Rávago notó cierto nerviosismo en el duque y creyó entender qué lo motivaba.
—Os ruego que toméis asiento. —El duque le indicó un confortable sillón de estilo francés—. Haré que os traigan té para entretener vuestra espera.
—Por favor, no os molestéis. Existe suficiente confianza entre nosotros como para disculpar cualquier formalidad, lo que incluye que tengáis que procurarme compañía hasta que venga Valenti. Os lo digo porque el cardenal ha de estar al llegar y me ha parecido entender que en vuestros jardines os esperaba una engorrosa tarea.
—Agradezco vuestra comprensión, pues en efecto y ante los avatares de mi próximo matrimonio, me encuentro falto de personal de servicio y hoy me han enviado un grupo que lleva más de dos horas esperando mi revisión.
El anciano duque se sintió aliviado por no tener que guardar más cortesía y se dispuso a abandonar el gabinete, no sin antes comentar que daría las órdenes pertinentes para que nadie les molestase. Antes de cerrar la puerta, recordó un último asunto.
—¡Cuento con vuestras mercedes para probar el más sabroso cocido que se pueda degustar en todo Madrid, gracias a las sabias manos de mi cocinera! —Al percatarse de que Rávago iniciaba un gesto de disculpa, extendió su mano en advertencia de que no iba a aceptar ninguna excusa—. ¡Disculpadme, pero no admitiré vuestra negativa!
—Lo haremos con gusto, pues es plato del que siempre disfruto —contestó Rávago, consciente de la cantidad de trabajo que le esperaba en palacio, pero también obligado, como reconocimiento de la labor que iba a desempeñar el duque de Llanes en el espionaje del embajador Keene.
Ni los altos muros del palacio del duque de Llanes, ni los artísticos setos o los frondosos castaños que salpicaban sus jardines, eran suficientes para resguardarse del tórrido calor que hacía sudar a las cinco jóvenes traídas por el mercader Gómez Prieto para cubrir el trabajo que solicitaba aquella noble casa. El hombre, de reconocido prestigio en las altas clases madrileñas, había tenido que ampliar el rentable mercadeo de esclavos, cada vez menos solicitados por los nobles, con el de la servidumbre doméstica, al disfrutar ésta de una mayor demanda entre la aristocracia y la burguesía madrileña.
El grupo que había elegido para la noble casa de Llanes lo formaban tres jovencitas de unos dieciséis años, dos de ellas hermanas, y una mujer negra algo mayor.
En todos sus encargos solía ofrecer una africana, pues muchos nobles las preferían como amas de cría, a veces sólo para dar un toque de exotismo a sus casas. Por lo que fuera, a él también le interesaban más, pues su baja demanda había hecho bajar los precios de compra y por ello su margen resultaba más atractivo.
—En cuanto lleguen, debéis mostraros amables y educadas, y no dejar de sonreír ni un segundo. —Su gruesa figura revoloteaba entre ellas.
Observó a las dos hermanas con especial detenimiento, dispuesto a comprobar una vez más el eficaz trabajo de su mujer en disimular su condición gitana.
Después del comercio con las mujeres negras, las gitanas eran las que mejores beneficios le estaban aportando, ya que después de la persecución a que habían sido sometidas, la mayoría estaban desarraigadas, y para evitar ser denunciadas y encarceladas de nuevo se prestaban a ser mercadería barata para el que fuera capaz de proporcionarles un sustento.
Aquellas dos hermanas se las había vendido un mercader que trabajaba Aragón, después de haberlas encontrado medio muertas durante uno de sus viajes entre Zaragoza y Madrid. Cuando Gómez las vio por primera vez le costó decidirse, tanto por el lamentable estado que presentaban como por calcular lo mucho que tendría que invertir para engordarlas, hasta conseguir la necesaria mejora de su aspecto.
Al ver que su amigo nada podía hacer con ellas en Madrid, por ser para él un mercado desconocido, y ante su negativa a llevarlas de nuevo a Zaragoza, pues pensaba que no llegarían vivas, se las ofreció por una cantidad tan ridícula que no pudo resistirse y las compró.
Cuando las llevó a su casa, las niñas, que apenas habían demostrado fuerza ninguna, se revolvieron contra ellos de una forma salvaje y, salvo la comida, rechazaron cualquier otro tipo de relación, trato, y menos aún una conversación.
Gómez sabía por experiencia qué tenía que hacer para aplacar esa bravura, pues antes ya había domado alguna que otra de su misma raza, y su técnica siempre le funcionaba. Ya con las primeras se le había antojado que algo había en su sangre que recordaba la que corría por las venas de un toro bravo, tal vez por el mismo rechazo que ambas ponían a ser dóciles o su tendencia a mostrarse violentas. Lo que sí comprobó con todas es que si imitaba los lances del toreo para derrotar su casta y coraje, podía aplacar su temperamento; para ello las iba hiriendo los primeros días sin ninguna misericordia, tanto en lo físico como en su honra, poseyéndolas contra su voluntad.
