Read El secreto de sus ojos Online
Authors: Eduardo Sacheri
—Sí, la verdad que me agarró justo, el malparido —hablaban delante del muchacho, que miraba fijamente el suelo.
El policía lo acompañó a la puerta. Afuera el tren seguía detenido.
—Y todo por hacerse el gallito, pedazo de infeliz —Petrucci sentía la necesidad de explicarse—. Si me dice que no tiene plata, o me pide que por favor lo deje, capaz que no le digo nada, ¿sabe?
—Qué le va a hacer. Algunos de estos pibes de hoy día se comen el mundo, ¿vio?
—Qué cosa… —concluyó el guarda.
Saludó con un gesto, cerró las puertas y tocó la chicharra. El tren demoró un segundo en arrancar porque el motorman andaba distraído después de semejante espera. Cuando Petrucci llegó a Once, tenía la nariz hinchada y sanguinolenta. Lo mandaron al Hospital Ferroviario a que le sacaran una radiografía y lo viera un médico. «Fractura de tabique nasal», dijo el doctor que lo revisó en la guardia. «¿No se desmayó?» Petrucci negó con la cabeza, como si que a uno le partieran el tabique fuera lo más normal del mundo. «Vaya a su casa. Le pongo cuatro días de reposo. Me viene a ver el viernes y vemos cómo sigue».
Petrucci pensó que de ahí en adelante iba a fajarse con un colado lo menos una vez al mes, si eso le garantizaba semejantes licencias. Volvió hecho unas Pascuas. Tomó el tren en Once sin pasar por el control. Tenía que entregar los papeles directamente en la oficina de Castelar, y estaba verdaderamente cansado. Cuando llegó con los comprobantes del hospital, algunos compañeros le salieron al paso.
—Acá está el sheriff, abran cancha —dijo alguno, haciéndose el chistoso.
—No rompás las bolas, Avalos —lo cortó.
—En serio, macho, ¿no te enteraste?
—¿De qué?
—El pibe al que agarraste. El que se fajó con vos.
—Sí, ¿qué pasa?
—Viste que quedó en Flores para averiguación de antecedentes…
—¿Qué? No me digas que le saltó algo, al pelotudo.
—¿Algo? Tenía una orden de captura, o algo así, de la puta madre. De un Juzgado de Capital, por homicidio y no sé qué más…
—Mirá vos —Petrucci estaba realmente sorprendido. Sorprendido y con un anacrónico dejo de temor: ¿y si hubiese tenido un arma?
—Así que ahora sos una especie de guardián de la ley, ¿viste? —intervino otro.
—Dejate de joder, Zimmerman. ¿Con esa cara de borrego y con captura por homicidio? ¿Sería de esos pibes de Montoneros, algo de eso? Me voy a casa. Estoy rendido.
Se cruzaron algunos saludos desganados. Mientras caminaba hasta la parada del 644 cartel blanco, Haedo/Barrio Seré, Petrucci pensó que el día no terminaba tan mal después de todo. Se había sacado la bronca con el boludito ese. Le habían dado cuatro días de licencia, que le venían bárbaro para terminar el contrapiso de la pieza del fondo. La nariz apenas le dolía porque le habían dado unos calmantes para caballo, según el médico. Y seguro que Racing tarde o temprano iba a salir campeón, después de todo. ¿Cuánto tiempo podía faltar para que sucediera?
Se sentó en el colectivo. Palpó en el bolsillo el papel que le había alcanzado Avalos. «El nombre del pibe», le había dicho. En el momento no le había dado bolilla, pero ahora sintió curiosidad. Lo desplegó: «Isidoro Antonio Gómez». Petrucci hizo un bollo con el papel y lo dejó caer al piso sucio del colectivo. Después se acomodó como para dormitar unos minutos, teniendo buen cuidado de no apoyar la nariz contra la ventanilla, porque de lo contrario iba a ver las estrellas, y capaz que volvía a sangrarle.
