Read El Secreto de las Gemelas Online
Authors: Elisabetta Gnone
Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico
—¿Qué? ¿
Qué
sería una catástrofe? —pregunté preocupada.
—Hadita mía, si Babú es bruja y Vi no lo es, HAY QUE SEPARAR a las hermanas. Las jóvenes brujas reciben una educación especial, distinta de la que reciben las niñas sin poderes. Los Sinmagia no pueden conocer ni los ritos, ni los encantamientos, ni las artes secretas de las brujas: está prohibido que una bruja y una Sinmagia crezcan en la misma casa. —Tomelilla había bajado repentinamente la voz, como si hubiera alguien escuchando.
—Como sabes, es tarea de las tías educar a sus sobrinos, ¿te imaginas qué ocurriría si Babú y yo tuviéramos que IRNOS?
Vacilé. Vi y Babú separadas, ¡funestomalacontecimiento! No, ni me lo imaginaba. Traté de tranquilizar a Tomelilla, a mí misma.
—El Tiempo es un mago poderoso —dije con la mayor convicción posible—, sólo él sabe lo que sucederá. Dejemos que haga su trabajo, esperemos un poco más todavía...
Esa noche no conseguí pegar ojo. Si en su momento hubiera contado a Tomelilla que Babú volaba, quizá ella habría podido ayudar a Pervinca a su debido tiempo. En cambio, por mi culpa, la última esperanza de ver hacer magia a la primogénita estaba a punto de esfumarse para siempre. Di vueltas y más vueltas en mi camita pensando en el día que acababa de transcurrir, buscando una señal, un indicio del que no me hubiera percatado. Lo repasé entero, desde el principio, desde cuando había sonado el despertador...
¡¡RIIING!!
El despertador de Vainilla rompió el silencio a las siete, tan puntual como de costumbre. Y como de costumbre, provocó un mieditemor a todos. Salvo a Babú, naturalmente. Ella siguió durmiendo como un lirón. Nadie entendía cómo es que no oía aquel ruido ensordecedor. Pervinca dormía bajo una sólida estantería atestada de libros; la cama de Babú, en cambio, estaba colocada en un hueco de las paredes de madera de su habitación y el techo abovedado de su rincón creaba una caja de resonancia perfecta: parecía que, en vez de sonar un despertador, estuviera tocando una orquesta.
Tapándome los oídos, me dispuse a salir de mi casita, pero Pervinca, en una de sus jugarretas habituales, había enroscado no sé cuándo la tapa del tarro.
—¡BABÚ, DESPIÉRTATE! —gritó Pervinca desde su cama—. ¡MAMÁ, BABÚ NO APAGA EL DESPERTADOR!
—¡ARRIBA, NIÑAS! —las conminó mamá Dalia desde la cocina.
—¡ABRIDME, ABRIDME! —grité yo desde el tarro.
—Cariño, ¿dónde están mis calcetines azules? ¿Y POR QUÉ NADIE ACABA CON ESE RUIDO? —chilló el señor Cícero desde su dormitorio.
Pero nadie conseguía despertar a Babú.
Como al décimo ring, Pervinca perdió la paciencia. La vi apuntar y tirar con fuerza la almohada a su hermana, quien, con ella sobre los ojos, alargó por fin una mano hacia la mesilla y acalló aquel estruendo.
—¡Lávate las orejas, Babú! —gruñó Pervinca.
—¡Pff! —fue la única respuesta.
Puesto que a Vi le gustaba deleitarse en la cama hasta el ultimísimo momento, siempre le tocaba a su hermana lavarse la primera. Así, Babú dio un vuelecito hasta sus pantuflas y se metió en el baño.
—¿Puedo ponefme tu veftito con violetaf? —preguntó con la boca llena de dentífrico.
—¡NO! —atronó Vi volviéndose del otro lado.
—¿Pof qué?
—Porque mi vestido con violetas me lo voy a poner yo.
—¡Te lo vaf a ponef fólo pofque te lo he pedido!
—¡Piensa lo que quieras!
—¿Y fi ya me lo hubiefe puerto?
