—Supongo que la señora sabe que hace poco más de dos años todos los gitanos fuimos apresados por orden del Rey, que nos separó a hombres y mujeres y nos repartió por toda España.
Amalia medía sus palabras; no había superado todavía la desconfianza que le inspiraba Beatriz.
—Sí, estoy enterada. Aquello fue una barbaridad.
—Yo y mi hermana Teresa, junto con mi madre y mi tía, fuimos encarceladas en una prisión de Zaragoza, en una antigua fortaleza árabe llamada la Aljafería.
Empezó a peinar sus cabellos. Su imagen también se reflejaba en el espejo a espaldas de Beatriz. Ambas se observaban cada poco. Amalia sopesaba con precaución las reacciones que iba reflejando el rostro de su señora.
—Mi padre y mi tío fueron enviados a trabajar a los astilleros navales de La Carraca y no he vuelto a saber nada de ellos.
En la mente de Beatriz volvía a surgir Braulio. Recordaba que también él había estado en ese astillero.
Gitano como su doncella, por él sabía las atrocidades que se habían cometido contra aquella raza durante los días de las detenciones generales, y después, en sus confinamientos.
A él le esperaba esa noche, cada noche. Era su único amor.
—¿Cómo fue vuestra captura?
Beatriz recordó el doloroso secuestro de su padre y sus consecuencias. Estaba casi segura de que no había nada que pudiese superar sus dramas.
—Me cuesta tener que hablar de ello. Os ruego que me evitéis ese martirio. —Recogió su pelo y le puso una peluca de amplia caída.
Beatriz se volvió hacia ella y le brindó toda su comprensión.
—Puedes contármelo o no. ¡Siéntete libre! —Amalia seguía incómoda, por más que ella trataba de brindarle toda su confianza—. Pero si lo haces por evitarme la crudeza del relato, has de saber que, al margen de lo ocurrido hoy, he padecido tantos sufrimientos que nada me ha de producir peor efecto; tanto de los míos, que algún día te contaré, como de gente que he querido más que a nada en el mundo.
La doncella buscó unos pendientes en el joyero. Le gustaron unos que engarzaban una sencilla perla. Recibió su aprobación y comenzó a ponérselos.
Calló por unos minutos, pero luego decidió que su interés parecía noble y sincero.
—De aquel día recuerdo el amargo sabor que dejó en mi boca el verdadero rostro del terror. La separación de los míos. La violencia de los soldados. Pero también la larga vejación a que sometieron a mi tía varios de ellos, con mi hermana y yo de espectadoras. Tan cerca tuvimos que estar, que parecíamos sentirlo sobre nuestros propios cuerpos. Fue espantoso.
Beatriz no dejaba de observarla. Sus rasgos no se asemejaban a los de Braulio, pero sin embargo se fundían en su recuerdo.
—Después, todo fue a peor. —Siguió más relajada—. Tuve que madurar de niña a mujer a golpe de opresión, de injusticia, viendo cómo mis iguales morían de infecciones, de extrema miseria.
Extendió un fantástico collar de perlas rodeando su cuello y fijó su broche por detrás.
—Mi madre y mi tía no lo pudieron aguantar; enfermaron y murieron en el verano del año pasado. Acabábamos de ser trasladadas a un nuevo edificio que por irónico que parezca se llamaba Casa de la Misericordia. Os aseguro, señora, que poca se gastaba allí.
—¿Cuándo os liberaron de aquel encierro?
Beatriz comprobó el resultado final ante el espejo y se dio por satisfecha.
—No fue nada organizado. Mi hermana y yo huimos junto a un numeroso grupo, aprovechando un descuido que se produjo al llegar una numerosa expedición de gitanas, que venían de Málaga. Después fuimos recogidas, o más bien capturadas, por un mercader sin escrúpulos, que nos llevó hasta Madrid y nos vendió a otro con el que hemos estado todo este tiempo.
—¿Se trata del hombre que os revendió a mi difunto marido?
Amalia comprobó una vez más la poca reacción que producía en su señora la muerte del duque.
—Sí. Ese repugnante individuo, lejos de tenernos por simples objetos de su negocio, violó nuestros cuerpos tantas veces como quiso; muchas más de las que pueda incluso recordar. Y ha conseguido, al menos en mí, que considere al género masculino la especie más inmunda de la tierra.
Beatriz notó un flujo de afecto imposible de disimular. Amalia se dio cuenta de ello.
Sus miradas franqueaban una simple relación de criada y ama y se hacían más íntimas, como hermanadas.
Amalia estaba sorprendida por haberse abierto de tal manera ante aquella mujer, pero no arrepentida. Sus últimas palabras todavía le dieron mayores motivos de ello.
—Amalia, pronto sabrás todo lo necesario de mí. Ahora no. La muerte de mi marido me da mayor libertad para cumplir mi misión.
Su mensaje rezumaba misterio. Sus palabras le llegaban pegadas en el aire y las respiraba, sin importarle su sentido.
—¡Tú y yo conoceremos cuándo…!
Beatriz se levantó y la besó en la mejilla.