Teniéndolo delante, volví a sospechar que había construido un rascacielos con cimientos de humo. ¿Podía ser culpable ese pibe que con expresión plácida estaba de pie frente a mí, con las piernas un poco separadas en actitud de descanso, como si lo afectara poco y nada tener las manos esposadas a la espalda?
Muchos detenidos, después de dos o tres días casi inmóviles e incomunicados, asqueados de comer el rancho carcelario, de estar sucios, inactivos y juntando nervios en la celda, muestran en el rostro los estragos que deja el permanecer sometido a la caprichosa voluntad de otros.
Isidoro Antonio Gómez no. Por supuesto cargaba con señales del encierro al que estaba sometido desde el lunes: el rancio olor a mugre humana, la sombra de barba, las zapatillas sin cordones. Eso sin contar el yeso en la mano derecha y el hematoma verdoso que le había dejado sobre la ceja derecha su escaramuza con el belicoso guarda del Ferrocarril Sarmiento.
Las dudas me consumían. ¿Podía alguien estar tan tranquilo sabiéndose culpable de un homicidio? Tal vez hasta ignoraba el motivo por el que lo habían traído detenido a declarar a Tribunales. Porque también existía la posibilidad de que creyera que todo era un proceder, algo exagerado, relacionado con haber viajado sin boleto y con fajarse con el responsable de evitar esa conducta. Me dije que no: a la legua se notaba que era un tipo inteligente. Debía saber que estaba allí por otro asunto. Pero, entonces: ¿cómo se explicaba que se hubiese involucrado en ese escandaloso incidente? Concluí que o era inocente o era un hijo de puta absolutamente desaprensivo.
La cabeza me trabajaba a mil por hora: si era inocente… ¿por qué se había borrado a fines de 1968?; si era culpable… ¿por qué se había dejado detener en ese incidente estúpido?
Al día siguiente, la noticia de la detención de Gómez me estaba esperando al llegar a la Secretaría. Báez en persona me lo había confirmado por teléfono. Habíamos acordado dejarlo en escabeche dos días más, hasta el jueves, sobre todo para darme tiempo a pensar cómo cuernos enfocar esa declaración, y de hablarlo largo y tendido con Sandoval. ¿Tenía acaso a otro tipo a mano con la mitad de su capacidad de discernimiento?
En esos tres años pocas cosas habían cambiado en el Juzgado. Nos habíamos sacado de encima al infeliz del secretario Pérez (que había ascendido a defensor oficial), aunque perder a nuestro jefe nos había dejado el regusto amargo de confirmar que cierto grado de estupidez congénita, como la que él enarbolaba como bandera, parecía augurar un ascenso meteórico en el escalafón judicial. No habíamos tenido tanta suerte con el doctor Fortuna Lacalle. Seguía siendo nuestro juez y seguía siendo un pelotudo. Para peor ya estábamos en 1972, y ser amigo de un amigo de Onganía había dejado de ser una palanca eficaz en el camino hacia la Cámara de Apelaciones. Si, en pleno estrellato del general de bigotes, Fortuna no había podido pegar el salto, ahora era prácticamente imposible que lo diera. De modo que vegetaba en su lugar de siempre. La buena noticia era que se le había pasado el infame berretín de intentar lucirse frente a sus superiores. Nos dejaba trabajar, firmaba donde le indicábamos y no se encaprichaba con que sus prosecretarios fuesen a la escena del crimen en las causas por homicidio. Era una suerte, entre otras cosas, porque en la Argentina de entonces empezaban a sobrar cadáveres.
Por todo eso, por lo que Sandoval denominaba jocosamente «nuestra orfandad de líderes competentes», nos habíamos sentado con él a releer la causa, que había quedado clavada en diciembre de 1968, tres años y medio antes, justo después del libramiento de la orden de comparendo que acababa de hacerse efectiva el lunes en la estación de Flores.
