El secreto de la logia (17 page)

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Authors: Gonzalo Giner

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: El secreto de la logia
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—Pero Beatriz, ¡yo te quiero!

—¡Ya sé que no te cuesta decirlo pero también que no eres tan hombre como para demostrarlo!

Con una última mirada llena de desprecio, Beatriz salió a la carrera, con el corazón roto. Abandonaba el cementerio en un estado de total desorientación. En su desesperada huida, las piernas sólo parecían responder a un estímulo inconsciente más que obedecer a su voluntad. Sin reconocer ninguno de los paseos por los que atravesaba, iba en una alocada carrera chocando con todo: setos, verjas, piedras. Sentía los latidos de su corazón entremezclados con el sonido de sus pasos, en un ronco concierto que luego se transformaba en un ahogado eco a sus espaldas. En su angustiosa fuga, hasta escuchaba fantasmagóricas voces que surgían de las lápidas, algunas gritando su nombre y otras riéndose de ella, como si conocieran y a la vez disfrutaran de su desgracia. Con la cercanía de tanto difunto, recordó el rostro del jesuita Castro, aquel que había sido verdugo de su madre, por fortuna ya muerto. Por un momento, su rostro se iluminó dentro de la mente de Beatriz como una llamarada.

Junto a aquel fugaz alivio, verse a escasos metros de la salida hizo que no reparara en una anciana de pequeña estatura que estaba arrodillada frente a una tumba. La mujer, al incorporarse al paso de la chica, hizo que ésta tropezara y se cayera de bruces, desgarrándose falda y medias, y causándose bastantes arañazos, tanto en sus manos como en la mitad de su cara. El paje que le aguardaba se quedó tan sorprendido de su lamentable aspecto y, aunque trató de informarse de lo que había ocurrido, sólo obtuvo de ella la orden de alejarse de allí cuanto antes.

Un día después, casi todo Madrid sabía que esa noche del sábado veintiséis de julio se iba a celebrar una distinguida fiesta a la que acudiría lo mejor de la aristocracia, de la Iglesia, y del gobierno de España.

Hasta los mismos reyes, Fernando VI y Bárbara de Braganza habían aceptado la invitación, e irían acompañados de su protegido, el cantante italiano Farinelli.

Los dos hermanos gitanos, Timbrio y Silerio Heredia, afinaban sus oídos para no perder ni un detalle de la conversación que mantenía un animado grupo de mozos de caballerías, sentados a una mesa contigua, mientras almorzaban en uno de los mesones que recorrían la calle llamada de la Cava Baja, en pleno centro de Madrid.

Así supieron que la citada fiesta daría comienzo a las nueve de la noche en el palacio de la Moncloa, propiedad del ducado de Huáscar, y que dos de los mozos trabajaban para la duquesa de Arcos, a la que llevarían en carroza junto al duque de Olite, que sería su acompañante.

Desde que habían vuelto de Zaragoza con la noticia de la muerte de sus mujeres, y ya había pasado dos semanas de ello, habían decidido que los dos únicos propósitos que les ocuparían en cuerpo y alma serían encontrar a las hijas de Timbrio y, sobre todo, vengar la muerte de sus amadas haciendo pagar por ello a los autores intelectuales del intento de exterminio del pueblo gitano. A ello se habían entregado ya.

Desde el día en que habían sido detenidos y separados y la mujer de Silerio violada por unos soldados a la vista de todo el pueblo, se juraron ese castigo. Seguían teniendo en mente que la Iglesia les había negado su protección, sin olvidar el brutal comportamiento de los soldados ni la responsabilidad del gobierno, con el apoyo de la nobleza, al haber desencadenado aquella tropelía. Esos tres estamentos se había convertido en los destinatarios de su odio. De entre todos, habían elegido como primer objetivo al marqués de la Ensenada, que identificaban como máximo responsable, aunque no se les ocultaba la dificultad de esa empresa debido a las grandes medidas de seguridad que siempre le acompañaban. Pensaron que de no actuar sobre él, lo harían sobre alguno de sus más íntimos allegados, pues aunque eso no compensase la justa pena que merecía su crueldad, al menos le supondría una amarga parte del correctivo que merecía.

—Apuesto a que se reunirán más de doscientos carruajes en las inmediaciones del palacio, y un destacamento entero de guardias de corps para proteger a sus majestades.

El más joven de los vecinos de mesa se mostraba emocionado por haber sido designado aquella noche como paje de compañía por su encargado de caballerizas, al estar enfermo el que por oficio debía haber ido.

—Y con suerte podrás ver a los reyes —le respondía otro, que no tendría más de veinte años—. Envidio tu fortuna, pues allí se reunirán las más bellas mujeres de Madrid, engalanadas con joyas y magníficos trajes; a nosotros sólo nos quedará contemplar los montones de estiércol que se acumulan cada día en los establos.