—Después leerás conmigo el libro.
En Madrid.
Año 1751, 12 de septiembre
L
a reina Bárbara de Braganza se arrodilló para recibir la forma consagrada de manos de su confesor Rávago. También lo hizo el Rey, a continuación, bajo los suaves acordes de órgano que flotaban en el interior del templo. Sonaba una obra de Haendel que, por expreso deseo de los reyes, acompañaba siempre ese momento.
Si cierto era que toda la Corte acudía a diario a esa misa; no se podía decir lo mismo de Joaquín Trévelez, pues en él era algo excepcional. Sin embargo, aquella mañana se encontraba en un banco trasero al haber recibido un aviso de Rávago la noche anterior, urgiéndole a presentarse sin excusas para tratar un importante asunto.
Terminada la comunión, frente al altar y de espaldas a los asistentes, el padre Rávago limpiaba con minuciosidad el cáliz y la patena. Un monaguillo los retiró con respeto, una vez que había terminado de secarlos. Extendió los brazos para rezar en silencio las últimas oraciones, cerró el misal, y se volvió de cara a los presentes para dar la última bendición.
En un entonado latín, dio por terminada la misa.
Se volvió hacia los reyes, inclinándose en respetuosa despedida, e hizo una última genuflexión frente al sagrario.
Antes de salir buscó el rostro de Trévelez, localizándolo sin esfuerzo al final del templo. Con una mueca, indicó que le siguiera a la sacristía.
Joaquín tuvo que esperar a que pasaran los reyes y su séquito para tomar la dirección contraria, hacia la derecha del crucero, donde estaba la sacristía, una amplia estancia con sus paredes ocultas tras varios armarios acristalados, llenos de los más variados y ricos ornamentos destinados a las celebraciones litúrgicas.
Frente a una larga y baja repisa de madera, Rávago se estaba quitando la casulla con ayuda del monaguillo, y rezaba en murmullos frente a una hermosa talla de un Cristo crucificado. Se retiró el cíngulo y la estola, besó esta última con devoción, y se volvió a Trévelez.
—¡Acompañadme a desayunar!
—Me ha preocupado ver el deteriorado estado que muestra la Reina. —Trévelez la vio más delgada y débil—. Parece muy enferma.
—Lo está, y aunque aún no sabemos lo que tiene, no parece nada bueno.
—Lo lamento por el Rey; debe afectarle mucho.
—Aunque sólo fuera para preservar su frágil salud mental, hemos de esperar que no se complique la enfermedad de su mujer; no creo que lo soportase.
Atravesaron un patio rectangular salpicado de olivos, y se adentraron en un edificio anexo que se abría en dos largos pasillos. Tomaron el de la derecha, y entraron en una pequeña sala donde les esperaba un sobrio desayuno.
Se sirvieron ellos mismos el chocolate, y sin dar cuenta de unos aromáticos bollos calientes que por su aspecto parecían recién horneados, Rávago se concentró en el asunto que le urgía tratar con el alcalde de Casa y Corte.
—Lo que os expondré a continuación, además de ser el principal motivo de vuestra presencia, puede resultar tan delicado como peligroso para los intereses del Estado. —Cogió un ejemplar del
Diario de avisos
, con fecha del mes anterior, entre otros muchos apiñados sobre una mesa, y se lo tiró al regazo—. ¡Leed eso y luego dadme vuestra opinión!
Joaquín echó una rápida ojeada por los titulares de la primera página, buscando cuál de ellos podía ser el que requiriera su atención.
—«El precio de la fanega de trigo se derrumba» —leyó el primero de todos. Rávago guardó un paciente silencio.
—«La constitución de la nueva Academia de Nobles Artes sufre serios retrasos» —continuó.
—¡Pasad a lo importante, por Dios bendito, que no dispongo de toda la mañana!
Joaquín localizó un titular con posibles consecuencias políticas. Pensó que ése era el elegido.
—«Francia y Austria sellan un acuerdo contra Prusia.» —Alzó la vista para comprobar, en Rávago, si ésa era la noticia. Éste le arrancó de las manos el periódico y leyó con voz enfadada.
—«Un hombre aparece muerto por causas desconocidas en una callejuela del viejo Madrid.» —Le miró con gesto contrariado y avanzó con el resto de la información—: «Ayer, en la tarde del veintitrés de agosto, fue encontrado por un vecino de nuestra ciudad el cuerpo de un joven varón, sin presentar signo alguno de violencia. Hasta el cierre de esta edición, aún se desconocen las causas de su muerte y la identidad del mismo. Si alguien puede aportar alguna información sobre este suceso, póngase en contacto con cualquier responsable de la autoridad».
Dejó de leer y le miró unos segundos, sin pronunciar una palabra.
—Estoy al corriente de ese caso, pero debo reconoceros que no le dimos mayor importancia. Una muerte accidental, si me apuráis poco habitual dada su edad, pero sin más trascendencia.
—¡Pues la tiene, y mucha! —sentenció Rávago.
—¿Podríais ser más explícito?