Sandoval, que venía atravesando uno de los períodos de sobriedad más prolongados que le había conocido, concluyó con lógica de hierro:
—Si es culpable… no sé, Benjamín; salvo que él solito se ponga la soga al cuello en la declaración informativa, estamos fritos.
Era dolorosamente cierto. ¿Qué teníamos, realmente, para dictarle un procesamiento por homicidio calificado? Un viudo que lo acusaba (falsamente, por otra parte, porque ese artilugio lo habíamos inventado por si se nos retobaba Fortuna con los oficios policiales) de haber enviado unas cartas intimidatorias que no estaban en ninguna parte. Unas diligencias policiales que me había remitido Báez, donde se aseguraba que Gómez había abandonado su lugar de residencia y su trabajo horas antes de que los uniformados ejecutaran precisamente esas actuaciones. Una tarjeta de fichaje laboral en la que constaba que el sospechoso había llegado a trabajar tardísimo el día de la muerte de Liliana Emma Colotto de Morales. Era pura mierda. No teníamos nada de nada, y hasta el más imbécil de los abogados defensores nos haría polvo la prisión preventiva una vez apelada ante la Cámara. Y eso en el caso de que lográsemos que Fortuna nos firmara la resolución, dicho sea de paso.
Supongo que por todo eso ni me había tomado el trabajo de llamar a Morales. ¿Para qué avisarle? ¿Para que viese cómo nos veíamos obligados a soltar al único sospechoso que habíamos conseguido identificar en un lapso de tres años? ¿El mismo sospechoso que él seguía buscando —de eso yo estaba seguro— en las terminales de trenes, por turnos rotativos, cada atardecer de lunes a viernes?
Ordené que llevaran a Gómez al despacho del secretario, que estaba vacío. Todavía no nos nombraban reemplazante para Pérez, y de momento nos firmaba el secretario de la 18. Prefería no tener demasiados testigos. ¿Por qué? Ni yo mismo lo sabía, pero no los quería. Así que di orden de que no me interrumpieran. Ingresé en ese despacho detrás de Gómez y del guardiacárcel que lo traía tomado de un brazo. Le pedí al custodio que le sacara las esposas. Gómez se sentó frente al escritorio, cruzando la pierna derecha sobre la izquierda. «Se tiene fe, el muy cornudo», pensé. No era una buena señal verlo tan tranquilo.
En ese momento escuché cómo, en el despacho contiguo, se abría la puerta exterior y se oía un «buenos días» cantarín que me puso los pelos de punta. No podía ser. No podía. Sandoval asomó la cabeza apenas en el despacho en el que nos hallábamos y repitió el alegre saludo, acompañado de una gran sonrisa. Aunque desapareció enseguida en la oficina general, me quedé un largo instante mirando el umbral por el que se había asomado. «La puta madre que lo remilparió», dije para mis adentros. Estaba en pedo. Despeinado, sin afeitar, con la ropa del día anterior y uno de los faldones de la camisa mal embutido dentro del pantalón. Por algo había pasado como una exhalación a saludarme. Aunque lo había visto apenas un instante, me había bastado cotejar ese relámpago con la visión repetida que tenía de tantos y tantos años de trabajo compartido. Intenté recordar la tarde del día anterior. ¿No me había cerciorado, por la ventana, de verlo enfilar para su casa en lugar de hacia los bares del Bajo? ¿O por tener la cabeza puesta en lo de hoy lo había pasado por alto? Ya daba igual. Estábamos jodidos.
Coloqué una hoja con membrete en la máquina de escribir que había cargado hasta allí desde mi propio escritorio. No era cuestión de alterar mis más elementales cábalas. «En Buenos Aires, a los veintiséis días del mes de abril de 1972…».
