesa de Benavente, fruto de un largo y laborioso parto.

El rostro de Faustina reflejaba agotamiento y felicidad al mismo tiempo. Aquella niña, de pelo oscuro y de cuerpo menudo, se llamaría María Josefa. Era la primera hija legítima de los condes y un cierto alivio a las últimas desgracias que habían entristecido a toda la familia.

Varios ramos de flores inundaban de fragancias la atmósfera de la habitación, donde también se respiraba una contagiosa ilusión. La sonrisa casi bobalicona del conde así lo atestiguaba; también la de Beatriz, que acababa de llegar desde su residencia nada más conocer la noticia, y las observaba, tumbada a su lado, imaginándose un día en parecido trance.

—Madre, ¡es preciosa! —Le acariciaba su suave cabecita con ternura.

Pocas veces había visto Faustina una mirada como ésa en su hija adoptiva. Nada recordaba en ella el reciente drama vivido.

—María Josefa, te presento a tu hermana mayor Beatriz.

La niña acababa de abrir los ojos y pareció entender sus palabras al dirigir la cabeza hacia ella.

Beatriz le devolvió su primer y fraternal gesto con una sonrisa llena de gratitud.

—¡Es muy rica!

Después de innumerables visitas, además de ella, sólo quedaban acompañando a Faustina su marido y la mejor amiga de la familia, María Emilia Salvadores.

Beatriz aprovechó el feliz momento para darles una explosiva noticia.

—No puede haber mejor día que hoy para que lo sepáis.

Se incorporó de la cama y se acercó hasta un sofá francés que la acogió en su despreocupada caída.

—¡Estoy embarazada!

La sorprendente noticia, habida cuenta de las dramáticas circunstancias que habían dado a término su breve matrimonio, dejó estupefactos a los presentes. María Emilia fue la primera en reaccionar abrazándose a ella.

—¡Qué ilusión! —Le acariciaba la mano con nerviosismo—. Pero ¿estás segura? —calculaba las fechas—; tan sólo hace un mes que te casaste y con lo que ocurrió…

—El hijo no es suyo. —Beatriz afrontó las consecuencias de aquellas palabras sin que variase para nada su alegre expresión—. ¡Es de Braulio!

—No puede ser verdad… —Faustina se sintió desconcertada y en parte engañada ante aquella increíble revelación.

—¿De Braulio? —María Emilia, confusa, no supo cómo reaccionar a la asombrosa noticia.

Alguien llamó a la puerta.

—¡Quien sea, puede pasar! —El conde alzó la voz, y todos dirigieron sus miradas hacia él, molestos al verse cortada su conversación.

Entró muy sonriente el capellán de la familia, padre Parejas.

—¿Puedo conocer a la más jovencita de mis feligresas? —Ajeno al tenso ambiente que había atrapado a los presentes, entró despreocupado, con un gesto bonachón que le desbordaba.

Aquel hombre de Dios, bienaventurado por sus actos y sabios consejos espirituales, se había ganado el corazón de los condes, y ya hacía diez años que los atendía. Se acercó a la pequeña y la bendijo antes de darle dos sonoros besos en su frente con el permiso de su madre.

—La misericordia de Dios ha bendecido esta casa y a todos los suyos. —Extendió los brazos en cruz.

El padre Parejas observó a todos los presentes, extrañado del tenso silencio que reinaba entre ellos. Al ver a Beatriz, imaginó qué la cercanía de su tragedia podía ser la principal causa del mismo. Recordó la petición de consuelo espiritual, antes del asesinato del duque, que le encomendó la condesa para Beatriz, y se acercó hacia ella sentándose a su derecha.

—¿Cómo te encuentras, hija mía? —A Beatriz, aquel hombre nunca le había gustado demasiado.

—Pues bien. —Le guiñó un ojo con picardía—. De hecho estoy embarazada… —La pausa con la que aplazó el final de su frase provocó el terror en los presentes. Rezaban porque no diera fe de quién—… por obra del buen hacer de mi marido, después difunto.

María Emilia sonrió ante su osado comentario.

Faustina le riñó pidiéndole más cuidado.

—No le faltes al respeto. —Su padre se apuntó a la reprimenda.

—He pedido al padre Parejas que siga atendiéndote espiritualmente. Te servirá de consuelo y resulta obvio que lo necesitas. —Faustina le preparó el terreno al capellán, en atención a la expresa petición que éste le había hecho días atrás, preocupado también por la extrañas reacciones de la joven.

—Mi más sincera enhorabuena, Beatriz. Toda nueva criatura de Dios supone en mí la mayor de las alegrías. Iré a verte mañana mismo. Debo acudir antes al convento de las Carboneras, pero no me llevará mucho tiempo. Dispondremos de un buen rato para hablar.

—Pero… —replicó Beatriz.

—Os recibirá llena de ilusión —le cortó su madre, haciendo uso de su autoridad y sin aceptar una negativa por su parte.

Su gesto lo dejaba claro.

—¡De acuerdo! Vale. Resolveré lo que tenía previsto y no pasa nada, romperé todos mis compromisos por atenderos —aceptó con cara de fastidio.