Las dos hermanas no se comportaron peor que el resto, y a base de alternar ambos empeños vio cómo fueron rebajando su fiereza, al igual que las demás.
Salvada aquella fase inicial, las cosas fueron a mejor, y poco a poco fue comprobando que sus cuerpos empezaban a recuperar un aspecto más sano. Después, fueron las manos de su mujer las que obraron casi un milagro para enmascarar su raza. Primero fueron sus negras y largas melenas, acortadas y luego aclaradas a base de friegas con limón y vinagre. Lo mismo le ocurrió a su piel, que fue perdiendo de forma paulatina su inicial oscuridad, primero por el efecto del jabón y el agua, y después tras aplicarle idéntico remedio que a sus cabellos.
Al verlas ahora en el jardín, bien peinadas y vestidas, parecían dos ángeles; poco recordaban al día que habían sido compradas. Hasta le daba pena deshacerse de ellas, sobre todo de la mayor, con la que seguía disfrutando en cuanto podía despistar a su mujer y se quedaban a solas.
—Caballeros, no van a encontrar en todo Madrid jóvenes más serviciales y trabajadoras como éstas. —El mercader, sorprendido por la presencia del anciano duque, comenzó a elogiar su mercancía con vehemencia.
Los deseos del duque de tener todo dispuesto antes de la llegada de su futura esposa Beatriz, le había animado a acompañar a su mayordomo y participar en aquella tarea de selección, para muchos impropia de su condición. Su empleado se dispuso a estudiar con detenimiento aquellos rostros y cuerpos, tocándolos sin reparos, para comprobar su fortaleza.
—Serán todo lo que decía, pero a la vista de lo poco robustas que las traéis, no están desde luego para presumir mucho de ellas. —El mayordomo, sin decoro alguno pero decidido a conseguir las mejores criadas para su futura señora, levantaba las faldas de las dos hermanas comprobando la poca dureza de sus muslos—. Y si no, mirad vos mismo a estas dos —le animaba a comprobarlo con sus propias manos, sin saber que aquellas hechuras las conocía mucho mejor de lo que se hubiera podido imaginar.
—Aunque os parezcan de constitución delgada, estas dos son fuertes como el acero. Ya me lo reconoceréis cuando veáis qué poco agradecen la comida.
—No digáis tonterías; no son ninguna joya —intervino el duque en persona—, pero dado que pronto esta casa va a disfrutar con la presencia de mi futura mujer, ya decidirá ella con cuáles quedarse. Os compro todas. Pasad a ver a mi secretario para que os pague, pero vigilad no excederos de precio si deseáis continuar haciendo negocios con esta casa.
Al ver que estaba llegando la carroza que debía traer al cardenal Valenti, el duque de Llanes ordenó a su criado que acompañara a las nuevas a la zona de servicio para que les fueran explicadas sus funciones, mientras él se dirigía en persona a recibir al diplomático.
Antes de ser elevado a la secretaría de Estado del Vaticano el cardenal había sido nuncio de su santidad en España y buen amigo del duque de Llanes. En aquel tiempo, habían sido numerosas las ocasiones en las que habían compartido mesa y conversación, casi siempre en compañía del marqués de la Ensenada, y en ocasiones con su amiga la condesa de Benavente.
El cardenal le saludó con la alegría del que vuelve a encontrarse con un buen amigo y le siguió después hasta el gabinete donde le esperaba el confesor real Rávago. Una vez que estuvo seguro de no serles de utilidad, el duque les dejó solos y se dirigió hacia la planta superior para supervisar un importante contrato de madera que estaba tratando de cerrar entre la Secretaría de Marina y Guerra y un empresario de la ciudad inglesa de York.
—Desde que me llegó la noticia del atentado, no he parado de preguntarme quiénes han podido desear tamaño efecto. —El cardenal empujó desde sus hombros una pesada capa púrpura que dejó resbalar hasta el sillón—. ¿Podrían ser los mismos que asesinaron al superior de los jesuitas?
—Es pronto para ser más contundente en mis sospechas, pero en ambos sucesos, y sin disponer de pruebas más solventes, algo me lleva a pensar que ha sido obra de la masonería.
—¿Como respuesta al decreto de prohibición?
—Es posible. Pensad que tenemos en prisión a su máximo responsable bajo la custodia del Santo Oficio, y aunque de momento no se ha logrado ninguna confesión de él, ayer mismo rogué al obispo Pérez Prado que insistiera en ello, pues a Castro le fue practicado un salvaje ritual simbólico que presenta ciertas coincidencias con alguno de los signos habituales en sus ceremonias, como por ejemplo el triángulo que le abrieron en el pecho para extraerle el corazón.