—Se llamaba Mateo Vilche. ¿Os suena?
—El nombre no, pero su apellido desde luego que sí.
—Era sobrino del conde de Valmojada, don Tomás Vilche, y estoy seguro de que fue asesinado.
—¿Asesinado? ¿Por qué lo creéis? —Trévelez se atropellaba en sus preguntas—. ¿Y cómo habéis sabido que se trata de él?
—Mateo cumplía una importante misión que yo mismo le encomendé. Cada miércoles despachaba conmigo para ponerme al corriente de los avances en su investigación, cuyo objetivo os expondré en breve. Sin embargo, desde hace dos semanas no había vuelto a verlo. No empecé a preocuparme demasiado, hasta que por casualidad vi esta noticia. Una campana de aviso sonó en mi mente y me decidí a buscar más información. No pude identificarle en persona, pues llevaba días enterrado, pero ayer mismo conseguí entrevistarme con el testigo que lo encontró y de su testimonio, por las descripciones que me hizo, supe que se trataba en efecto de Mateo.
—¡De acuerdo!, pero de ahí a sospechar un asesinato…
Joaquín rechazaba la idea de enfrentarse a un nuevo caso que se sumase al resto aún sin resolver.
—Os solicito que ordenéis la exhumación del cadáver para que le sea practicada una autopsia; la que no se hizo en su momento. Estoy seguro de que su muerte no fue tan accidental como habéis dado por hecho.
Se sirvió otra taza de café y esta vez sí probó uno de aquellos bollos azucarados.
—Como os he dicho, Mateo estaba cumpliendo una misión; vigilaba la embajada de Inglaterra y sobre todo las visitas que pudiera recibir sir Benjamin Keene.
Joaquín se quedó asombrado ante la noticia.
—No me digáis nada, ya sé que dada mi posición no es demasiado correcto.
Rávago se ruborizó, obligado a tratar esos delicados asuntos y poco entusiasmado por tener que reconocerlo.
—Tras el crimen del padre Castro y más aún con el del duque de Llanes —prosiguió—, recordaréis mi insistencia en que dirigierais vuestras investigaciones hacia los masones y, en general, contra los enemigos de nuestra amada fe. Por aquel tiempo, disponía de ciertas sospechas, no muy contrastadas, que relacionaban al embajador inglés con los máximos responsables de la masonería. Pensé que si intervenía en ese momento, impulsándoos a iniciar una investigación contra el diplomático, habría podido llegar a sus oídos. Por ello, y para no provocar un posible conflicto diplomático, decidí una vía mucho más discreta con la colaboración del joven sobrino de Valmojada. Como es obvio, trataba así de obtener una información más directa y menos comprometedora para la monarquía.
—¿Estaba informado el marqués de la Ensenada o, con más motivos, el ministro Carvajal?
Joaquín imaginaba la respuesta, pero sólo por ver al omnipotente Rávago, al menos por una sola vez, en una situación comprometida, teniendo que humillarse delante de él, merecía la pena.
—¡No juguéis conmigo, Trévelez! ¡De sobra sabéis que no! —Enrojeció de rabia—. Vuestra pregunta está fuera de lugar.
Soltó la taza sobre la mesita.
—¿Queréis que hablemos ahora de vuestros pocos éxitos, o mejor dejamos las cosas como están? —Ahora le disparaba él con su más ácida ironía.
—Disculpadme, reconozco que el hecho de preguntároslo ha sido una estupidez por mi parte. —Le había devuelto bien el golpe, y su mejor opción, ahora, era encajarlo con dignidad—. Volvamos a Mateo Vilche, ¿qué os ha hecho pensar que fue asesinado?
—¿Y a vos que fuera un accidente? —Su ánimo seguía alterado todavía.
—Bien, de acuerdo… Pero, ahora estamos hablando de vuestras impresiones y no de… —titubeó.
—La coincidencia de fechas con el crimen del duque de Llanes, pues también éste participaba en el mismo espionaje aunque de forma indirecta. El joven Mateo fue asesinado pocas horas después que el duque. Curioso, ¿verdad?
Trévelez le miró contrariado. De nuevo, Rávago le había ocultado una información clave que podría haberle ayudado a enfocar la bárbara muerte del difunto marido de Beatriz. Aunque tentado a decírselo, decidió no hacerlo y dejar que siguiese hablando para ver si por una vez explicaba todo lo que sabía.
—Hace un tiempo solicité al duque de Llanes su colaboración para introducir en los ambientes de la embajada a Mateo Vilche, dada su presencia habitual en ella. De ese modo, Mateo podía vigilar quién visitaba a Keene y, con suerte, ponernos en la pista de algún importante miembro de la masonería. Supongo que lo consiguió, tal vez ese mismo día, pero debió de ser descubierto por aquellos a los que espiaba, y lo mataron. —Le clavó su mirada, sin demostrar dudas sobre lo que hablaba—. Así que lo he pensado bien; deberíamos hablar hoy mismo con el embajador Keene. Estoy seguro de que está implicado en este asunto. Por eso os he hecho venir, para que me acompañéis en esa visita.