Después de abandonar el local, los hermanos Heredia idearon una forma de introducirse en aquel evento que les pareció bastante viable. Imaginaron que entre tantos pajes y conductores que acudirían esa noche, serían muchos los que agradecerían la presencia de un carro más que viniese con una buena provisión de vino y comida para aplacar la larga espera que les ocuparía. Sin ser invitados, pensaron que a nadie le extrañaría la presencia de aquella taberna ambulante, y ellos sabían dónde podían hacerse con todo lo necesario. Conocían un mesón, cercano al taller donde trabajaban, que les prestaría con gusto carro y bebida, si ellos lo devolvían a la mañana siguiente con una buena parte de sus ganancias. Timbrio ideó un retorcido plan que, si tenía éxito, acarrearía un severo daño a los muchos invitados.

Animados por la idea, partieron de inmediato hacia el lugar, para tener todo hablado con su propietario y dispuesto su contenido antes de que cayera la noche.

Aunque tuvieron que poner casi todos sus ahorros como señal para terminar de convencer al tabernero, salieron del local conduciendo un carro que llevaba siete barricas de vino, una buena provisión de pan negro, una docena de quesos de oveja y el doble de embutidos curados. Desde allí se dirigieron a otro punto más alejado donde supieron dar con los útiles necesarios para conseguir el efecto que deseaban.

Lejos de aquel remoto paraje y a la misma hora, dos masones de origen inglés convenían con un destacado comerciante de su misma nacionalidad y hermano masón como ellos, la hora a la que estarían en su residencia para conducir su carruaje y llevarle hasta la fiesta del palacio de la Moncloa, a la cual había sido invitado por el duque de Huáscar.

—Vos no os preocupéis por nada; nos cuidaremos de no comprometeros —decía uno—. En cuanto estemos allí, actuaremos con la máxima discreción, aunque os aseguro que el efecto de nuestra acción va a resultar muy contundente.

Los tres se despidieron poniéndose la mano en el cuello, con aquella señal que identificaba su juramento masónico.

Fiesta en el Palacio de la Moncloa

En Madrid.

Año 1751, 26 de julio

-C
on este maquillaje, nadie notará esos feos arañazos de tu cara.

Faustina, ayudaba a su hija adoptiva a terminar de arreglarse para aquella fiesta que, además de ser la más brillante de todas las que se celebraban en la Villa y Corte de Madrid, era la primera a la que acudiría junto a su prometido, el duque de Llanes.

—Hoy, cariño, serás el principal centro de atención por más que otras intenten deslucir tu belleza. —Le dio un cariñoso beso en la mejilla—. Cierra los ojos; te voy a poner el capuchón para blanquear tu peluca.

La condesa de Benavente estaba encantada con el cambio de actitud que había demostrado Beatriz durante los últimos dos días. Sin conocer a qué se debía, ni querer preguntar sus causas, parecía haberse transformado en otra mujer. Sin ir más lejos, esa misma mañana, hasta había manifestado alegría por acudir a la fiesta con su futuro esposo.

En su embarazo, Faustina estaba teniendo algunos problemas que la intranquilizaban, aunque al ver que la actitud de Beatriz no seguiría sumándose a sus molestias, se sentía algo más aliviada.

Beatriz se miró una última vez en el espejo y pidió a su madre que le apretara la cotilla para dejar más modelado su busto. Le desabrochó primero el precioso jubón de seda lila que estrenaba ese día, para acceder a los cordajes de su ropa interior. Los apretó con cuidado, hasta que Beatriz comprobó el realce de su figura y, con ello, dio por aceptable el resultado. Volvió a abrocharle, y aprovechó para ajustar también el tontillo que agrandaba sus caderas, disponiendo en mejor caída su falda en tono rosa suave. La observó de nuevo en el espejo y comprobó, con orgullo, que su hija de quince años se había convertido en toda una mujer.

—Para estar perfecta sólo te falta esto… —Faustina le colocaba un collar de perlas—. Los pendientes a juego. ¡Son nuestro regalo, para un día tan importante como éste!

—¡Madre, no tenías por qué hacerlo! —Se abrazó a ella, agradecida.

Beatriz le había ocultado tanto sus sentimientos como su repulsa inicial a acudir a la fiesta. Se sentía herida por el rechazo de su verdadero amor, pero en su desasosiego había encontrado una sutil manera de cobrarse su despecho con Braulio; iría a la fiesta para mostrarse a él bailando feliz con el duque, encantadora, evitando durante toda la velada estar en otros brazos que no fueran los de su prometido.

—Ruego me disculpen, pero acaba de llegar el carruaje del duque de Llanes, don Carlos Urbión, y pregunta por la señorita Beatriz. —El paje aguardó las órdenes de la condesa.

—Dígale por favor, que se encontrará con ella en pocos minutos.

Les cerró la puerta y las dos mujeres se miraron nerviosas.

—Beatriz, muéstrate dulce y tierna con don Carlos. —Beatriz protestó por aquel comentario—. El duque es un caballero, y no creo que pretenda de ti más que algún inocente beso, pero si lo hiciera, manifiéstate pudorosa y presume de mujer honesta.

