—Por última vez, ¿deseáis confesar delante de este tribunal vuestro delito? —La segunda advertencia del inquisidor general no pareció conmover el ánimo de John Wilmore.
—¡Solicito al ministro de tortura que desnude por completo al reo! —Al no obtener respuesta del encausado, el notario dio la orden para comenzar el procedimiento.
En muchas ocasiones aquella humillante situación, junto a la contemplación de los instrumentos de tortura era suficiente para que la voluntad del acusado se doblase. Sin embargo, el cuerpo seco y acartonado de John Wilmore pareció preferir como destino recibir sufrimiento, antes que atender a sus deseos.
—¡Empléese el cordel con el acusado! —Aquel mandato iniciaba la primera de las torturas a que se le iba a someter.
Los dos verdugos tumbaron al inglés sobre una mesa y ataron sus muñecas a dos cuerdas que iban unidas a unos rodillos. Las ciñeron con tanta fuerza que pronto cedió la piel y empezó a sentir un agudo dolor a cada roce del cordel sobre su carne. Otras dos cuerdas aprisionaron sus tobillos de tal manera que, a las primeras vueltas de tuerca, su cuerpo quedó estirado, sin apenas rozar la mesa. Su negativa a confesar ante una nueva solicitud del inquisidor, hizo que los verdugos recogieran cinco centímetros más de cuerda, produciéndole un insoportable dolor, junto a la sensación de que en cualquier momento alguno de sus miembros se le separaría del cuerpo.
Wilmore no quería gritar ni dar señal alguna de debilidad o de flaqueza de ánimo, pero era tal el suplicio que padecía que empezó a gemir, primero en susurros, y a medida que aquello seguía estirándose, con mayor intensidad. Debió de perder el conocimiento cuando se le descoyuntó su hombro derecho, pues al despertarse le dominaba un agudo dolor en ambos, y sólo recordaba haber notado el descoyuntamiento del izquierdo.
El inglés dirigió la vista hacia los inquisidores con la esperanza de que aquello hubiera terminado ya y le devolvieran a su celda. Su inquietante espera se tuvo que prolongar durante un buen rato, pues aquellos hombres parecían entretenidos en una larga conversación que no alcanzaba a escuchar, hasta que decidieron que se procediera contra él con un tormento de agua.
Tras ser soltado de sus amarres y notar como una parte de su carne era arrastrada con ellos, le empujaron hacia un banco bajo y alargado donde fue tumbado boca arriba. El médico observó la extensión de sus heridas y le palpó los amoratados hombros que iban tomando un aspecto tumefacto, dando sin embargo por bueno su estado y autorizando de viva voz la continuidad del martirio.
El obispo Pérez Prado se acercó al oído del incógnito invitado, asegurándole que aunque el reo había conseguido soportar el primer instrumento, no aguantaría la sensación de asfixia que le iba a suponer el agua y terminaría confesando.
Una gruesa correa de cuero sobre su cuello le inmovilizó la cabeza, y otra, apretada con exceso sobre su vientre, parecía empujar su estómago hacia los pulmones. Le vendaron los ojos con una toca que le cubría hasta la nariz y después la empaparon con agua para dificultarle la respiración. Luego le ordenaron abrir la boca y derramaron en ella un chorro de agua que parecía no terminar nunca. Durante los primeros minutos no le costó demasiado tragarla, pero el cinturón sobre su vientre parecía haberle estrechado de tal modo el estómago, que a medida que éste se llenaba de líquido devolvía una buena parte hacia la garganta donde se cruzaba con el agua que caía sin pausa del búcaro.
El aire no conseguía entrar en sus pulmones, y tampoco encontraba la manera de dejar de tragar para poder inspirar por la nariz. Se ahogaba sin remedio, y sin poder gritar ni explicar a nadie que si seguían un minuto más con aquello iba a morir. Empezó a notar en sus ojos una enorme presión y un mareo frío que parecía la antesala de la muerte. Se detuvieron en el justo instante en el que se abandonó al esfuerzo de tragar más agua para evitar su entrada en los pulmones, y esperaron unos minutos más hasta que dejó de toser y eliminó los últimos restos de líquido.
Por su reiterada negativa a reconocer delito, y después de una nueva inspección del médico, decidieron que conociera el tormento de garrucha.
Unas nuevas cuerdas se le clavaron sobre la carne al quedar atadas sus muñecas a su espalda. Le subieron mediante un sistema de polea hasta el techo y, una vez arriba, le soltaron con brusquedad hasta casi tocar el suelo. El golpe seco de la frenada le provocó tal increíble daño sobre sus hombros dislocados y los músculos de la espalda, que no pudo evitar soltar un desgarrador alarido.
El obispo Pérez Prado ordenó a los verdugos que no probaran una nueva caída por recomendación del médico, pues éste entendía que, con otra, podía llegar a peligrar su vida, y les mandó que se lo llevaran a su celda contrariado por no haber obtenido ningún efecto con aquellos medios.