—Entiendo. El triángulo que ellos identifican con su Dios; al que llaman el Gran Arquitecto del Universo. En confianza, yo creo que esa gente está inspirada por el mismo demonio. No descarto que tengáis razón, y no sé si sabéis que también desde Nápoles nos han llegado historias parecidas con horrendos crímenes que podrían llevar también su firma. De todos modos, el papa Benedicto está muy satisfecho de la obediencia que los dos reyes y hermanastros, Fernando VI y Carlos, han demostrado a la bula papal que recomendaba la prohibición de esa organización. ¡Por desgracia no todos los príncipes católicos europeos han seguido tan fieles pasos!
—Como es lógico, me debo en obediencia al Papa y por tanto comulgo con cualquiera de sus indicaciones, ya sea de palabra o por escrito, pero en mi opinión, la masonería no sólo debe ser perseguida por su herejía, aunque esa faceta de su cuerpo filosófico sea la que más nos afecte como hombres de religión que somos.
—No entiendo adonde queréis llegar. —El cardenal Valenti sabía que Rávago era un hombre de notable inteligencia, pero no siempre le resultaba fácil seguir sus razonamientos.
—Espero poder exponeros mis conclusiones sin llevaros a una mayor confusión, pues reconozco que parto de sospechas, no de evidencias. Por un lado, sabemos que admiten en sus sociedades a miembros de cualquier religión, lo que ya de por sí nos parece aberrante. Pero si a lo anterior, le sumamos que al parecer, desde su misma admisión, cada miembro pierde su anterior condición, rango, o prerrogativa, para ser un hermano más, sin distinción de clase, creo que nos enfrentamos a un problema de consecuencias mucho más graves para nuestra sociedad y ordenamiento actual.
—¿Hasta dónde creéis que llega esa hermandad a la que aspiran? ¿A una igualdad total?
—Es ahí donde puede encontrarse la clave de su cuerpo filosófico. Si lo llevan hasta las últimas consecuencias, ese espíritu de igualdad atentaría contra nuestro actual orden social. La nobleza, la monarquía, o la institución religiosa que ilumina el comportamiento humano, pero también el gobierno de las naciones, se desmoronarían para dar paso a otro nuevo concierto.
—Eso suena a una verdadera revolución con gravísimas consecuencias.
—De ahí mi preocupación. Hasta su prohibición, supimos que consiguieron la adhesión de notables miembros de nuestros ejércitos, también de altos representantes de nuestra cultura, de algunos políticos, y sospecho que también de eclesiásticos. ¡Demasiada concentración de poder para permitir que siga fuera de nuestro control!
—¿Cómo os explicáis que unos individuos que ya ostentan poder e influencias, puedan llegar a renunciar a sus privilegios para hermanarse de una forma tan utópica? —Valenti no sabía interpretar esas concesiones gratuitas.
—A esa pregunta, que también me la hago yo, sólo cabe una respuesta, y es ahí donde puede residir el auténtico núcleo de su estrategia más oscura: quieren cambiar el ordenamiento actual de nuestra sociedad para luego dirigirla ellos. Simple y llanamente. Y, desde luego, visto su proceder, no dudarán en usar la violencia si lo consideran necesario.
—Por tanto, la bula del papa Benedicto a la que nos referíamos, ha podido ser no sólo oportuna, sino también sabia, en tanto que pretende frenar su expansión y fines.
—Cierto, estimado Valenti. Por cierto, ¿cómo está de salud nuestro querido Papa?
—Fuerte como un roble, os lo puedo asegurar. ¿Y el rey Fernando?
—Siempre que no le falte su mayor soporte, la reina Bárbara, yo mismo como su confesor, y sus ministros, se puede afirmar que sigue en su misma línea. ¿Qué otra cosa os puedo decir de él, si vos mismo lo conocéis tan bien como yo?
—¡Entiendo! Para su bien y el de España, se mantiene bien aconsejado y apoyado en la fragilidad de su carácter.
—Veo que no os ha abandonado vuestra particular sutileza, mi buen amigo.
—¿Cómo me lo podría permitir, si ahora formo parte activa de la muy complicada política vaticana? —Se retiró el capelo para estar más cómodo—. ¿Sigue nuestro monarca, preocupado por la opinión que el Papa tiene sobre él?
—No ha dejado de estarlo ni un solo día, pues cree que Benedicto XIV hace más honores al resto de los príncipes europeos que a él, y lo peor es que ve en ello una señal de desprecio hacia su persona. Creedme que, así como los asuntos internos de gobierno los delega sin problemas en sus ministros, en lo referente a las relaciones exteriores se cree un ungido; un ser superior que la divinidad ha elegido para decidir sobre los destinos universales que España debe tomar dentro del conjunto de las naciones. Por este motivo, pienso que contempla este nuevo concordato que nos ha reunido hoy no sólo como un acuerdo para fijar unas relaciones más estables y equilibradas entre dos estados, sino como una valiosa herramienta que le ayudará a mejorar su posición, que cree deteriorada, delante del Santo Padre.
—Pues su santidad sólo ve en la propuesta una descarada manera de perder gran parte de la recaudación que obtiene de España y ver todavía más reducido el escaso poder que hasta ahora tenía en los nombramientos de los altos cargos eclesiásticos.