Pervinca saltó de la cama, lista para darle una tunda a su hermana, pero, al verla todavía en pijama, se limitó a advertirle:
—Ni lo intentes, Babú. ¡Y déjame dormir!
—¡Vainilla! ¡Pervinca! Por favor, ¡ABRIDME! —grité otra vez golpeando el cristal del tarro, pero nada: Pervinca seguía roncando y Vainilla desapareció en el armario en busca de la ropa adecuada. Resignada, me senté en mi cama y esperé con paciencia.
—Como no os levantéis en seguida, papá va a subir —gritó mamá Dalia desde la escalera.
"¡Ojalá! ¡Así me abrirá él!", pensé. Pero inmediatamente (nosotras las hadas tenemos un oído muy fino) oí al señor Cícero que protestaba en voz baja:
—Deja de utilizarme como el Hombre del Saco, Dalia, y aprende a imponerte un poco a las niñas.
Estaba segura de que pasaría el día encerrada allí adentro:
—¿Dónde está Felí? —preguntó de repente Babú mirando alrededor. ¡Por fin alguien se acordaba de mí!
Pervinca se levantó de la cama como un muelle.
—¡Madre mía, la encerré ayer en su tarro y se me había olvidado! ¡VOY, VOY, FELÍ!...
Oí girar la tapa y noté entrar el aire fresco. Pero no me moví, ni siquiera alcé los ojos.
—¿Estás muy enfadada? —preguntó Pervinca con voz afligida. No contesté. Puede parecer un contrasentido, pero a veces el silencio dice más que muchas palabras. De hecho, Pervinca se preocupó todavía más. —Te lo ruego, ¡háblame, Felí! No quería tenerte encerrada tanto tiempo, me quedé dormida. Sal, toma un poco el aire...
Pervinca metió la manita en el tarro y me levantó delicadamente:
—¿Estás bien, verdad? ¿Lo has pasado mal?
—¿Está viva? —preguntó Babú acercándose.
—Claro que está viva, tonta. ¡Es un hada!
—Un hada muy ofendida. Yo creo que no quiere hablarte, y tiene razón.
Pervinca adoptó un tono suplicante:
—He hecho mal, lo sé. Prometo que no lo haré más ni... ¡Para que veas, voy a prestarle mi vestido con violetas a esta pesada! Ahora me visto deprisa y salimos puntuales. ¿Te parece bien, Felí? Háblame, por favor.
—¡CATASTROPESTECATASTROPESTE! ¡Eso es lo que eres! —exclamé reviviendo de repente. —Como lo vuelvas a hacer, te daré un triturapellizco en la nariz mientras duermes, Vi, ¡y lo digo en serio!
A las siete y media las niñas bajaron a la cocina. Pervinca llevaba una casaquita de algodón color noche, de calceta, que le había hecho Dalia, y pantalones con volantes que le había bordado yo. Vainilla, por su parte, llevaba un vestidito blando de felpa color cielo y, en los pies, zapatillas de un paño ligero.
El vestido con violetas se había quedado colgado en el armario.
Mientras mojábamos el pastel de rosas en el café con leche, mamá Dalia nos hizo las habituales recomendaciones. Y otra más:
—Tomad las invitaciones para la fiesta de cumpleaños de tía Tomelilla y repartidlas discretamente, no queremos que venga todo el pueblo, ¿de acuerdo? —dijo—. Y no os olvidéis de decir a vuestros amigos que, naturalmente, mañana también están invitados sus padres y sus tíos.
La idea de invitar a toda aquella gente a su fiesta no le había gustado nada a Tomelilla: "Demasiada gente, demasiado parloteo. La gente de siempre, el parloteo de siempre", había rezongado. Pero las fiestas solían gustarle. Detestaba el cotilleo, es cierto, y más aún a los cotillas.
Pero esa mañana había algo más que la tenía preocupada... Dijo que su amiga Prímula Pull sufría desde hacía días de un terrible hipo. La pobrecita tenía ataques tan fuertes, que podía oírsela a veinte metros de distancia. Un enorme fastidio, de acuerdo, pero ¿qué tenía que ver con la fiesta? La explicación de Tomelilla fue extraña y misteriosa...