—¡Espero que ni se le ocurra tocarme! —Imaginar aquellas viejas manos acariciándola le revolvía el estómago, aunque entendiese que más tarde o más temprano se tendría que acostumbrar a ello.

—Bien, tú actúa lo mejor que sepas. Pero sé consciente que te inicias en un nuevo juego, el del amor, que tiene unas reglas precisas. No debes obviarlas ni despreciarlas.

—Lo entiendo, pero te aseguro, madre, que no permitiré que roce ni un milímetro de mi cuerpo. —Beatriz se cubría con una basquiña negra, decidida a enfrentarse cuanto antes al destino que pudiese depararle la noche.

Durante el trayecto hasta el palacio de la Moncloa el duque se mostró correcto con Beatriz, interesándose más por sus gustos y aficiones o en comentar algunos preparativos de la boda que en poner a prueba los límites de su resistencia como mujer.

Al llegar a la puerta de entrada de la residencia del duque de Huéscar, coincidieron con María Emilia Salvadores y su pretendiente Joaquín Trévelez, a los que saludaron antes de entrar.

Beatriz preguntó a María Emilia por el paradero de Braulio, extrañada de no verle con ella, pues anhelaba su presencia por el doble motivo de provocar sus celos, y hacerle así el mayor daño posible, y a la vez, satisfacer sus ansias por tenerle cerca. El inmenso amor que sentía hacia él había hecho que aquellos dos días sin verse le supusieran un auténtico martirio.

—Acudirá en compañía de la hija de los marqueses de Villanueva que, como sabes, son buenos amigos míos. Ayer mismo me preguntaron si a Braulio le gustaría ser su pareja por esta noche, y como él se prestó gustoso, acepté sin más el ofrecimiento.

«¿Inés de Villanueva compartiendo el baile con Braulio?», pensó llena de rabia Beatriz.

La conocía demasiado bien, pues eran compañeras de clase en la escuela de las Salesas Reales y enemigas declaradas. Ella, que había urdido su plan para herirle, ahora se vería pagada con igual o peor moneda, pues Inés, además de ser tan joven como ella, se había ganado una sólida fama de mujer ligera entre los chicos. Para empeorar su ahogo, se preguntaba por qué habría aceptado aquella invitación Braulio, y además con todo gusto, como acababa de decir su madre.

María Emilia, al notar su reacción, corroboró lo que imaginaba sin explicarle que en realidad todo lo habían organizado ella y Faustina para poner obstáculos a su relación.

Las dos parejas saludaron al duque de Huéscar y a su mujer en la amplia recepción del lujoso palacio, momentos después que unos amables pajes les hubieran retirado las basquiñas a las dos mujeres, y las capas a los varones.

El magnífico salón, que servía de cortesía hasta que se abriese el principal, una vez llegasen los monarcas, empezaba a llenarse de gente. Una orquesta de cámara amenizaba la espera, mientras un pelotón de camareros se multiplicaba ofreciendo bandejas con distintas bebidas y deliciosos canapés.

Beatriz, del brazo de su anciano acompañante, se separó de María Emilia y Trévelez, entre saludos a unos y a otros, mientras iba siendo presentada a los amigos del duque, ofreciendo su mejor sonrisa a las miradas de envidia que los más adultos lanzaban a su futuro marido, acompañadas de discretos golpecitos de complicidad y bobas risitas de parte de sus mujeres.

Todos elogiaban la belleza de la pretendida y a él le felicitaban por la excelente elección que había hecho. Beatriz se mostraba encantadora en todo momento, cumpliendo con su papel de la forma más leal que sabía, aunque no dejaba de mirar de vez en cuando hacia la puerta de entrada, pendiente de la aparición de Braulio.

Algunos rostros que se cruzaban en su camino le sonaban; así, determinó que aquella mujer que resultaba demasiado gruesa para ponerse tan ajustado vestido, no era sino la mujer del embajador inglés Keene, que estaba a sus espaldas conversando con un veneciano que conocía de otras fiestas.

Otros asistentes le eran presentados a cada paso que daba aunque de muchos no sabía a qué se dedicaban.

No fue este el caso del confesor del Rey, padre Rávago, pues su influencia en la Corte era tan sabida como notable.

Buscó en el rostro del religioso algún reflejo que contradijese la fama de severidad que arrastraba sin lograr hallarlo. Su mirada se perdía bajo dos prominentes cejas que actuaban como férreos escudos que le aislaban de los peligrosos misterios, secretos regios, o de la sabiduría y experiencia que parecía contener. Era hombre de arrobadora personalidad, de conversación sabia, discreta en adjetivos, bien pausada; capaz de empapar por completo todo su entorno hasta anularlo. Beatriz sintió envidia. Siempre había deseado poseer parecidas virtudes aunque fuera en menor grado, para demostrar a los demás una fortaleza interior que en realidad no poseía.

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