Me detuve. Sandoval estaba en el umbral, como esperándome. Lo fulminé con la mirada. No pretendería participar en esa declaración, en semejante estado… Ya que había sido tan infeliz como para arruinar siete meses de abstinencia, ya que no le había importado cagarme así con algo que sabía que me importaba mucho, ya que estaba en un estado tal que no podría probablemente articular tres palabras de más de dos sílabas, que por lo menos se mandara mudar y me dejara hacer lo que pudiera con Gómez. O comprendió mi gesto o el mareo le aconsejó que se refugiara en su propio escritorio. Lo cierto es que se fue. Miré a Gómez y al custodio. Permanecían ajenos al asunto y a mi desesperación creciente. Yo debía reconocer, pese a todo, que Sandoval aplicaba a sus borracheras un estilo altivo y muy digno. Nada de hipos, ni de zigzagueos a los tumbos entre los muebles. Su aspecto exterior era, cuanto mucho, el de un buen señor que por causas ajenas a su voluntad se ha visto obligado a dormir a la intemperie.
Decidí acabar con los rodeos y abocarme a la declaración de Gómez. Había tomado la determinación de encararlo por las malas, como si fuese culpable. De todos modos, yo estaba perdido. En el tono de voz más frío y serenamente amenazante del que fui capaz le pedí sus datos personales y le comuniqué los motivos de que estuviera prestando declaración informativa. Le aclaré sus derechos y le informé a grandes rasgos el asunto que se ventilaba en esa causa. Mientras hablaba, aporreaba mi máquina de escribir, la misma en la que estoy registrando estos recuerdos. Cuando culminé el encabezado, me detuve. Era ahora o nunca.
—Lo primero que tengo que preguntarle es si reconoce tener relación con el hecho que se investiga en esta causa.
«Tener relación» era suficientemente vago. Si tan solo se pisase en algo y me dejara una punta de la cual aferrarme. Pero no tenía esperanzas al respecto. Su cara podía expresar muchas cosas, o ninguna. Pero seguro que no exhibía sorpresa. Tardó en contestar y, cuando lo hizo, habló serenamente:
—No sé de qué me está hablando.
Listo. Eso era todo. Cara o ceca. Ya no había nada que hacer. Yo había hecho el intento. Hasta había apresurado que me lo remitieran desde la alcaidía antes de que llegara el defensor oficial de turno, no fuera cosa que se tentara de asesorarlo. Pero, evidentemente, o Gómez no tenía la menor idea del asunto, o comprendía que me tenía agarrado de los huevos y no tenía la menor intención de soltarme. Iba a limitarse a hacer la plancha, a negar todo, hasta que yo me saturase de chumbarlo al divino botón.
En eso entró Sandoval frunciendo levemente el ceño, como para focalizar la mirada. Se me acercó y se inclinó casi a la altura de mi oreja.
—La causa de Solano, Benjamín… ¿la viste? —había hablado en voz alta, casi gritando, como si en lugar de diez centímetros nos separasen veinte metros.
—Está a la firma —respondí, seco.
—Gracias —dijo, y se fue.
Me encaré con Gómez otra vez. No había volcado en la declaración su rotunda negativa. Ni quería hacerlo todavía, pero ¿cómo seguir? Había probado el ataque directo y no había funcionado. ¿Valdría la pena intentar algo más tangencial? ¿O estaba de verdad ensañándome injustamente con un pobre tipo?
—A ver, señor Gómez —señalé la causa, que estaba apoyada en el escritorio—. ¿Por qué se imagina que lo hemos tenido preso cuatro días, a raíz de un pedido de comparendo de 1968? ¿Porque sí, nomás?
—Usted sabrá… — y después de una pausa—: Yo no sé nada.
Por primera vez sentí que mentía. ¿O era mi deseo de que la causa no muriera para siempre?
Otra vez Sandoval. Pedazo de infeliz. Había encontrado la maldita causa de Solano y la traía triunfante.
—Acá la encontré —me la puso delante—. ¿No te parece que habría que citarlo a declarar al perito que tasó el edifìcio antes del remate? Digo, porque así matamos dos pájaros de un tiro.