—¡Claro que tiene que ver! —dijo, casi molesta—. Imagina lo que esas dos cotillas de Pétula Penn y Hiedra Dhella dirán a sus espaldas. ¡Bobas vanidosas! ¿Crees que se acuerdan de lo que pasó la última vez que Prímula tuvo hipo? Ni hablar.
No se acuerdan de nada, ¡y seguro que no saben ni contar! Además, nadie en este pueblo cuenta nunca los años que pasan... MAÑANA serán 121 exactamente, ¿has visto a alguien preocuparse por esto? A nadie. Todos están preparados para la fiesta, como si nunca hubiera ocurrido... Bah, me callo, pero cruzo los dedos...
¿Por qué Tomelilla hablaba así? ¿Hacía ciento veintiún años de QUÉ? Y sobre todo, ¿qué había ocurrido aquella vez que la señora Pull había tenido hipo? No lo dijo.
Tomamos las invitaciones y a las ocho en punto nos marchamos a la escuela.
El tiempo se había estropeado y las nubes amenazaban lluvia.
Las niñas se metieron las invitaciones en los bolsillos de sus capas y nos encaminamos calle arriba.
—¿Pasamos a buscar a Flox y Devién? —preguntó Babú.
—¡Claro! —respondí.
—Si es que llegamos a tiempo... —intervino Pervinca—. Yo avanzo un paso y retrocedo dos. Con esta niebla, las piedras se vuelven resbaladizas como el jabón... ¡Ay, que me caigo!
No le faltaba razón, pobre niña. Las viejas piedras blancas que adoquinaban los caminos estaban tan gastadas y lisas que, cuando llovía, podías llegar al puerto sin tener que dar un paso. Babú podría haber volado, como yo, pero Pervinca... No estaba segura de que supiese, así que dije:
—Caminad pegadas al muro, por ahí se resbala menos.
El camino subía hasta una pequeña plaza, en el centro de la cual un manzano daba sombra a una fuentecilla. Los jardines más antiguos de Fairy Oak circundaban precisamente aquella plaza y eran verdes y lujuriantes. Uno de ellos, de aspecto tropical, pertenecía a la casa de Flox Polimón, la mejor amiga de las niñas, y de Devién, su hada niñera (¡y MI mejor amiga!). Normalmente, nos esperaban detrás de la cancela y hacíamos juntas el camino hasta la vieja Escuela Horace McCrips.
Aquel día, sin embargo, la tía de Flox nos dijo que habían salido pronto por miedo a mojarse con la lluvia.
—¡Os lo dije! —recordó Pervinca.
Subimos los ocho escalones de piedra que desde la plaza, pasando por un húmedo arco, llevaban al camino principal y torcimos a la izquierda, hacia la plaza del Gran Roble.
Habíamos recorrido unos metros cuando oímos grandes voces que procedían de la Plaza:
—¡UNOS BUCANEROS HOLGAZANES, ESO ES LO QUE SOIS! SIEMPRE POR AHÍ HACIENDO DAÑO Y MOLESTANDO A QUIEN TRABAJA. ¡LEVAD ANCLAS! ¡FUERA! ¡LARGO DE AQUÍ! —El viejo capitán Talbooth, podéis apostar, se había tropezado con un grupo de chavales irritantes.
Los niños del valle se divertían a menudo burlándose de ese viejo marinero fantasioso: contaba que había sido capitán de una nave real y que había perseguido a los piratas por todos los mares del mundo, pero nadie le creía. Los más pequeños le tenían miedo porque era tan grande como una montaña, con barba poblada, blanca de sal, una enorme boca desdentada y voz de cuervo. En el pueblo todos le tenían cariño, incluso los niños, y él lo sabía.
Tenía la tripa tan redonda, que parecía que se había tragado una sandía entera. Era otro de los motivos de burla de los niños. A esa hora, había muchos en las calles de Fairy Oak, y el capitán Talbooth tenía que esforzarse para evitarlos.