En cuanto hubo salido el reo, arrastrado por dos de los ministros, el inquisidor general se detuvo unos minutos más en la cámara para comentar sus impresiones con aquel hermético invitado.
—Padre Rávago, ¡os aseguro que esto no va a terminar así! Seguiremos tratando de obtener su confesión, aunque tengamos que emplear para ello nuevos métodos o más contundencia. ¡Mantengo mi compromiso de hacerle hablar!
El confesor del rey Fernando VI había querido ocultar su identidad delante de Wilmore. No quería ser reconocido ni que se llegase a saber que él había sido el responsable de su detención junto al marqués de la Ensenada, por obra de un espía que este último había conseguido infiltrar en la logiamasónica de Las Tres Flores de Lys, el conde de Valmojada.
Pocos meses atrás, Rávago había redactado por encargo del rey Fernando una memoria sobre la sociedad de los masones, gracias a la cual se había emitido el edicto de prohibición. En ella, el confesor real recordaba al monarca la bula del papa Clemente XII y la constitución redactada por el actual pontífice Benedicto XIV. Ambas denunciaban y prohibían a todo católico pertenecer o participar en reuniones o juntas de aquella sociedad, quedando excomulgado todo el que contraviniera sus principios. Aparte de aquellos motivos de índole religiosa, el escrito resaltaba los peligros que podría acarrear esa asociación al Estado por su condición secreta y sus misteriosos y últimos fines. Al saber que destacados miembros de la milicia, del mundo de la cultura y del derecho habían sido iniciados en aquella asociación, como era el caso del joven abogado Campomanes o del influyente José Moñino, se preguntaba qué otros motivos reunirían a aquellos hombres de tan alta formación, de no ser algún objetivo importante y oculto. Ese simple hecho le daba a entender que no podía ser considerada como una causa menor la que ocultaban, cuando las penas a que se veían sometidos si se les descubría revelando sus secretos, consistía en cortarles la lengua o extraerles el corazón. Su conclusión era que tanto militar junto con tanto hombre de cultura, tenían que perseguir empresas de una importancia tan alta que justificase el secreto con el que actuaban. Pensaba que lo que perseguían no era sino la destrucción de la religión católica y el deterioro de los actuales estados europeos, para fundar otro sistema de organización más universal y sin ninguna influencia religiosa; toda una revolución frente al poder tradicional.
Aquellos argumentos convencieron al rey Fernando del peligro que la masonería podía acarrear a la monarquía, pues también conocía la influencia que había tenido en la puesta en pie de un sistema parlamentario en Inglaterra, con dos cámaras, lores y comunes, donde se llegaba a supervisar y discutir las leyes y el gobierno de la propia nación, cuando desde siempre ésas eran funciones exclusivas del rey. Por todo ello, tomó la determinación de redactar el edicto de prohibición e informar al Consejo del Santo para que velara por su cumplimiento.
—Me siento muy defraudado, mi buen amigo —decía el inquisidor general al confesor real—. Nuestros intentos por desarticular esta organización diabólica y conocer sus fines y el paradero de sus miembros, se está retrasando más de lo que deseo. Y aunque hayamos tenido la fortuna de detener a su máximo responsable, parece que de nada nos ha servido, a la luz del salvaje asesinato de nuestro querido padre Castro, de cuya autoría masónica tengo fundadas sospechas.
—Podéis tener razón, padre Rávago, aunque me reconoceréis que el solo hecho de tener a su gran maestre encarcelado servirá de ejemplo para el resto de los masones y frenará su peligrosa expansión de la secta, si es que no se demuestra su implicación en la muerte de Castro.
—Como veo en vuestra actitud un cierto espíritu de resignación, quiero que sepáis que no aceptaré ninguna rebaja de nuestros objetivos iniciales. —Su expresión se transformó en una severa amonestación—. Lo que me ofrecéis es una insignificancia al lado de obtener sus estatutos o constituciones; es allí donde deben dirigirse nuestros esfuerzos, y no en pensar que un simple veredicto puede servirnos de alguna ayuda. —Rávago se levantó de la silla con intención de abandonar aquella sala, manifestando su escaso interés por seguir hablando de ello, aunque sí por saber qué nuevas medidas iba a tomar, y para cuándo pensaba lograr más resultados—. Hasta que nos veamos de nuevo, conseguid que hable. Debo informar al monarca sobre este asunto y creo que no os conviene que nuestro Rey llegue a dudar de la eficacia de vuestro cometido. Supongo que me explico bien, ¿cierto?
—Padre Rávago, no tengáis ninguna duda que mis objetivos coinciden con los vuestros y con los del Rey. En ningún caso cesaré en mis esfuerzos por conseguir su declaración. Podéis marchar tranquilo; os avisaré tan pronto como obtengamos cualquier dato, tanto del crimen de Castro como del resto de las informaciones que perseguimos.