El firme carácter de Beatriz salía de nuevo a relucir aunque sus padres ya estuviesen más que acostumbrados a él. Sin embargo, María Emilia no sólo lo aprobaba si no que, a medida que la iba viendo madurar, descubría nuevas coincidencias con ella.

—Beatriz, ¿quieres acompañarme? —le preguntó María Emilia, ansiosa por saber algo más sobre la sorprendente noticia que acababa de conocer.

Ella accedió gustosa.

—Debo ir al mesón de la Herradura para recibir un paquete que me envían de Cádiz.

Se levantó y se colgó de su brazo para aliviarle de la incómoda presencia del capellán.

—¿Te parece bien que dejemos disfrutar a los nuevos padres un rato a solas con su niña?

—Sí. Además agradeceré un poco de aire fresco.

Las dos mujeres se despidieron de los condes y del religioso, y se dirigieron a pie hacia la calle de Toledo, a pocas manzanas del palacio.

—No se qué hacer para no ver más a ese capellán.

—Ya sabes que no soy de las que suelen abrir su corazón a un sacerdote, pero reconozco que ahora puede serte útil. Si no hallases consuelo en él, ya tendrás tiempo de hacérselo ver y se irá.

Beatriz se quedó callada, un buen rato, meditando.

María Emilia la detuvo en medio de la calle y se cruzó en su mirada.

—¿No tienes nada más que decirme? —A María Emilia apenas le entraba el aire.

—¿Sobre qué? —respondió Beatriz.

—¿Cómo que sobre qué? —La zarandeó por los brazos, enfadada.

—Lo hicimos una sola vez, una semana antes de su muerte. Él nunca lo supo.

María Emilia, todavía confusa, en un combate de emociones encontradas, no sabía si llorar o reír. Entre tanto barullo mental, el solo hecho de saber que una parte de Braulio perduraba en el vientre de Beatriz le emocionó tanto que olvidó cualquier otra consideración.

—Estás tan loca como yo, Beatriz. —Se abrazó a ella rota de dolor y de ternura al mismo tiempo—. Hasta ahora lo has ocultado a todos, y supongo que pretendíais mantenerlo en secreto en vida del duque.

—¿Te hace ilusión?

—¡Claro que sí! Me acabas de dar una gran alegría, pero a la vez me parece todo tan complicado para ti…

—¿Complicado? Voy a tener a mi hijo y quiero darle el apellido de mi difunto marido; no quiero que sufra el desprecio de ser llamado bastardo. Lo de Braulio, quedará entre nosotros. Creo que es lo mejor.

—¿Lo planeasteis a expensas de saber que ibas a casarte?

—Ambos pensamos que la mejor manera de mantener nuestro amor vivo era ésta: concibiendo un hijo. Luego, la desgracia volvió a enseñarme su oscuro rostro, como ha ocurrido siempre en mi vida. Ahora me alegro de haber tomado esa decisión. Tu nieto está aquí, dentro de mí. —Agarró una de sus manos y la puso en su vientre.

—¡Mi nieto! Me siento tan rara, y a la vez tan feliz… —Necesitaba decírselo, ofrecerle otra solución a su futuro—. Beatriz, yo podría cuidaros a los dos. Huyamos de Madrid, a cualquier otra ciudad donde pueda criarse y llevar con orgullo su verdadero apellido. ¡Déjame ayudarte!

—Lo haces guardando el secreto. Con eso es suficiente. —Le besó en la mejilla, agradecida—. Pondero tu generosidad, pero mi interés está con él y sólo pretendo su bien. Para tener una noble educación y un próspero futuro es mejor que mantenga el apellido del difunto duque. No me importa mantener viva y para siempre esa gran mentira.

—Hasta en eso me demuestras tu grandeza. Me siento orgullosa de ti.

La tarde bruñía de sol los techos de los numerosos carruajes que paseaban por el Prado de los Recoletos. Sus ocupantes lo agradecían tras varias semanas de lluvias, sin apenas tregua, y un frío tan extremo como impropio de Madrid en esas fechas.

Todos los negocios de botillerías y cafés daban gracias a su patrono por ver cómo se llenaban sus locales aquella tarde, con un público tan ansioso de diversión como espléndido en gasto.

Desde la calle de Alcalá hasta las obras de la nueva plaza, donde aquélla se cruzaba con el paseo del Prado, un enorme atasco de vehículos parecía poner a prueba la habilidad y la paciencia de sus cocheros.

En uno de ellos iba la duquesa de Arcos, sola y dispuesta a estudiar con tiempo los nuevos tonos, tejidos y cortes que muchas estrenarían ya en sus vestidos, como anticipo de la moda de invierno.

Desde su ventanilla, vio pasar a caballo al alcalde de Casa y Corte don Joaquín Trévelez, sin escolta y con gesto despistado. Se asomó con descaro por ella, para seguir su andadura, y le vio girar hacia la izquierda. A Teresa de Silva y Mendoza, duquesa de Arcos, aquel hombre le resultaba interesante, tanto por su conversación como por su planta y trato. Le extrañó que no se dirigiera a la derecha de la plaza, a buscar la calle de San Jerónimo, hacia la botillería Canosa, lugar que solía ser su habitual parada con su prometida María Emilia Salvadores.

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