La recién inaugurada plaza de toros levantaba su planta en la misma calle de Alcalá, pasado el palacio del Buen Retiro y en un descampado a su izquierda.
El pueblo de Madrid no había conocido un edificio circular como ése dedicado en exclusiva a los toros, pues lo habitual había sido celebrar la fiesta en la plaza principal de las ciudades o pueblos.
Tal vez fuera la novedad de su fisonomía o las ansias de asistir al propio espectáculo, las que conseguían atraer a una multitud de personas de toda clase social en una fiesta que duraba mañana y tarde.
María Emilia Salvadores había convencido aquel viernes a su pretendiente Joaquín para que llegaran al menos a los toros de la tarde, que en general eran mucho mejores que los de la mañana. También animó a su amiga la condesa de Benavente que, como ya era costumbre en ella, lo hizo acompañada, no de su marido, sino de un nuevo galán que pretendía cortejarla como tantos otros lo habían intentado antes que él, sin que ninguno hubiera conseguido mayores favores de ella que el simple hecho de participar en aquel juego de coqueteos sin trascendencia.
María Emilia había combatido con éxito los argumentos en contra que había usado Joaquín para no ir; que al ser la última corrida de la temporada los toros no serían buenos, que el intenso calor de aquel julio no iba a ayudar, o el nulo atractivo que suponía ver un espectáculo tan lamentable como el de los perros cuando les lanzaban a matar a los toros que salían mansos. Cuando María Emilia le aplicó una buena dosis de dulzura, todos sus impedimentos se disolvieron de inmediato como por arte de magia.
Los cuatro se sentaron cerca de la barrera para presenciar la lidia del octavo toro del día, a punto de entrar en la arena, rodeados de las más altas personalidades políticas y eclesiásticas de Madrid.
Antes de iniciarse la lidia, María Emilia observó a su amiga Faustina. A pesar de sus ocho meses de embarazo, nada conseguía mermar su encanto físico. Se fijó en su vestido. La elección no había podido ser más adecuada para la circunstancia; una falda de seda en tono carmesí, y el jubón, adornado con bordados en oro, asemejando los brocados que llevaban toreros y picadores en sus casacas. Había llamado la atención de casi todas las damas de la plaza, como también de su acompañante, que parecía embriagado en su compañía.
Las dos amigas se habían sentado juntas para comentar los preparativos de la boda de Beatriz con el duque de Llanes, pues tan sólo faltaba un mes y aún quedaban un sinfín de detalles por solucionar.
Un enorme toro bragado irrumpió en la plaza resoplando con furia, con la oscuridad de los toriles en sus ojos, cegado con el resplandor de la arena. Un torero lo esperaba en medio de la misma con enorme riesgo para su vida. La plaza se apagó en un contenido silencio hasta que vio resuelto el lance por el joven matador, e irrumpió en vítores por el arreglo. Tras varios pases con cierto estilo, entraron dos caballos con sus picadores para lancear al toro y restarle bravura.
—¿Cómo ves a Beatriz? ¿Llegará a aceptar su nueva condición? —Sin perder de vista la faena, María Emilia se arrancó a hablar con Faustina.
—Espero que sí, aunque no creas que sé muy bien lo que piensa. Durante estas dos últimas semanas he tratado de evitar esa conversación, después de las tremendas discusiones que nos enfrentaron cuando supo lo de su enlace.
El toro acababa de recibir la segunda vara; en la primera había dejado mal herido al equino y ahora trataba de hacer lo mismo con este segundo.
—Sufro viendo morir a esos pobres caballos. ¿No te pasa lo mismo? —preguntó Faustina.
—Deberían protegerlos de algún modo. —María Emilia observaba cómo salía el animal, con media tripa colgando de sus ijares.
—Sigo convencida de que Beatriz —continuó Faustina—, a sus dieciséis años, está en el mejor momento para formar familia. Además, el duque de Llanes la está colmando de atenciones; muchas más de las que serían esperables a su edad. Entiendo que, como hombre, no se le puede pedir más y sabes que sobre ellos he llegado a aprender bastante. —Le hizo una mueca señalándole a su nuevo acompañante, el marqués de Sotoviña.
El toro, que se había llevado diez varas y entre medias había destrozado otro caballo más, ahora se mostraba lento y con menos furia, con las ocho banderillas que le acababan de colocar con bastante buen estilo a juicio del público.
—El caso es que Beatriz ha venido suavizando su postura, y creo imaginar que ha sido el duque el que la ha hecho entender las ventajas y posibilidades que se le ofrecen con su matrimonio.
Un excelente pase de pecho fue alabado por el tendido con una larga ovación.
—Con tanta charla os estáis perdiendo la faena. —Trévelez amonestó a María Emilia su escaso interés tras haberse visto forzado a ir a los toros esa tarde, con las críticas tareas que le ocupaban.